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La estética Yayoi Kusama

Entre todos los universos creativos de la artista viva más valorada del planeta, la moda ocupó gran parte de su obsesiva búsqueda vital.

Yayoi Kusama

Olvidada por el stablishment del arte durante más de dos décadas, la azarosa vida de Yayoi Kusama podría servir de modelo a una de esas películas basadas en hechos reales. No en vano su autobiografía, La red infinita (2011), aún no traducida al español, es un superventas en Japón. Pintora, escultora, instaladora, cineasta, performer, poeta, novelista y diseñadora de moda, la autodenominada «princesa de los lunares» es la artista viva más valorada del planeta. Si a finales de los 90 la galerista Paula Cooper conseguía, en una tienda de despojos neoyorquina, una de sus esculturas-silla cubiertas de furúnculos fálicos por unos 250 dólares, una década después sus lienzos se subastaban en Christie’s por algo más de cinco millones. Otra anécdota más para la historia de esos outsiders que pasan de la marginalidad al reconocimiento mundial.

Un cargamento de quimonos fue de lo poco que se llevó a Nueva York cuando, quizá debido a su contumaz deseo de convertirse en una estrella internacional, aterrizó allí con 27 años. Era 1958, y no pudo elegir fecha mejor. La ciudad bullía en creatividad: el expresionismo abstracto deslumbraba al mundo, y fermentaban otros movimientos como el minimalismo, el pop, el op-art, el arte conceptual y hasta el fluxus.

Su obra Flower Overcoat (1962).

Steve Eichner / WWD

Yayoi estaba en el epicentro de la movida. Y lo aprovechó. Ayudada por la pintora Georgia O’Keeffe, con la que mantenía una relación epistolar, pronto se hizo un hueco en la escena, exponiendo y relacionándose de cerca con un nutrido grupo de grandes artistas: Warhol, Donald Judd, Eva Hesse, Claes Oldenburg, On Kawara… La pequeña y frágil muchacha oriental supo destacar desde su llegada. Su primer contacto consciente con la moda fue intervenir sus quimonos con sus característicos lunares, y vestirlos en las reuniones adecuadas. Así atrajo la atención de todos.

«Un aspecto admirable de Kusama, nunca visto antes, fue esa vehemente actitud publicitaria, ese férreo control sobre su imagen y la voluntad de expandirla convirtiéndose en un agente provocador, apoyándose en su look y también en lo que ahora llamamos networking: trataba de conocer a todo el mundo, manejaba sus contactos. En eso inspiró a más de una generación de artistas», explica Frances Morris, jefa de colecciones de arte internacional en la Tate Modern londinense y comisaria de la última gran retrospectiva sobre la artista, vista en Londres, Madrid, Buenos Aires y, actualmente, en São Paulo.

Lo cierto es que, en los casi 15 años que permaneció allí, Kusama se ganó duramente un estatus: definió su pintura abstracta a partir de infinitas redes de lunares (que asociaba con el sol, la luna, la tierra y el ser), imbricó escultura y pintura en sus series de Acumulaciones, con esos reconocibles furúnculos como eje, y fue también pionera ejecutando pinturas como una actividad preformativa. Incluso tanteó el cine experimental. Y creó su propia marca de moda. Su frenética actividad no conocía límites.

Atmósfera para Louis Vuitton en Nueva York (2012).

Cordon Press

El «‘look’ Kusama» se hizo oficial. Dentro de ese universo totalizador y envolvente que la artista quería crear, el interés de Kusama por la moda, por su apariencia, lo que ya se ha denominado oficialmente el «look Kusama», surgió de una forma necesaria. «Era una extensión natural de su trabajo performativo, un paso obligatorio para ese universo cerrado y propio que quería inventar», afirma Agustín Pérez Rubio, recién nombrado director artístico del MALBA de Buenos Aires, que acogió el pasado año su exposición. Ella registró su marca, Kusama Fashion Company Ltd, en 1968. A través de ésta comenzó a producir textiles estampados y también su propia ropa. Llegó a tener uncorner en los almacenes Bloomingdale’s. «Pero su efecto en la moda en aquel momento fue nulo. Los que marcaron un antes y un después eran gente como Mary Quant o los diseñadores de la tienda neoyorquina Paraphernalia. Kusama fue quizá una anécdota en aquel contexto», establece la periodista y experta en moda Silvia Alexandrowitch. Efectivamente, su principal clienta era ella misma. A medida que sus acciones e instalaciones se volvían más ambiciosas, su imagen también adquiría más importancia. «Kusama controlaba los shootings para registrar sus piezas, articulándolos como auténticas sesiones de fotos y siendo muy consciente del resultado final», precisa Morris. Entre su variada producción, y gracias a la eclosión del movimiento hippie, al que rápidamente se sumó (sus redes de lunares alucinatorias tenían efectivamente mucho que ver con la psicodelia), la japonesa empezó a crear ropas en las que estos enfatizaban zonas antes concebidas como tabú: pechos y genitales.

Zapato de la colección Monogram Vernis de Yayoi Kusama para Louis Vuitton.

Cortesía de Louis Vuitton

De la mano de sus performances y happenings, en la que ella y sus colaboradores eran los protagonistas, su trabajo en moda se amplió. En 1968, su acción a favor del matrimonio gay,Homosexual Wedding, la obligó a crear complicadas piezas de diseño: aplicó a la ropa los principios de sus Acumulaciones, creando un orgiástico vestido de boda para ser llevado por dos personas a la vez, donde sus furuncu-falos lo invadían todo. Y, claro, estos saltaron a blusas y zapatos. Siguió experimentando, como otros artistas coetáneos, tipo Franz Erhard Walther, con estas prendas colaborativas: amplias piezas textiles que había que vestir en grupo y que facilitaban cierta intimidad sensual (cuando no estaban directamente vinculadas al amor libre). Hoy resulta obvia también su condición de precursora del feminismo y de la liberación sexual de la mujer, y sus postulados siguen vigentes en movimientos propios de este siglo, como el posporno.

Sube el color. Usando la fotografía como en las revistas de moda e incorporando cada vez más a susperformances acciones cercanas a lo que podía ser una pasarela, un desfile, fue transformando su estilo en función de su trabajo plástico, alternando aquellos primeros quimonos con monos ultraceñidos de un único color, como ese de un intenso rojo que llevaba cuando se fotografió con una de sus obras más significativas, Infinity Mirror: Phalli’s Field (1965), una habitación de espejos infinitos con el suelo cubierto de pseudofalos tentaculares con lunares rojos sobre blanco, que perfilaría definitivamente su universo. Esta tónica se mantiene hoy: creaciones recientes como sus vistosas calabazas moteadas han traído aparejadas vestidos amplios que reproducen la piel de puntos de estas esculturas y que ella misma viste.

A nadie le pasó desapercibido el quimono plateado que llevó en 1966, cuando fue invitada a participar en la Bienal de Venecia con una instalación de bolas plateadas sobre la hierba, Narcissus Garden, que deslumbró al mundo. Estaba en el cenit de su carrera. Pero estos años de actividad febril también se vieron marcados por otras constantes vitales que la llevarían hacia la marginación posterior: crisis de ansiedad y agotamiento, una precariedad económica absoluta que se convirtió en obsesión, relaciones románticas pero sin sexo con multitud de hombres, generalmente mecenas o artistas como Joseph Cornell, y sobre todo claras señas de un incremento de su trastorno obsesivo-compulsivo, que como toda su obra parte de un terrible trauma infantil: de niña, su madre la obligaba a espiar las infidelidades de su progenitor con las geishas del lugar, para relatárselas con detalle después. La ansiedad y alucinaciones que le provocó esto son el origen de sus lunares.

Sus obras más recientes, como Once the Abominable War is Over, Happiness Fills our Hearts (Cuando la abominable guerra termina, la felicidad invade nuestros corazones, 2010) no renuncian a la reivindicación.

Cortesía del Instituto Tomie Ohtake, Sâo Paulo

A la muerte de Cornell, fiel amigo, apoyo y sustento, en 1972, Kusama abandonó definitivamente Nueva York. Ella acusa a su psiquiatra, freudiano, de agravar su estado mental. En Tokio, con una terapia basada en potenciar su creatividad («Si no fuera por el arte, me habría matado hace mucho tiempo», ha reconocido en multitud de ocasiones), siguió trabajando en obras más introspectivas: retomó la pintura y comenzó a publicar poemas y novelas, como Manhattan Suicide Addict (1977). Hoy, a sus 85 años, Yayoi Kusama aún sigue viviendo en el sanatorio mental Siwa, en el barrio de Shinyoku, donde ingresó por voluntad propia en 1974.

Su nombre cayó en un olvido en Occidente sin su acuciante presencia para defenderlo. No en Japón: cuando en 1993 fue invitada de nuevo a la Bienal de Venecia como representante de su país, el mundo la redescubrió. Comenzaron a gestarse nuevas y gigantescas exposiciones. Con ellas, llegaron premios internacionales como la Orden de las Artes y las Letras francesa o la del Sol Naciente en Japón. Y entonces apareció Marc Jacobs, conmovido por el carácter obsesivo y la inocencia de su arte, quien la visitó en su estudio en 2006. El diseñador, director artístico de Louis Vuitton en aquel momento, tenía una propuesta que hacerle. «Jacobs es un hombre muy astuto, no un creador en el sentido antiguo del término, sino un gran estilista: un hombre esponja que se inspira y aprovecha todo lo que le rodea», matiza Alexandrowitch. «Si a esto unimos que la marca de lujo por excelencia tenía en los nuevos ricos orientales –rusos y asiáticos– un mercado cada vez más suculento e importante, pocas dudas caben de los motivos para que le ofreciera una colaboración a la artista, como antes ya había hecho con Takashi Murakami».

Su colección de vestuario, zapatos, accesorios, relojes y joyas para Louis Vuitton fue un éxito –sobre todo en Oriente– e incorporó a la artista a la iconosfera mundial, volviéndola reconocible no solo a la élite del arte, sino también a la gran masa universal de interesados por la moda. Kusama se convirtió en el icono inclasificable que es hoy. «El reconocimiento de los últimos años no es una moda pasajera», afirma Pérez Rubio. «Se la olvidó porque el sistema del arte entonces era claramente patriarcal, anglosajón o eurocentrista. Ella era mujer y oriental, de la periferia. Y tenía problemas mentales. Pero la foto oficial no está completa sin ella. Se la ha recuperado para que se quede: para que forme parte definitiva de la historia del arte».

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