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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La falacia del «compra menos, compra mejor»: por qué el problema de la sostenibilidad no es culpa del consumidor

Desde que el consumo consciente ocupa el centro del debate en la moda, se ha puesto el foco en los compradores como causa y consecuencia de casi todos los problemas. Pero este discurso que insta a ser consumidores éticamente intachables encierra un buen puñado de prejuicios y varias ideas peligrosas.

Un grupo de activistas de Extinction Rebellion protestan por las condiciones de los trabajadores de la industria textil.
Un grupo de activistas de Extinction Rebellion protestan por las condiciones de los trabajadores de la industria textil.Getty (NurPhoto via Getty Images)

Elizabeth Cline, periodista experta en moda, se pasó más de una década clamando en favor de un consumo ético y responsable. Escribió varios libros y decenas de artículos hablando sobre las bondades de la compra de productos orgánicos, el coste de la moda barata y el peligro de tener un armario lleno de prendas. Hasta que, en pleno confinamiento, decidió dejar de ser una ciudadana ecológicamente intachable. Lo explicaba en un artículo viral titulado El ocaso del consumidor ético: «Un buen día, me compré dos pijamas de GAP por cuarenta dólares, pedí material de oficina a Amazon y volví a usar vasos de un solo uso». Cline se dio cuenta de que sus decisiones de compra no eran la solución, es más, eran parte del conflicto. «El consumidor ético cree que somos nosotros los que causamos el problema dándole al mercado pistas de que necesitamos productos poco sostenibles, como si la crisis climática, la desigualdad provocada por el racismo o la mano de obra explotada fueran el resultado de no comprar en las tiendas correctas. Qué conveniente es esta idea para las compañías que aparecen en las listas de Fortune y que son las que realmente causan estos problemas».

La pandemia ha convertido en central la cuestión de la sostenibilidad, esa palabra que ocupa el discurso de marcas, medios y consumidores hasta, en ocasiones, convertirse en un término comodín (presente en todos los debates sin especificar, en demasiadas ocasiones, en qué consiste); somos más conscientes que nunca de los peligros que acarrea malgastar, no reciclar o consumir por encima de nuestras posibilidades, pero, como explica Cline, el problema real es otro, y mucho más complejo:

No, los individuos no somos los únicos responsables de la destrucción del planeta, pese a que hoy buena parte del discurso encuentre la solución al desastre en el mantra de consumamos menos y consumamos mejor. Es más, la ecoculpa, como llaman algunos sociólogos a este fenómeno que genera ansiedad en el individuo por no ser el consumidor éticamente perfecto, es un concepto tan perverso como el sistema de creencias que lo ha acuñado. No, la culpa no es solo del que compra fast fashion o del que se carga de bolsas en las rebajas, es de las compañías que han refrendado un discurso de consumo voraz, de las empresas que explotan a sus trabajadores para que eso suceda y, en última instancia, de un sistema que legitima dichas prácticas ocultando su responsabilidad en acusaciones a un individuo al que, prácticamente, le obligan a comprar mucho y comprar peor.

Existe la creencia, no siempre cierta, de que comprar mejor es comprar más caro. Y de que lo más caro es necesariamente más longevo. Ambas premisas se cumplen en muchas ocasiones, pero no siempre. Ni todo lo que viene de una firma exclusiva está producido de forma ética (el precio, a veces, tiene más que ver con el intangible de la marca misma) ni todos los básicos de estética minimalista son por definición prendas a las que se da un uso constante y justificado. Por otro lado, hay una verdad incontestable: si una camiseta cuesta tres, cinco o diez euros, es porque algo no funciona como debería en su fabricación. Entre ambos extremos, está el cliente al que se le culpa de comprarla, sin tener en cuenta su poder adquisitivo. «Antes, cuando hacía una compra responsable, me sentía orgulloso, pero luego me di cuenta de que no puedo estar orgulloso de participar en un sistema donde mi capacidad para tomar decisiones éticas depende más de mi cuenta bancaria que de mi personalidad», escribía hace un año el filósofo Matt Beard en una tribuna en The Guardian. Y añadía. «Cuando los productos más baratos, accesibles para todos, se puedan comprar con la conciencia tranquila, volveré a sentirme orgulloso».

Porque, siguiendo esta lógica, instar a comprar mejor como solución a los problemas es, en consecuencia, admitir que muchas grandes empresas textiles contaminan o tienen condiciones laborales siniestras porque el consumidor lo demanda. Antes de incidir en la culpa al consumidor conviene no olvidar que al cliente se le ha educado para rendirle culto a la novedad constante y al tirar antes de reparar. También debemos analizar que consumir muy pocas prendas longevas de calidad no es una idea realista para muchos bolsillos. ¿Cuánta gente, que puede pagar sin dificultad quinientos euros por un jersey, tiene solo tres jerseys? ¿Cuántas personas se pueden gastar un salario medio en un abrigo de paño? Instamos a tener un pequeño puñado de prendas cuidadosamente escogidas, pero criticamos a quien siempre lleva la misma ropa porque, en definitiva, todos hemos sido educados en el mismo modelo de consumo, la diferencia es que algunos privilegiados pueden abstraerse de él y verlo (y rechazarlo) con perspectiva.

En esta misma retórica que habla de armarios longevos y de calidad, de compras limpias y moralmente perfectas, también subyacen otras ideas peligrosas. Una de ellas es la desinformación, la creencia firme de que el individuo compra mal porque no sabe lo que está comprando. En parte es cierto, el problema es que, una vez más, él y solo él parece tener la responsabilidad de informarse. Y de hacerlo, además, en un entorno en el que la mayoría de las marcas no son claras sobre cómo, dónde y por quién están hechos sus productos. El llamado greenwashing (lavado de cara para parecer más ecológico) está a la orden del día, sobre todo tras la pandemia: mientras muchas marcas hablaban de tejidos reciclados o prendas cuya confección requieren menos agua, los trabajadores del sudeste asiático denunciaban que morían de hambre porque ciertos gigantes textiles habían cancelado sus pedidos. La campaña #payup, viral hace unos meses, dio buena cuenta de ello, destapando así una verdad incómoda: hablar de algodón orgánico, pero tener una cadena de suministro llena de sombras no es ser sostenible, es manipular la conversación.

Un estudio llevado a cabo el pasado verano por la consultora Mintel concluyó que un 44% de los consumidores creían padecer, pero no contribuir a las consecuencias del cambio climático. Pero hacerles abrir los ojos no es algo que dependa únicamente de ellos, sino de las instituciones, y también de las empresas cuyos productos consumen, las mismas que nos han educado a consumir como lo hacemos. Las mismas, también, que instan a comprar lo necesario pero que tienen, en general, un problema con la sobreproducción y el stock.

Pero en toda esta estructura que tiene al consumidor en el centro, con sus culpas, sus responsabilidades y su aparente poca empatía, quizá la idea más problemática sea, de hecho, la de tratar al individuo como mero consumidor. La ética convertida en poder adquisitivo y opción de compra; los derechos y deberes transformados en hábitos de consumo. Sobre esa idea que hace del ciudadano un sinónimo de comprador es relativamente sencillo levantar todo ese discurso que lo sitúa como causa y consecuencia del desastre. No, no se trata solo de comprar menos y comprar mejor: se trata de mirar a los verdaderos culpables y de regular, instituciones mediante, ciertas dinámicas. De educar en otro modelo de consumo sin esperar que el cambio llegue del final de la cadena. De subir salarios, hacer auditorías y legislar la sobreproducción. Lo demás es solo poner un parche en la herida.

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