Pantalones y faldas, por Ana Pastor
«Nada de comentarios jocosos sobre la cintura, la tripa o la sesión de peluquería cuando se trata de ellos»
La presidenta de Argentina llegó hace unas semanas a la ciudad bonaerense de Ezeiza para participar en la inauguración de un centro recreativo. Cristina Fernández acudió vestida con una blusa negra y unos leggings del mismo color. Está en plena campaña electoral para los comicios legislativos de este mes y aquel día se dedicó, como en otras ocasiones, a vender las bondades de su gestión. No sería difícil hallar razones para criticar tanto a la dirigente argentina como a otros representantes políticos latinoamericanos, de España o de cualquier otro lugar del mundo por la falta de proximidad a sus ciudadanos, por errores de gestión, por decisiones equivocadas o incluso por sus mentiras. Sin embargo, en este caso el gran revuelo se desencadenó por el atuendo escogido. La presidenta, que ya ha cumplido los sesenta años, iba según sus críticos demasiado «juvenil» con ese tipo de pantalones.
En Alemania, fue Angela Merkel quien tuvo que leer todo tipo de comentarios despectivos primero: por su poca falta de imaginación a la hora de elegir chaqueta, por sus peinados y hasta por escoger un vestido demasiado escotado para una noche en la ópera. Incluso ella, la rocosa Merkel, sucumbió de alguna manera a todas esas voces y llegó a visitar al peluquero de las estrellas para que mejorara su imagen.
Aquí en España, la actual vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría o la socialista Carme Chacón también fueron cuestionadas por sus vestuarios o por la evolución de sus aspectos físicos.
Me he puesto a la busca y captura de noticias y polémicas parecidas, pero con hombres como protagonistas. Ni rastro de mensajes negativos sobre los trajes del excanciller alemán, Gerhard Schroeder, de los presidentes argentinos anteriores a Cristina Fernández o críticas similares a los hombres del Partido Popular y del Partido Socialista en España. Así que nada de comentarios jocosos sobre la cintura, las caderas, la tripa o la sesión de peluquería cuando se trata de ellos.
Y ellos, como cualquier mujer dedicada a la política, también tienen cintura, caderas y tripa. Y se visten. Y aciertan y se equivocan con sus elecciones estéticas. Pero curiosamente a los políticos masculinos se les juzga tan solo por sus capacidades o por sus aciertos y errores de gestión. Nunca por su buen gusto al elegir la corbata, peluquero o por sus zapatos de cordones. Y por supuesto no estamos ante un fenómeno reciente asociado a los nuevos tiempos en los que, como todos sabemos, la imagen puede llegar a ser pura obsesión.
Esto ocurre desde siempre. Un ejemplo. Nuestra democracia acababa de nacer y por primera vez teníamos una mujer convertida en ministra del Gobierno. Era el año 1981 y Soledad Becerril fue designada por Leopoldo Calvo-Sotelo para ocupar la cartera de Cultura. Pues bien, Alfonso Guerra se refirió a ella más adelante como «Carlos II vestido de Mariquita Pérez». Queda mucho. En las palabras y en los hechos.
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