El consuelo de ponerme su ropa
Si en la vida encuentras un alma gemela que disfrute como tú perdiendo una tarde entera de tienda en tienda, mirando, curioseando, descubriendo chollos (tenía un ojo increíble para eso), estás muy cerca de la felicidad.
Ir de compras era uno de nuestros mejores y más gratos pasatiempos. Pero ir de compras no era ir a comprar. Era mucho más, era la risa, la confidencia, la alegría durante el paseo, la chanza en los probadores, aunque volviéramos a casa de vacío. Si en la vida encuentras un alma gemela que disfrute como tú perdiendo una tarde entera de tienda en tienda, mirando, curioseando, descubriendo chollos (tenía un ojo increíble para eso), estás muy cerca de la felicidad:
-Madre mía, te queda fatal… nos decíamos sin remilgos
– ¿Me hace gorda, ¿no?, nos preguntábamos
-Es carísimo. Cómpratelo tú y luego me lo dejas y como se te olvidará que lo tengo, me lo quedaré
-Eva, tienes uno igual a ese, el azul, decía yo
– ¿Qué dices? No tiene nada que ver, respondía ella con cierto desdén, me lo voy a comprar.
Eva era mi amiga, mi hermana elegida, mi chica especial, mi anclaje en el mundo. El sosiego, la alegría. Eva, (nos hicimos amigas siendo dos crías de 10 años) era una artista. Diseñadora y esteta. Era hermosa y todo lo que tocaba lo convertía en algo más hermoso aún. Y yo, siempre torpe, sin imaginación alguna para las manualidades, para la creación artística, me dejaba arrastrar feliz por su sabiduría. Mi amiga de la infancia, mi confidente de la adolescencia, mi cómplice de joven, la novia de mi hermano después, la madre de mis sobrinos, la tía amorosa de mi hija Carlota y dentro de todos esos años, mi amiga del alma a todas horas se marchó para siempre hace siete meses y nueve días.
Entre las muchas cosas que compartimos estaba el amor por la moda, por la ropa, por las cosas bonitas, por la estética. Si antes era una obsesa de todo esto, ahora más aún. Tengo que vivirlo por las dos, ahora que ya solo está dentro de mí, pero no a mi lado como antes.
Tras su muerte “he renunciado a la felicidad sostenida y ya persigo solo breves estallidos de alegría”, (El bar de las grandes esperanzas, J.R. Moehringer). Esos estallidos suceden cuando alguien me dice, “qué anillos tan bonitos” y yo me miro las manos y cuento de quién eran, que los hacia ella, que tengo una colección inmensa, que nunca salgo de casa sin uno o dos en los dedos… Tras la alegría, llega la rabia, la nostalgia que me vuelve loca y la profundísima melancolía. De pronto, en un capitulo de la serie Modern Love, sentimental y bonita, cuya primera temporada le recomendé y le encantó, uno de los personajes, que está de duelo como yo, cuenta que el amor que le teníamos en el momento que se marchó, a la persona que se marchó no se acaba nunca. Acaba el dolor por la pérdida, amaina la tristeza, pero el amor permanece intacto. Y piensas, eso es.
Apenas una semana después de que le diagnosticaran el primer cáncer, diez años atrás, nos fuimos de compras. Días después iban a hacerle un TAC que tenía que precisar más su estado. Se probó un vestido que le quedaba genial y yo la animé a comprarlo. A lo que ella, con lo que en ese momento era un claro humor negro me respondió a través de la cortina del probador:
-Mejor espero al resultado del TAC, no vaya a ser que me muera y heredes tú el vestido.
Yo me reí y ella también. Recuerdo mucho aquella tarde, ahora que mis altillos, mis armarios, mi zapatero, partes enteras de mi casa están llenos de su ropa, de sus zapatos, de sus cosas mágicas y bonitas, que no puedo dar, porque pienso que, a ella, que lo guardaba todo, no le habría gustado. Atesoraba tantos cachivaches, tantos recuerdos, tiraba tan poco y era tan cuidadosa con la ropa que he descubierto en las cajas de enseres que tuvimos que embalar tras su muerte mis sobrinos, mi hermano y yo, camisetas y vestidos de cuando debíamos tener 20 años. Nos comprábamos mucha ropa igual, a veces incluso sin saberlo y nos regalábamos muchísima también.
-No te pongas el abrigo blanco de pelo que lo llevo yo, me decía por whatsApp, antes de nuestra cita.
Nos había pasado tantas veces lo de llegar y llevar el mismo conjunto, que resultaba natural esa advertencia. La ropa, los zapatos, los pañuelos, los bolsos, los anillos fueron siempre uno de nuestros hilos conductores. Dicho así parece una frivolidad, pero de eso nada. Escribo esto, pese a la pena que me da recordar, en parte para explicar eso, que la ropa que su ropa, hace posible que no se haya ido…
Descubrimos pronto que ambas teníamos el mismo esmero por la imagen, por ir conjuntadas, que ambas éramos contrarias al desaliño, a la arbitrariedad a la hora de vestir, y desde entonces, todo lo que contenían nuestros armarios, nuestros cajones, era material sensible, jugoso.
Ahora ya no está. Se marchó el 10 de abril. Borges decía “nuestras cosas nunca sabrán que nos hemos ido”. Pero yo sí lo sé. Yo sé que no está cuando me pongo un abrigo de rizo que ella tenía, muy calentito y de pronto me veo en un espejo y me echo a llorar. Nos dejábamos cosas a menudo. Ayer me puse un conjunto divino que era suyo (me pongo su ropa y me abraza con ella. Siento que puedo ir a cualquier sitio, me da valor y serenidad) y al llegar al hotel y dejarlo tirado, sentí que me advertía como tantas veces:
-Cuélgalo, no la dejes tirada en la silla
-Siiiii
-Y no la pongas en la secadora
– ¿Algo más?
-Si, devuélvemela, que nunca me la devuelves
– ¿Qué dices?, te la devuelvo siempre!
-Qué va, seguro que tienes cosas mías
– ¿Qué cosas, dime?
-…cosas, ahora no me acuerdo
Desde abril todo ha sido un no parar de primeras veces sin ella. De entrar en una tienda y no poderle mandar una foto para que me dijera si me lo compraba o no. O las fotos de un sarao para que escogiera la mejor y colgarla en Instagram:
-La segunda, que en la primera pareces bizca y sales gorda
De no poderle enseñar el bolso chollo que me había comprado en un viaje, de no poderle contar lo jodida que estaba para pasar de inmediato a la frivolidad más absoluta, en plan:
– ¿Te comprarías esta jarra de agua? (WhatsApp con foto) está de liquidación en Habitat
-Parece un florero
-Pues es una jarra
– ¿Cómo lo sabes?
-Porque lo pone
-… ¿Cuánto vale?
-Está rebajada a 23 euros
-Carísima me parece
-Joder, no me digas eso…
Y así podía llegar el momento del cierre de la tienda. Aquel día me compré la jarra que ahora me despierta una sonrisa cada vez que el uso de florero.
Los primeros meses no fui capaz de entrar en ninguna tienda. Huía de ellas, eran un territorio hostil. La primera vez que lo hice me vine abajo: miré un vestido que me encantó y al ver que no podía enviarle la foto para que me preguntara cuánto costaba, si había de otro color, si se lo regalaba, si se podía cambiar, y seguir con esa larga conversación de besugos, cruzada con cosas que nada tenían que ver, me eché a llorar. Benditas gafas de sol que me han salvado estos meses de llantinas callejeras. Por cierto, gafas de sol, otro recuerdo: la última tarde que nos vimos (apenas un mes después tuvo que confinarse de manera especial, luego empeoró y no pude ir a verla hasta el final), poco antes de mi cumpleaños, en noviembre pasado, nos intercambiamos las gafas un rato. La había llevado tiempo atrás a Asun Oliver, mi óptica favorita del mundo mundial, en Valencia y de allí eran los pares que llevábamos ese día.
-Me quedan mejor a mi, regálamelas, dijo ella, mientras posábamos para la foto que le pedimos al camarero que nos hiciera. Fue nuestra última foto juntas, yo la tengo como fondo de pantalla y el vestido verde que llevaba ese día no he podido volver a ponérmelo.
Pocos días después de saber que le quedaba poco (recuerdo bien ese momento, el peor de mi vida, mi hermano diciéndomelo en un banquito debajo de casa, para que ella no nos escuchara, esa frase letal, ese desconcierto, esa rabia) la revista literaria El Ciervo me encargó un texto: ¿qué es para ti el fin del mundo?
Escribí que el fin del mundo era ese vacío, la rabia por su marcha, por no poder seguir juntas hasta el final. El fin del mundo era hacerme mayor sin ella, sin su risa, sin sus puyas, sin las absurdas y jocosas discusiones. El fin del mundo era que Eva estuviera marchándose. Que, aunque la vida pareciera seguir su curso, era mentira. Que los otros carcajeaban y hacían gestiones pero que yo llevaba el fin del mundo dentro.
Esa tarde, al acabar de escribir, me puse su camisa naranja, la que llevó ella y que me regaló a regañadientes y con bromas, para afrontar eso, que el mundo seguía intacto para los demás, pero se desvanecía para los que la queríamos de veras…
Y eso se ha convertido en una norma. Pocas veces salgo de casa sin ponerme encima algo suyo, lo que sea. Por supuesto, sus anillos. Escribo esto con dos anillos morados, a juego con el vestido. Este verano, leyendo la novela Hamnet, de Maggie O’Farell, que habla sobre el duelo, (como buena parte de las novelas, de las ficciones audiovisuales que me interesan ahora mismo) me golpeó una frase:
“Con el Amén, el anillo pasa al dedo anular, por donde según le dijo él el otro día, mientras estaban escondidos en el huerto, pasa una vena que va directa al corazón”
Así pasa con todo. Ahora que ya no está es como si su ropa, sus cosas, tuvieran memoria. Esta noche su hija Paula usa sus zapatillas de ir por casa “y un polarcito de pijama, que me da mucha ternura llevarlo”. Y esta mañana, antes de salir de casa se ha puesto su colonia. Yo me meto en aquel vestido de lunares que teníamos igual y que yo no me había vuelto a poner, y lo luzco orgullosa. Y me enfrento a la vida diaria mejor con él encima.
Me pongo las sandalias negras de terciopelo que me regaló, tan baratas y que daban tanto el pego, (ese día glorioso en el que me las puse con un esmoquin de Armani que me prestaron. Qué orgullosa estaba de ese chollo. Las teníamos en cuatro colores distintas). O aquellas azules que nos compramos juntas, iguales. Y Eva está en los zapatos, porque cada par de zapatos tiene una historia. Esos peeptoes fucsia, caros pese a estar de rebajas, e incomodísimos, por cierto, los compramos una tarde tonta. Me convenció ella, cosa que siempre negó. De vez en cuando salía el asunto a relucir:
-No sé qué zapatos ponerme para la gala del viernes, le decía yo
-Ponte las peeptoes, me decía ella
-Son incomodísimos… No entiendo por qué nos las compramos, me los he puesto solo dos veces del daño que me hacen…
-Te empeñaste tú, decía con soltura
– ¿Qué dices?, pero si yo no quería…
-No poco, resumía con sorna
El caso es que aquí estoy, “toreando recuerdos que arden”, como canta C. Tangana, de buena mañana, mirando la ropa eterna y bonita, la que llevó en los días luminosas, en los veranos largos, la que se puso para el último cumpleaños, para la fiesta en la playa, para venir conmigo a la entrega de premios. Todos esos conjuntos están en las fotos desde las que nos sigue sonriendo. Meses después de su muerte fui a imprimir algunas, quería tenerlas en papel, en marcos de fotos repartidos por la casa. Cuando el chico me las mostró en la pantalla para que escogiera, me eché a llorar allí delante de él. Me pasa tan a menudo que ya no me inmuto. Me sequé las lágrimas, pensé en ella diciéndome, “lloras porque yo salgo mejor que tú”, y me rio.
Miro aquellos zapatos negros de plataforma que me compré animada por ella y con los que apenas puedo dar tres pasos sin temor a romperme la tibia, pero que siempre son un triunfo. Rebusco entre sus pañuelos, esas decenas de pañuelos que atesoró durante los periodos de quimio, cuando sus rizos hermosos desaparecían. Tenía uno distinto para cada ocasión. Encuentro el que me lleva a una historia feliz de una tarde feliz vagabundeando por la ciudad, contándonos confidencias, riñéndonos, soportándonos…
Leí más novelas sobre el duelo durante la primavera tristísima. Rewind por ejemplo, de Juan Tallón, que me lanzó este párrafo: El ser humano añora solo la belleza de las personas a quienes quiere, los sitios en los que fue feliz, los amigos que le hicieron la vida más fácil, los objetos que lo consuelan. Y vi Mare of Eastown, vi a esa conmovedora y doliente Kate Winslet, que interpreta a una madre que ha perdido a su hijo.
Pienso a veces que me bastaría con un solo abrazo, con un abrazo largo, el último, aunque fuera. Sobraría con que alguien me dijera, venga, te dejo que la abraces por última vez, que la escuches reír, te dejo que te diga qué te tienes que poner para la fiesta, para el estreno, para la tele, para la presentación, para el sarao al que no quieres ir pero al que tienes que ir, porque estás triste, porque no quieres ver como el mundo sigue igual que cuando ella estaba, antes de ese puto 10 de abril. Y te levantas y te pones el pañuelo, el de lunares verdes, y te lo anudas al cuello y buscas en Spotify ese clásico de la canción francesa, Complainte de la butte, cantada por Rufus Wainwright y lloras a mares sentada en la cama repasando con la mirada las cajas con sus cosas, el armarito azul precioso que cogió de la calle y restauró con mimo, y que ahora descansa en tu cuarto, con recuerdos de ella dentro.
Y vuelves a escuchar lo que te decía cuando te ponías melodramática.
-Qué exagerada eres…
Pero no soy exagerada. Soy como el personaje de la novela Hamnet, que me leí en pleno duelo, en esta tristísima primavera:
Todavía creo que un día me despertaré y estará ahí otra vez, a mi lado, pasará algo, una arruga, un pliegue en el tiempo, y volveremos a estar donde estábamos cuando ella vivía y respiraba.
Mientras eso sucede, me pongo su abrigo y lo aprieto fuerte y siento que me lleva y que tengo su legado: su ropa y su alegría.
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