¿Sacrificada por unos ladrones o por una sociedad pacata? La fascinante historia de la bailarina Luz de Fuego vuelve a la vida
El escritor Javier Montes recupera en su nueva novela la historia de Dora Vivacqua, una pionera del feminismo y del naturismo en Brasil.
Era brasileña, se llamaba Dora Vivacqua y la conocían como ‘Luz del fuego’, así, en castellano. Fue pionera del naturismo y el feminismo en el Brasil de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Descastada, excesiva y rebelde, quedó arrinconada en el trastero de la memoria colectiva durante décadas hasta que, recientemente, ha sido rescatada y ha vuelto a brillar como icono de la disidencia sexual.
La vemos en un video de Youtube en blanco y negro, bailando. Dora viste un bikini, adornos de pedrería y una boa. Aclaración: la boa de Luz del Fuego no es de plumas o espumillón, es una serpiente viva, enorme, de carne reptiliana, hueso y escamas. En su baile arrebatado, cuyo hilo musical pone al borde del trance a quien lo escucha, Luz del Fuego se muestra completamente relajada, como si danzar con un oficio enrollado en el cuerpo fuese la actividad más natural del mundo. En el video, una voz de locutor del NO-DO, aunque con el encanto del acento brasileño, la califica como «a primeira mulher verdaderamente liberada do Brasil». Estamos en 1949.
Luz del fuego –su nombre lo tomó de la marca de un labial argentino– nació en 1917 en un entorno burgués y refinado de Belo Horizonte y fue la penúltima de quince hermanos. No parece que viviese una infancia precaria y disfuncional, aunque a ella le gustaba ofrecer versiones descabelladas de su niñez a los periodistas que la entrevistaban. A los veinte años admiraba a Carmen Miranda, a la que veía una y otra vez en el cine, y ya vivía sola en Río de Janeiro, o no tan sola, si contamos sus serpientes Cornelio y Castorina como animales de compañía. En 1949 fundó el Partido Naturista Brasileño, que ella misma presidía y para el que creó eslóganes tan expresivos como «¡Menos ropa y más pan!». Pero su proyecto más ilusionante no lo llevaría a cabo hasta finales de la década de los años cincuenta, cuando se retiró a un islote junto a Río de Janeiro, en la bahía de Guanabara. Lo bautizó como Ilha do Sol y no fue un mero escondite para ella, sino el lugar en el que desarrollar su utopía soñada: la de fundar el Club Naturista de Brasil, el primero de América Latina. Muchos de los barcos que pasaban por allí aminoraban la marcha al acercarse a la isla con la esperanza lúbrica de ver a la bailarina sin ropa en sus dominios. Por su refugio carioca desfilaron celebridades como Brigitte Bardot, Ava Gardner y Errol Flynn, todos ellos desnudos, pues un cartel visible desde el muelle advertía a los visitantes que estaba expresamente prohibido pisar la isla con cámara fotográfica o vistiendo «cualquier prenda de ropa».
Todavía se organizan excursiones en lancha motora a la islita. No son masivas, pero sigue habiendo curiosos con ganas rendirle homenaje. Las rocas del paisaje, redondeadas por la erosión, recuerdan un poco a las de la Ciudad Encantada de Cuenca.
En 1954, su compatriota, el cineasta Francisco de Almeida Fleming, le dedicó el documental Luz del Fuego. A Nativa solitaria. La película no se centra en los aspectos más escandalosos de su faceta performativa, sino al revés: la voz masculina en off que ejerce de narradora destaca a Dora Vivacqua como representante del naturismo, del abandono del artificio y de la vuelta a un estilo de vida sencillo y saludable –recordemos que era vegetariana y no consumía alcohol–, haciéndonos ver que los seres humanos se han olvidado de la naturaleza (para ilustrarlo aparecen costureras y mecanógrafos quejándose de dolores lumbares a causa del sedentarismo).
Y poco más podíamos encontrar por ahí sobre ella hasta que el escritor Javier Montes, muy vinculado a la cultura e historia brasileñas, tuvo la gran idea de emprender él mismo la búsqueda de esta mujer insólita por la tierra donde nació. El resultado es el libro que acaba de publicar, titulado Luz del Fuego (Anagrama). Por suerte, no estamos ante una biografía al uso que recorre la trayectoria vital de Dora Vivacqua de forma cronológica, sino ante una «mezcla de vagabundeo y pesquisa, que tiene casi más de deriva que de travesía», en palabras de su autor; todo ello para descubrir –y descubrirnos– a Luz del Fuego. Al mismo tiempo, el texto funciona como retrato a todo color de ese Río de Janeiro de los años 50 en el que vivió esta visionaria, ambiente que imaginamos –con razón– fastuoso y excesivo.
Luz del Fuego murió asesinada nada más cumplir cincuenta años. Javier Montes nos lo revela casi al principio de su libro, y es un acierto que no espere a las últimas páginas para darnos a conocer el trágico dato: «A Luz del Fuego la destriparon antes de arrojar su cadáver a la bahía de Guanabara: para que no flotara cuando se hincharan sus vísceras bajo el agua. Y yo destripo ahora el final justo con la intención contrario, antes de que se vuelva demasiado pesado y lastre el relato». Contar con esta información ya desde el principio del texto nos sirve para valorar aún más el talante y la valentía de la artista brasileña y para centrar nuestro interés en otros muchos aspectos de su rica trayectoria, por ejemplo en su convivencia diaria con enormes serpientes, pues las interpretaciones acerca de las razones de su asesinato son diversas y poco esclarecedoras: no se sabe si fue debido a un robo perpetrado por dos pescadores o si fue toda una sociedad pacata la que no pudo soportar que siguiera viva.
Es inútil que yo trate de resumir aquí la fascinante escena con la que da comienzo el libro, en la que aparece Luz del Fuego en pleno carnaval de Río de Janeiro haciendo su entrada triunfal en el baile de gala al que jamás ha sido invitada y al que nunca logra entrar por insistir en presentarse disfrazada de Eva en el Paraíso: es decir, sin ropa alguna. Esta vez sí le permiten acceder, pues va vestida de novia. Pero hasta aquí puedo escribir para no aguar la fiesta que supone la lectura de esos primeros párrafos.
Luz del fuego ha vuelto a cobrar vida en un momento de la historia en el que necesitamos más que nunca guiarnos por las ideas y valores que marcaron su existencia. Como destaca con acierto Javier Montes, la importancia de alguien como ella «está precisamente en su forma radical de nadar a contracorriente: contra convenciones y prejuicios y normas, desde luego. Pero más aún contra la propia urdimbre de dolor en que a primera vista parece consistir nuestro mundo.»
Si buscamos la banda sonora idónea para acompañar este homenaje literario a su persona, renacida ahora de este lado del Atlántico, podemos hacer sonar la canción que le dedicó la rockera Rita Lee, otra brasileña de rompe y rasga.
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