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Las bellas malditas de la moda

Las primeras it girls fueron musas nada convencionales. Modelos rebeldes y transgresoras que marcaron un nuevo estilo en la historia de la moda que anunciaba el culto a la belleza atípica.

Donyale Luna

Cuando el rostro gran ojo de pelícano de Donyale Luna asomó a la cubierta de la edición británica de Vogue de marzo de 1966, su leyenda ya contaba con alguna estrella luminosa en el firmamento convulso de los 60. Luna era la primera modelo de raza negra en protagonizar la portada de la revista. Su verdadero nombre era Peggy Ann Freeman y contaba con el padrinazgo del fotógrafo Richard Avedon –que grabaría su imagen en la galería visual de la historia de la moda como el rostro mutante y catalizador de las vanguardias del siglo XX: la belleza cubista, el ojo surrealista, la plasticidad de la imaginería pop–.

Luna Donyale capitaneaba una nueva ola de maniquís, abanderadas de la belleza heterodoxa, que dieron forma a los bellos monstruos de Rabanne y Courrèges. Haciendo honor a su apellido, Luna aterrizó en las páginas de las revistas de moda como un objeto no identificado. Los cánones asimétricos tomaban así el relevo a la belleza equilibrada de Jean Shrimpton. «Con los 60 llegó la diversidad. El estereotipado concepto de maniquí de alta costura dio paso a una imagen más plural; y, en esa nueva realidad, la industria fue testigo de la incorporación de mujeres de otras razas como Luna», señala el fotógrafo Manuel Outumuro. «En esos años convivían la modelo guapa oficial –como Teresa Gimpera– y la modelo rara –como Montse Riba–», explica. Para el fotógrafo Antoni Bernad, quien vivió de cerca ese cambio generacional, «en los 60 irrumpieron en la pasarela cuerpos y rostros revolucionarios que deslumbraron con la complicidad de los grandes fotógrafos». La moda es cambio «y esas modelos fueron un magnífico soporte para una pasarela que reflejaba esa revolución social».

Entre ellas estaban Twiggy, eterna adolescente de aspecto andrógino; Veruskha, exhumando energía sexual sobre los negativos y clichés fotográficos; Peggy Moffitt, prototipo anticonvencional vestida por el visionario Rudi Gernreich; Penelope Tree, efigie de superviviente postnuclear; y Nico, la chica de Chelsea que puso voz a The Velvet Underground y posó para Leopoldo Pomés y sus campañas televisivas. «Fue mi mujer la que la descubrió en la revista Jardins des Modes y después, por casualidad, nos encontramos con ella en Ibiza en nuestro viaje de bodas», recuerda Pomés. «La envolvía un halo mágico y enseguida la contratamos para las primeras campañas de Terry. Desgraciadamente, mostraba bastante indiferencia por todo este mundo y dejamos de trabajar con ella», explica. «De las pocas veces que la recuerdo entusiasmada por alguna cosa fue hablándome de la iconografía de la Semana Santa de Sevilla, que acababa de descubrir».

Con ellas, un aire libertario y de ruptura comenzó a soplar en las portadas (y el interior) de las revistas, que reivindicaban el mandato de la originalidad. Donyale Luna se encargó de aliñar su perfil exótico y forjó un ADN en el que se mezclan las razas negra, india, mexicana e irlandesa. Aunque en realidad su biografía es mucho menos exótica y pasa por una infancia en Detroit –ciudad que exportó grupos como The Supremes para el público blanco–, con escalas en Nueva York, Londres e incluso Hollywood –junto a Groucho Marx–.

El fotógrafo y realizador William Klein atrapó su magnetismo como deidad extraterrestre en la película Qui êtes-vous, Polly Maggoo? (1966), con la modelo enfundada en un amasijo de chatarra, tributo irónico a Rabanne. Fellini la imaginó como la maga Enotea con furor uterino en Fellini Satiricon (1969); y Salvador Dalí vio en ella la reencarnación de Nefertitis. Luna formaba parte de la nueva aristocracia europea, entre fotógrafos de acento cockney, músicos de rock, peluqueros de cortes geométricos y directores de cine de arte y ensayo. Elogiaba el LSD en las entrevistas y exhibía su perfil de personaje «sin corsés» entre las olas espumosas del swinging London.

Pero la industria no estaba preparada para sacar rendimiento del lado oscuro y la corte principesca del junkie chic acabó pagando sus adicciones con la marginación o parada final en el depósito de cadáveres exquisitos. En 1979 la modelo murió de sobredosis en Roma. Sus apariciones en algunos programas musicales de la cadena Rai como atrezo de fantasía son hoy el mejor documento gráfico de aquellos años.

Donyale Luna fue la imagen epifánica de futuros mitos. Con ella, el fotógrafo (convertido en creador) engendró otra criatura: la chica de portada (que más tarde se transformaría en it girl), imprescindible para entender la iconografía actual de las revistas de moda como vanguardia de consumo para el gran público. Su nombre encabezó una distinguida corte de modelos, cuya vida bascularía entre las páginas satinadas y la sección de sucesos. ¿Pasarela o alfombra crepuscular? ¿Destino o argumento trágico? La historia de otra musa, Edie

Sedgwick, habla de heroínas y mártires bellos con sello pop.
Sedgwick encarnaba la estrella pop de Warhol: la artista cuya obra era su propia vida. Una vida meteórica, abrasiva y autodestructiva, de drogas y sesiones de electroshock, que terminó con una sobredosis a los 28 años en 1971. Pero antes de morir, Edie dejó su testamento cinematográfico en la película Ciao Manhattan (1972), una obra a medio camino entre melodrama de Hollywood y documento vanguardista que cuenta la vida de una joven actriz que, después de años en la jungla neoyorquina, regresa a la casa de sus padres en California, donde pasa sus días entre la piscina y un cóctel de vodka y anfetaminas. Un biopic que ha acabado en la sección de obras de culto.

Si Edie Sedgwick fue la primera it girl, Anita Pallenberg acunó el estilo chic bohemio, gracias a las creaciones de Ossie Clark –que 40 años después vuelve a hacer furor entre las estilistas de moda–. Como Donyale Luna, la actriz y modelo Anita Pallenberg transitó por la década como musa rebelde, entre la moda y la cara más sofisticada de la cultura underground. Primero como pareja de Brian Jones y después, junto a Keith Richards, convertida en reina del trío sexo, drogas y rock and roll (que dejará su herencia a nombres como Karen Elson o Agyness Deyn). Sin duda, Anita Pallenberg buceó más allá del estereotipo de rubia perversa y alternó sus apariciones en la gran pantalla con su vida familiar con los Rolling Stones. «No son un grupo de moda, sino un estilo de vida», este fue el lema de la modelo, quien coincidió en la historia de los Stones con Bianca Jagger, la recién estrenada esposa del cantante de la banda.

Mitos, musas e iconos de los años 60. Reinas de noches blancas, exóticas y legendarias. Ellas fueron las embajadoras alternativas de un sistema, el de la moda, cuyo código cultural necesita emitir continuamente señales de modernidad. Una industria repleta de biografías de pasados turbulentos y descensos a los infiernos –como los de Dani (Danièle Graule) y Zouzou (Danièle Ciarlet)– y amazonas andróginas de la vida alegre, que viajaban entre el París de Chez Castel y el Londres de la épica beat. Truffaut y Rohmer las convirtieron en plato exquisito de degustación para cinéfilos. El cuerpo desnudo de Zouzou en El amor después del mediodía (1972) convulsionó a toda una generación, la de los años 70. Como Zouzou, otras huyeron también de una monótona realidad para embarcarse en el vértigo de la velocidad de los nuevos tiempos. Supervivientes, encadenaron estancias en la cárcel con clínicas de desintoxicación y aventuras ultramarinas. Zouzou apareció un día vendiendo periódicos a la puerta del metro parisino. Más suerte tuvo Dani, que protagonizó una vuelta victoriosa gracias a Étienne Daho y una canción de Serge Gainsbourg, Comme un boomerang, como metáfora de una vida que parecía devolverla con energía (aunque la portada del disco resumía su peaje físico).

Años depués, se encuentran de nuevo Marianne Faithfull y Anita Pallenberg, ahora transformada en abuela feliz. «La verdad», le dice Faithfull, «es que, después de todo lo que hemos pasado, de todo lo que nos ha ocurrido, lo único que hemos sacado en limpio son dos o tres canciones dedicadas a nosotras». Lúcido balance para unos años en los que todo estaba permitido, menos aburrirse.

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