La demencia estética de Gadafi
La directora de «Los desayunos» de TVE analiza la figura del dictador.
Una nunca se para a pensar qué tipo de cuadros cuelga un dictador en su dormitorio, en cómo está decorado su baño o cómo es el recibidor de su mansión principal. Nadie se pregunta si prefiere los colores pastel o pide a sus esbirros que, además de violar mujeres, alicaten la pared y el techo en tonos oscuros. La verdad es que las fechorías de este tipo de personajes contra su pueblo centran los pensamientos de cualquier ser humano decente, pero en los últimos días hemos vuelto a comprobar que la demencia de un dictador también es visible en su persona y su propia casa.
Gadafi, que durante mucho tiempo ha sido recibido, y hasta bien recibido, en prácticamente todos los países occidentales, ocupa ahora cientos de páginas en la prensa internacional. Primero por su cobardía al huir como una rata –término con el que, por cierto, él se refiere a sus conciudadanos– por los subterráneos de Trípoli tras haber masacrado a su pueblo y esquilmado sus bienes. Y segundo, por los sorprendentes hallazgos de sus palacios tras ser tomados por los rebeldes, mansiones que se multiplican gracias a los 42 años en el gobierno en un país repleto de petróleo y ocho hijos con los que repartirse sus beneficios. Algunos lo intuían, pero han tenido que pasar todos estos años para poder ver que el numerito de la jaima era solo eso: un numerito en el que además usaba a cientos de mujeres «vírgenes y expertas en artes marciales» según él mismo presumía.
El coronel Gadafi hacía gala de su origen beduino en público mientras en privado exigía tratamientos estéticos de primer nivel para un cuerpo más operable que su enferma mente. Su obsesión por el bótox, como relatan los cables de Wikileaks publicados por El País, o los implantes de pelo han sido solo una parte de un presupuesto dedicado al ego de quien ha llevado hasta el extremo su locura política. Lo mismo ocurre con su vestimenta. En sus inicios aparecía con sobrios uniformes militares. Poco a poco se dio cuenta del rédito mediático de las túnicas de colores que, seguramente pensó, le ayudarían a vender en el extranjero de manera más óptima la Tercera Teoría Universal.
Los designios de los libios eran dirigidos hasta hace poco por una familia en uno de cuyos salones los rebeldes encontraron un sofá sirena con la cara de la hija del coronel. De la única y adorada hija, de gustos kitsch, ahora también conocemos que guardaba el DVD de Cindy Crawford haciendo gimnasia, pero no sabemos si le importó que su querido padre repartiera entre sus tropas Viagra para cometer atrocidades contra muchas mujeres, libias también, como ella. Tampoco sabemos qué pensaba de la fijación perturbadora del patriarca por Condoleezza Rice. Al parecer guardaba un álbum con fotos de la exsecretaria de Estado de Estados Unidos.
Pero seguramente Gadafi o los suyos sabían que su hora podía llegar y por eso en los últimos tiempos instaló estudios de televisión en los búnkeres construidos hace años para seguir lanzando arengas y aparentar una tramposa normalidad. Nada de eso ha impedido que él y algunos de sus hijos hayan sido acusados por el Tribunal Penal Internacional de crímenes contra la humanidad. Quizá cuando se publique este texto Gadafi se encuentre en el exilio. O, mejor, quizá esté camino de La Haya para ser juzgado ya sin cetros de oro ni gafas de sol que oculten su atroz mirada.
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