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Orgullo
Tribuna
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Tacones, condones y el fin de las prisiones: sobre el cartel del Orgullo

“Afortunadamente tenemos historia y memoria colectiva suficientes para construir orgullos alternativos”

Los carteles de este año del Orgullo oficial de Madrid.
Los carteles de este año del Orgullo oficial de Madrid.Eduardo Parra/Europa Press/Getty Images

El cartel del Orgullo oficial de Madrid de este año es feo con avaricia, eso no lo pone en duda ni el estudio de diseño que haya detrás de semejante esperpento. Y, además de feo, como lleva pasando ya unos años, está completamente vacío de reivindicaciones políticas. Pero, por algún motivo, que aparezcan preservativos y condones nos ha resultado más ofensivo que cuando, el año pasado, aparecían abanicos y claveles en un cartel igualmente despolitizado; o cuando hace un par de años recurrieron a formas geométricas que nada tenían que ver con iniciar un altercado contra la represión policial a las personas LGBTI+ —que es lo que se conmemora cada 28 de junio—. ¿Cuál es la diferencia, entonces?

La diferencia radica en que, mientras claveles y abanicos remiten al folklore estereotipado como madrileño —una identidad respetable, deseable, celebrable— tacones y condones remiten a estereotipos de feminidad y promiscuidad —actitudes estigmatizadas, indeseables, escondibles—. Pero ¿no es acaso lo peor de nosotras, aquello que siempre nos dijeron que debíamos ocultar, borrar de nuestras biografías, lo que nos hace precisamente queer? Si bien entiendo una primera reacción de rechazo a estos elementos, puesto que es indudable que la administración del PP ha dado el visto bueno desde una mirada estigmatizante y lgbtifóbica, hemos de tener cuidado también con el arma de doble filo que suponen los discursos estigmatofóbicos: aquellos relatos que pretenden distanciarnos de colectivos o actitudes estigmatizados en lugar de mostrar solidaridad con ellos, en lugar de entender que son por quienes luchamos cada 28-J y no nuestros enemigos.

Los condones, más allá de la promiscuidad —que tan solo puede ser condenable desde una moral nacional-católica— reflejan también la historia de un colectivo que ha tenido que luchar contra la epidemia del VIH-sida cuando las instituciones nos daban la espalda. Cada preservativo gratis, cada campaña por una sexualidad responsable, cada diagnóstico y acompañamiento desde la sanidad pública a las ITS se ha luchado en nuestras calles y es una victoria colectiva de la que estar orgullosas. Los tacones, más allá de la feminidad —que tan solo puede ser condenable desde una moral machista— reflejan también la historia de un colectivo que ha tenido que luchar contra la violencia por expresarse de forma distinta al género asignado, que ha enfrentado penas de prisión por tener demasiada pluma o vestirse con prendas “no acordes” a sus genitales, y son también uno de los símbolos con los que se identifica la lucha de las trabajadoras sexuales, compañeras de colectivo que no dudaron en poner el cuerpo al frente de la primera manifestación LGBTI+ en 1977 en las Ramblas de Barcelona. Una manifestación que no solo no pedía matrimonio y respetabilidad, sino que demandaba la abolición de la familia, el trabajo y la policía como herramientas de coerción de las personas queer.

Condenar tajantemente la promiscuidad o la feminidad, a parte de reflejar un pánico moral a ser percibidas como promiscuas o femeninas —lo que llamamos endohomofobia— allana el camino para que esas mismas instituciones de derecha y extrema derecha que enfrentamos puedan censurar a nuestras compañeras de colectivo que se muestran excesivamente sexuales o excesivamente femeninas. Es dar munición al enemigo. Frente a esta reacción, deberíamos centrar el tiro en la despolitización del cartel. Algo que, como decía, no ha empezado en 2024, sino que viene sucediendo desde hace décadas tanto en Madrid como en otras grandes capitales, cosa que ya denunció en su momento Shangay Lily parafraseando a de Beauvoir: “Gay no se nace, gay se compra”. El MADO, el Orgullo ‘oficial’, no es sino una unión de empresarios de la noche promocionados por empresas abiertamente lgtbifóbicas que acumulan capital económico y capital social a nuestra costa. Un enorme botellón rodeado de policía, que en apenas cuatro décadas ha pasado de dispararnos en las Ramblas a juzgar si somos suficientemente homonormativas, blancas y ricas para acceder a nuestra propia manifestación-fiesta.

Pero estamos de enhorabuena: no hace falta acudir al MADO. Ni al Pride. Ni a ningún otro de las decenas de Orgullos comerciales que se organizan cada año en Europa procurando no solaparse para maximizar los beneficios empresariales. Porque sobran alternativas politizadas y transformadoras: orgullos críticos en Madrid y Barcelona, que este año han decidido priorizar la lucha contra el genocidio en Palestina y el pinkwashing que ejerce Israel. Orgullos por toda la península donde se denuncian la falta de servicios en el territorio vaciado, políticas que dignifiquen la vejez queer, que centran la atención en siglas menos visibles como las personas no binarias o asexuales, que ponen en valor a las locas y tullidas, que exigen vivienda pública o demandan la abolición de la Ley de extranjería.

En València ya nos han dado ejemplo este año: frente a un Gobierno de PP y Vox abiertamente lgtbifóbico que se niega a colgar la bandera en el balcón y que ha vaciado de contenido el Orgullo municipal, las asociaciones y activistas municipales han llamado a boicotear esta fecha. No solo se pueden boicotear también el MADO y el Pride, sino que se debe. Y afortunadamente tenemos historia y memoria colectiva suficientes para construir orgullos alternativos. Recuperemos el espíritu crítico de la primera manifestación del orgullo en España, la que se celebró en Las Ramblas de Barcelona en 1977: una fiesta y un altercado que, lejos de proponer homonormatividad y respetabilidad, propuso tacones, condones y el fin de las prisiones.

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