Nunca habíamos hablado tanto de nuestras lavadoras: cómo la pandemia sacó a la luz el desgaste del trabajo doméstico
Al borrarse la barrera entre el espacio público y privado y alterarse el horario laboral se ha levantado el velo que cubría todas esas tareas invisibles. Lo que ha salido de debajo de la alfombra no es bonito y como era de esperar evidencia desigualdad.
«Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría». Agatha Christie
Esta misma semana, Candela Peña, daba este titular en su entrevista en El País: “Bastante tengo con saber que he sacado el salmón del congelador esta mañana como para estar pendiente de entrevistas”. La actriz de Hierro es siempre una entrevistada estupenda y generosa, alguien a quien no le importa hablar con espontaneidad más allá del argumentario de la promo que esté haciendo. Pero hay algo más en esa frase que el periodista Tom C. Avendaño escogió para titular, algo que conecta con lo que está pasando desde hace un año: de pronto, todo el mundo está hablando de sus tareas del hogar. De lo que saca y mete en la nevera, de lo que friega, de lo que plancha, de lo que tiende. En redes, en entrevistas, en zooms de trabajo, en artículos literarios, en tweets, en novelas. En Tik Tok, donde hubo hace unos meses una locura viral por el “laundry stripping”, que no es otra cosa que dejar en remojo la ropa sucia en la bañera antes de lavarla, y donde se ha profesionalizado la figura del influencer de la limpieza. Es como si al haberse borrado aun más la frontera entre el espacio público y el privado, al haberse convertido los salones y los dormitorios en salas de reuniones abiertas a todos los compañeros de la empresa o de la clase de los niños, hubiera aflorado también ese secreto tan mal guardado, todo el trabajo que conlleva mantener una casa en marcha.
The New York Times publicó hace unos días un reportaje interactivo con una premisa muy sencilla que ha generado un impacto quizá no tan sorprendente: “El grito primigenio. Tres madres americanas en el abismo”. El periódico siguió el día a día de tres mujeres de distintas zonas del país y distintas coordenadas socioeconómicas durante once meses. Tanto el texto como las fotos (para las que ya hay quien ha pedido premios como el Pulitzer o el World Press Photo, que nunca suelen fijarse en lo que sucede en las casas ordinarias, sin guerra de por medio, de puertas adentro) están llenos de cestas de la ropa sucia, de desayunos sin recoger, de juguetes por ordenar. La foto de una mujer hundiendo su cara en la ropa caliente que sale de la secadora lleva como pie: “Mercedes se toma un descanso mientras hace la colada. Era su cuarta lavadora del día”.
Además de los problemas estructurales que aborda el artículo, y que tienen que ver con el precio que están pagando desproporcionadamente las mujeres en un país con escasas coberturas laborales, muchos de los que lo leyeron agradecieron a un nivel más superficial que en las fotos se hiciese tan visible todo ese trabajo. Que esas casas se pareciesen un poco a las nuestras, gobernadas por un caos muy real que no es el desorden artístico y creativo de las habitaciones que aparecen en la revista Apartamento sino el guirigay estructural de una vida que solo está funcionando a medias.
Al principio de la pandemia se habló de cómo el confinamiento estaba desinvisibilizando el cuidado de los niños. Como muchas personas, mujeres sobre todo, acostumbradas a no mencionar jamás a sus hijos en un contexto laboral habían empezado a hacerlo más que nada porque no tenían otro remedio. Los niños estaban ahí, en la pantalla, derramando zumo de manzana o abriéndose la cabeza contra el radiador, y era difícil ocultarlos. “Los padres sienten la necesidad de esconder o minimizar en la oficina la evidencia de que tienen hijos”, escribía la economista Emily Oster en un artículo escrito meses antes del Covid en The Atlantic titulado Hay que terminar con la plaga de la paternidad secreta. “Las mujeres me contaban que escondían sus embarazos hasta el tercer trimestre llevando ropa ancha –explicaba la autora–. Una vez tenían hijos, algunas me dijeron que simplemente nunca hablaban de ellos. Si tenían que lidiar con un asunto relacionado con los niños, mentían sobre el motivo por el que se tenían que ir de la oficina. Una mujer me dijo que trabajaba en un equipo de hombres, todos los cuales eran padres. Embarazada de su primer hijo notó que los hombres nunca hablaban de sus hijos y asumió que ella tampoco debía hacerlo. La sensación general es que todo el mundo debería adoptar la amable ficción de que después de unos meses de baja, el niño desaparece en un vacío del que emerge solo durante el horario no laboral”. Todos sabemos que eso saltó más o menos por los aires en cuanto cerraron las escuelas, y con las tareas del hogar ha sucedido algo análogo. Nadie va a cortar una reunión en remoto aludiendo que tiene mucha plancha, pero tampoco hace falta: su montaña de ropa puede estar ahí, a la vista de todos. Por otro lado, el teletrabajo y sus horarios flexibles (que generan sus propios problemas. Nunca se había trabajado tanto y a horas tan extrañas) también ha hecho que se desdibuje la barrera entre el trabajo-trabajo y el trabajo doméstico. Sabemos que mucha gente está tendiendo lavadoras entre tarea y tarea porque además lo están contando en Twitter.
En los primeros meses de la pandemia, cuando aun no sabíamos de aerosoles y se creía que era vital desinfectar todas las superficies, las redes se llenaron de chistes sobre el Sanytol, los grupos de whatsapp de recomendaciones de trucos de limpieza. Algo empezó a traspirar: estaba limpiando gente que nunca había limpiado.
España es el segundo país con más empleadas del hogar, solo después de Italia. La diferencia con los países del Norte es abismal. De hecho, España emplea al 28% de las empleadas domésticas de toda Europa. Y las emplea mal, por cierto. El 30% de las trabajadoras domésticas cobra en negro. Muchas de ellas dejaron de acudir a las casas que limpian y eso descargó las tareas en personas habitualmente poco acostumbradas al mocho.
Brigid Shculte, una ex periodista del Washington Post que dirige el Better Life Lab, un think tank que explora cuestiones de género y conciliación, suele hablar del “efecto cesta de la ropa sucia”. En una entrevista en el programa Fresh Air, de la radio pública estadounidense explicó que desde el inicio de la pandemia se había evidenciado una “desigualdad grotesca” en la división de géneros en las casas de parejas heterosexuales. “Hablé con un hombre que decían que solían pasar por delante de una cesta de la ropa sucia y ni siquiera la veían. Después la ropa aparecía mágicamente doblada en su cajón. Ahora que su mujer y él están trabajando y tratando de educar a tres hijos ya no puede pasar por delante porque sabe que es ella la que se encargará. Para muchas parejas ha sido imposible seguir con el piloto automático”. Shulte propone dividir las tareas y hacer “experimentos behavioristas” en los que durante una semana se intercambian las tareas habituales. Eso e implicar a los niños, si los hay. “Cuando sienten que son parte del equipo construyen resiliencia”. Y de paso, los calcetines están doblados.
Por razones obvias, la literatura y bibliografía sobre las tareas del hogar es limitada. Difícilmente la persona que escribe es a la vez la persona que limpia. Siempre viene a la mente el nombre de Lucia Berlin, que entre sus muchas ocupaciones tuvo también el de empleada doméstica durante una temporada y sacó de ahí el relato que da título al libro que le dio fama póstuma, Manual para señoras de la limpieza. Otra autora con un hueco en ese pequeño nicho es Linda Thomas, una surafricana que en los ochenta fundó una empresa de limpieza ecológica en Suiza “para poder pagar la escuela Waldorf de sus hijos”, como suele explicar. Ella también limpió durante muchos años el Goetheanum, el edificio de Dornach, Suiza, diseñado por Rudolf Steiner que se considera templo laico de la antroposofía. Thomas, que da seminarios sobre las tareas del hogar y su significado, es autora de un texto titulado Caos en la vida cotidiana. Sobre limpiar y cuidar en el que aboga por limpiar “a plena conciencia” y sin considerarlo una carga, sino todo lo contrario, un acto de cuidado. Thomas es muy precisa: “En el Goetheanum solía sustituir a la persona responsable de limpiar los baños. Empezaba a las seis de la mañana limpiando 64 retretes cada día, muchas veces cantando para hacer la tarea más fácil. Tengo mi propio método. Está la limpieza diaria y la limpieza a fondo una o dos veces a la semana. Para eso, el retrete se limpia de arriba abajo y requiera más tiempo. Como agacharme, limpiar, levantarme y volverme a inclinar me mareaba, decidí limpiar los retretes arrodillándome. Una vez te arrodillas frente a un retrete, algo cambia. Es bastante sutil: hay un cambio de actitud, la manera en la que lo percibes, la manera en la que haces el trabajo, el encuentro con los seres elementales. Una vez el trabajo está terminado, tengo que levantarme otra vez. Intenté convertir esto en un ejercicio consciente de ponerme derecha. La experiencia fue tan enriquecedora y , incluso ahora, si tengo la elección prefiero limpiar 20 retretes a aspirar la alfombra. También me gusta esta tarea porque encuentro que es un regalo especial cuando puedo usar un baño que acaba de ser limpiado a fondo”. Incluso habiendo alcanzado ese nivel de iluminación, Thomas reconoce el componente de tipo Sísifo de las tareas del hogar, su constante repetición. “A menudo no es el trabajo que hemos hecho el que nos cansa. Es pensar en todo lo que aun tenemos que hacer lo que realmente nos agota”, admite.
Las nuevas cleanfluencers como Sophie Hinchcliffe, que vendió 90.000 copias de su libro sobre limpieza del hogar en Reino Unido la semana en la que se puso a la venta, también abordan estos temas, aunque con más filtros, pragmatismo y #sponcon.
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