Tutoriales de maquillaje mientras se narran crímenes horribles: la obsesión por el ‘true crime’ plantea dudas éticas
El ‘true crime’ se renueva con subgéneros que presentan nuevas dudas éticas. Tanto las creadoras como las consumidoras suelen ser mujeres. También las víctimas que los protagonizan.
Nicole se sienta frente a su micrófono especial para ASMR, suave como un peluche, lo acaricia con las puntas de sus dedos para producir un máximo de vibraciones, abre la boca para empezar a susurrar, con un bisbiseo casi inaudible y arranca su historia: “Este caso del que nunca habréis oído hablar es LOCO…”. A continuación, y durante los siguientes 31 minutos y 25 segundos, Nicole, que no divulga su apellido, se dedica a narrar, con todo tipo de sangrientos detalles el homicidio y posterior desmembramiento de Susan Leyden, una mujer de Brooklyn de 68 años. La cabeza de Leyden se encontró en el apartamento de su supuesta asesina, Marcellin Harvey, y su torso en un carrito de la compra en la calle. Más tarde, se encontró metraje en vídeo de la asesina en serie, que tiene 83 años y se mueve en una silla de ruedas motorizada, cargando con la pierna de Susan Leyden envuelta en papel film por un centro comercial.
Mientras explica todo eso, intercalado con imágenes y vídeos como el de la pierna, Nicole mantiene su ronroneo delicado, tipo arrullo, como ocurre siempre en el ASMR, que tiene como objetivo generar un cosquilleo placentero y relajante. Esta youtuber, que tiene un canal propio con 11.800 suscriptores, forma parte de los practicantes de un subgénero en auge, el de los vídeos que utilizan las historias macabras como material para crear entretenimiento, una evolución del género true crime que incluye también tutoriales de maquillaje en los que alguien va haciéndose el contouring mientras explica crímenes sangrientos. Danielle Kirsty, una británica que compagina su canal de YouTube con un podcast de la misma temática llamado The Criminal Make Up, es un buen ejemplo. Todos sus vídeos, que rozan los 50 mimutos de duración, empiezan cono ella con la cara lavada y unas horquillas despejándole la frente. En la intro, adelanta qué caso va a describir. Por ejemplo, el de Timothy Jones Jr., un hombre de Carolina del Sur que en 2014 mató a sus cinco hijos de entre uno y ocho años y los metió en bolsas de basura. “Timothy no era un hombre agradable”, avisa Kirsty. A la YouTuber le gusta empezar las historias desde el principio. Por ejemplo, en el caso de Jones Jr., cuenta los antecedentes familiares. “Roberta, la abuela de Timothy, se quedó embarazada a los 12 años porque su padrastro la violaba repetidamente”, dice, mientras se aplica con delicadeza una sombra de ojos de un naranja muy vistoso. “Timothy casi estampó su coche contra un camión de 18 ruedas cuando iba con su mujer y sus cinco hijos”, cuenta, a la vez que se hace un eyeliner morado. Para cuando llega a “el 30 de junio de 2019, Timothy Jones Jr. fue condenado a la pena de muerte”, Danielle Kirsty ya lleva en la cara todo un maquillaje muy elaborado que incluye pestañas postizas, un colorete de tono melocotón y un labial cremoso y brillante.
Entonces, se despide con las fotos de los cinco niños asesinados y recordando a sus seguidores que pueden encontrarla también en el podcast y que ahí hay un nuevo episodio de pago. Se tomará una semana libre, pero volverá en 15 días porque tiene, dice, una lista de casos interminable. Ese vídeo en concreto lleva cerca de medio millón de visualizaciones.
Junto al ASMR de crímenes y los tutoriales de maquillaje con historias sangrientas, existe un tercer subgénero que creció exponencialmente durante la pandemia, el Mukbang de True Crime. Los vídeos Mukbang, que se originaron hace años en Corea, consisten en alguien que se graba mientras come un plato gigante de comida, generalmente comida rápida o muy grasienta, y va hablando a la cámara e interactuando. Aunque siempre es difícil escribir la historia de Internet, lo más probable es que la inventora de ese subtipo tan particular, el Mukbang de sucesos, sea Stephanie Soo, una mukganger coreanoamericana que vive en Atlanta. Soo ya llevaba tiempo grabándose mientras engullía, por ejemplo, 10 paquetes de fideos instantáneos picantes en un bol gigante. Pero en enero de 2019 probó un contenido con un giro de guion: se grabaría mientras tragaba las “últimas comidas” que algunos condenados a muerte habían escogido. Por ejemplo, Ted Bundy, el violador y asesino en serie de al menos 30 mujeres durante los años 70. Mientras lo hacía, contaba la historia de esos asesinatos y violaciones. “¿Te sientes raro?”, le pregunta en un momento a su novio, fuera de cámara, un personaje habitual en sus vídeos que sus seguidores conocen como el “stephiance” (el prometido de Stephanie). Él contesta que no especialmente. El vídeo funcionó especialmente bien. “La gente respondió. Fue fascinante”, explicó Soo en una entrevista con la NPR, la radio pública estadounidense.
Eso les ha ocurrido a muchas generadoras de este tipo de contenido que son, casi en su totalidad, mujeres jóvenes. La estadounidense Bailey Sarian mantuvo durante cinco años un canal de belleza con una recepción sólida pero discreta. Entonces, un día de 2019 se le ocurrió juntar sus dos pasiones: el maquillaje y los crímenes. Hizo un vídeo en el que diseccionaba el caso de la familia Watts, un suceso que tuvo lugar en Colorado en 2018 en el que el padre de familia, Chris Watts, de 38 años, estranguló y asesinó a su mujer, embarazada de 15 semanas, y a sus dos hijas de cuatro y tres años, Bella y Celeste. Resultó que Sarian había encontrado un filón. Si su vídeo más visto hasta entonces había conseguido 9000 visualizaciones en las primeras 24 horas, según explica este artículo de Mashable, el de la familia Watts llegó fácilmente a las 11.000 y mostró a partir de ahí una progresión espectacular.
Simon Hobbs y Megan Hoffman, dos investigadores británicos que estudian la intersección entre la representación de género y el true crime (ambos son autores de un capítulo en un libro colectivo que se titula Mantente sexy y que no te asesinen: representaciones de la víctima en el true crime posterior al #MeToo) y quedaron fascinados por estos tres fenómenos, a los que dedicaron un trabajo académico que se publicó en la revista Crime Fiction Studies. Lo que señalan allí es que todas estas productoras de contenido online utilizan los sucesos sangrientos como un diferenciador en un mercado saturado –tiene lógica que un vídeo de maquillaje + asesinatos morbosos se vea más que uno solo de maquillaje, si ambas cosas son contenidos populares–, lo cual tiene consecuencias éticas. Además, con pulcritud académica, apuntan a la “contradicción” porque por un lado el fenómeno “empodera” a las mujeres creadoras de contenido dentro del true crime y, por el otro, replica y multiplica la idea de explotar a las víctimas, casi siempre mujeres y niños, como material de entretenimiento.
“Creemos que la única manera de producir contenido de sucesos de manera ética es obteniendo el consentimiento de la familia e involucrándolos en el proceso de stroytelling. Estos géneros híbridos de YouTube hacen un intento de mostrar sensibilidad hacia las víctimas de varias maneas, por ejemplo, cuidando su vocabulario, omitiendo detalles gráficos forenses y pidiendo a la audiencia un discurso respetuoso, pero estos vídeos está pensados como entretenimiento. Y como tales no se preocupan de señalar aspectos sociales y culturales que se han pasado por alto en la cobertura de casos conocidos”, señalan ambos. Un ejemplo muy claro de eso es el vídeo ASMR del desmembramiento de Susan Leyden. La presunta asesina, acusada de muchos otras muertes, es una mujer trans y la prensa local de Nueva York, los tabloides sensacionalistas como el New York Post, hicieron una cobertura sensacionalista sobre este aspecto. “En lugar de eso –prosiguen Hobbs y Hoffman por correo electrónico– estos vídeos son parte de la cultura influencer que inventiva a los creadores de contenido para que se construyan marcas diferenciadas. De ahí combinar los crímenes con el Mukbang, el ASMR o los vídeos Get Ready With Me, en los que una persona se arregla para salir de casa mientras habla a la cámara. Dada la naturaleza del contenido de YouTube, en el que la velocidad de la producción y la necesidad de generar muchos vídeos en poco tiempo son clave, las posibilidades de que ese contenido sea ético son bajas”.
Estos subgéneros, que por lo general se mantienen confinados a sus nichos de público, se hicieron más visibles a la cultura generalista recientemente a partir de un hilo de Twitter que escribió una usuaria que utiliza en nombre @muffmuseum. Ella, que era ajena a este contenido, encontró por casualidad con dos vídeos de ASMR que narraban la muerte de su tía, Shelley Jones. “Querida comunidad true crime, mi tía no es tu ASMR”, empezaba el hilo. A continuación explicaba que su tía desapareció hace once años y que le horroriza que alguien sienta “cosquilleo” oyendo hablar del posible asesinato de Jones. A la usuaria le molestaba especialmente el debate que se creaba en la sección de comentarios –un objetivo primordial del true crime es generar una comunidad de fanáticos de casos concretos que los analizan y los discuten–, sopesando los motivos del presunto asesino y añadiendo hipótesis sobre su abuela y su prima, una niña hija de la víctima. “¿Qué os hace pensar que está bien arrastrar a una niña a tu fantasía de mundo true crime?”, se pregunta, a la vez que pide a los creadores de este tipo de vídeo que dejen de hacerlos y piensen en las personas que las víctimas dejan detrás.
A raíz del hilo, muchos usuarios de Twitter se mostraron escandalizados por la existencia de este tipo de vídeos. Cabe preguntarse, sin embargo, si hay tanta diferencia entre ese contenido semi-amateur y los centenares de documentales que abarrotan los menús de Netflix y HBO en torno a casos sin resolver y víctimas especialmente atractivas, ya sea por jóvenes, guapas, ricas o las tres cosas a la vez. “En YouTube no existe regulación y eso puede generar productos problemáticos y explotadores”, admiten Hoffmann y Hobbs. “Sin embargo, YouTube también da espacio a voces marginales que pueden construir comunidades de manera que no es posible en las plataformas. Y, bajo el barniz de profesionalismo de Netflix, que da la impresión de proveer de documentales serios y de calidad, lo que subyace es tan peligroso como el material que se sube a YouTube. Para empezar, por que el alcance de Netflix es mucho mayor y porque a menudo mezclan ficción y no ficción de una manera que confunde al espectador. Netflix tiene un estilo particular que siempre se enfoca en imágenes de degradación y destrucción del cuerpo, intertítulos llamativos y música pop que hace que estas narrativas queden enmarcadas como algo muy excitante”.
En lugar de ese estilo bombástico, los YouTubers de géneros híbridos, dicen, tratan los crímenes como cotilleo, lo cual conlleva otra serie de problemas. Pero, según los estudiosos, les hace parecer cercanos. “Se relacionan con su audiencia creando sentimiento de intimidad, cuidado y sentido de la comunidad a través del fandom de los crímenes”, aseguran. Tanto las creadoras de este tipo de contenido como su audiencia son, en su inmensa mayoría, mujeres jóvenes, lo que entronca con el estereotipo, cada vez más establecido de la chica básica que llega a casa, se pone un copazo hasta los topes de vino blanco y un documental sobre un crimen sin resolver. Saturday Night Live exploró ese cliché la temporada pasada en un sketch musical que incluía letras como: “asesinaron a dos hermanas en un crucero en las Bahamas / me voy a sentar a verlo mientras doblo mis pijamas”. La periodista Rachel Monroe analizó este fenómeno en el libro Savage Appetites: Four True Stories of Women, Crime and Obsession y concluyó que ya en los noventa el género empezó a atraer a un público femenino porque trataba de asuntos (la violencia contra las propias mujeres y los niños) que tradicionalmente se había considerado un asunto doméstico. Además, allí analizaba el llamado Síndrome de la Mujer Blanca Desaparecida, el hecho de que los medios dan prioridad a la violencia cometida contra mujeres atractivas de clase media y piel clara, idealmente madres o estudiantes universitarias. “Hay una preferencia por víctimas que se puedan marketinizar de una manera superficial como inocentes”, escribió. Los vídeos en los que una persona comenta un suceso mientras come, se maquilla o hace cosquillas a un micrófono suponen, sin duda, una innovación en un género tan antiguo como la vida misma, pero también se ocupan, en su gran mayoría, de esas víctimas perfectas, las que, nos dicen, no se lo merecían.
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