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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sintonía terrenal

OPINION-clara

Hacía tiempo que no reservaba un fin de semana para salir de la capital y poner rumbo al norte para pasar unos días en casa de mis padres, donde crecí, en un pueblo que el río Pisuerga divide en dos. Como me suele ocurrir, poner un pie en el andén de la estación de trenes de Valladolid me bastó para aminorar el paso y recalcular la urgencia. También el aire huele diferente aquí en Castilla: no está estancado entre los edificios, ni se mezcla con los olores que una hilera de coches expulsa y que, al rebotar contra el cemento, se volatiliza en partículas nauseabundas en las que ya casi ni reparamos. Aquí, el aire huele limpio, la ciudad te acoge calma y sosegada, nada puede interrumpir su quietud.

Me recoge mi madre con el coche, como siempre: 15 minutos de trayecto y estaremos en casa. Llegamos. Aquí la vida es verde, por los árboles y las plantas, azul por el cielo, y amarilla por el color de las paredes que ponen límite a nuestro patio. En la cocina, huele a levadura y a pan recién horneado. Hace ya unos cuantos años que mi madre descubrió su pasión por la panadería y la repostería, y conforme pasa el tiempo, lejos de atenuarse, su capacidad creativa crece y crece, igual que crecen sus masas madres durante la noche y amanecen listas para ser amasadas con la luz del nuevo día. Ella, a diferencia del resto de las personas —que tendemos a encontrarnos cómodas en el limbo de lo seguro y lo conocido—, prefiere vivir mariposeando de receta en receta, modificando constantemente la lista de ingredientes, de manera que nunca una de sus creaciones sabrá igual que el anterior, con independencia de que el resultado conseguido la última vez fuese tan legendario para que el sentido común pidiese conservar las proporciones para poder repetirla una y otra vez. Pero no es el caso: para lo bueno y para lo malo, ella prefiere la fugacidad y avanzar ligera por el camino de la experimentación gastronómica.

El sábado por la mañana decidimos hacer mermelada aprovechando unas brevas —la versión tempranera del higo— grandes, sustanciosas y de interior carnoso y maduro, que dieron lugar a una textura perfectamente gelificada; seguro que ayudó la media manzana que agregamos, porque su piel contiene mucha pectina, una molécula que ayuda en el propósito de gelificar. La mermelada salió espléndida: gustó a todos en casa, y la disfrutamos mucho untándola sobre las rebanadas del pan de centeno que mi madre había horneado esa misma mañana, acompañándola con una torta de queso extremeña que yo había traído a casa, elaborada en Trujillo con leche de ovejas merinas que pastorean por dehesas de encinas.

Pensé que este fin de semana habíamos producido gran parte de nuestros alimentos, acompañándolos de otros que habían sido producidos en casa de amigos y conocidos: nuestro pan, nuestra mermelada, los brotes de menta que crecen en nuestro patio —y que utilizamos para dar sabor a una salsa de yogur que hicimos por la noche—, mis quesos, los tomates y los huevos que algunos vecinos nos traen a la puerta de casa. Ese fin de semana, vivimos al ritmo de lo que producimos, cogimos prestados ingredientes de la tierra; de la nuestra, de la que nos rodea, a la que sabemos lo que podemos exigirle y devolverle. Percibí la independencia que te otorga el transformar tus propios alimentos. Una sensación bellamente primigenia. En el tren de vuelta a Madrid, pensaba que esta ansiada libertad que todos parecemos perseguir, quizás solo se encuentra al escarbar la tierra.

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