Edith Stein: la santa que pudo haber cambiado la historia de la filosofía
El 12 de octubre se cumplen 129 años del nacimiento una de las mentes más brillantes de Europa, una pensadora que pudo haber cambiado radicalmente el camino de la filosofía alemana y, con ella, de todo el pensamiento contemporáneo.
El 9 de agosto de 1942 Edith Stein fue asesinada con gas cianhídrico en el campo de concentración nazi Auschwitz-Birkenau, junto a un grupo de judíos convertidos al catolicismo que acababan de ser deportados desde Holanda. Edith tenía el número de prisionera 44074. Su trágico final marcaría para siempre el recuerdo de su vida y su obra, convertida en mártir para el imaginario católico: el 1 de mayo de 1971 fue beatificada por Juan Pablo II en el estadio de fútbol de Colonia; y en 1998, tras aprobarse el necesario milagro, es canonizada por el mismo papa como Teresa Benedicta de la Cruz, en la Plaza de San Pedro de Roma. Sin embargo, detrás de la figura sagrada, de la monja carmelita convertida en santa, se escondía una de las mentes más brillantes de Europa, una pensadora que pudo haber cambiado radicalmente el camino de la filosofía alemana y, con ella, de todo el pensamiento contemporáneo.
Nacida en el seno de una familia judía el 12 de octubre de 1891, en Breslau (Polonia), Edith Stein fue desde pequeña una niña retraída, que andaba siempre absorta en lecturas precoces. Durante sus estudios primarios se la conocía como ‘Edith la inteligente’, y muy probablemente su voracidad lectora y su pasión por el conocimiento fueron decisivos para que a la temprana edad de 15 años se declarase agnóstica y decidiera dejar los estudios por unos meses, pero no por ello sus inquietudes intelectuales: cambió la hora de rezar por la introducción a la filosofía. Siempre con un esfuerzo diario que se multiplicaba por su condición de mujer, pues debía cuidar de su familia al mismo tiempo que estudiaba.
Solo dos años después de entrar en la universidad comenzó a escribir su tesis doctoral. Stein trabajaba sin descanso –con una entrega que se repetirá en todas las etapas de su vida–, sumida en un estado depresivo que la acompañará siempre: empezaba a escribir y leer a las seis de la mañana y lo hacía hasta medianoche; cuando se iba a dormir, dejaba un papel y un lápiz en la mesilla de noche para apuntar las ideas que se le ocurrían en la duermevela. Sin embargo, este tesón casi enfermizo acabó por llevarla al límite de sus fuerzas. “Frecuentemente me había vanagloriado de que mi cabeza era más dura que las más gruesas paredes, y ahora me sangraba la frente y el inflexible muro no quería ceder”, escribió años más tarde en Estrellas amarillas, un texto autobiográfico sobre su juventud. “Ya no podía ir por las calles sin desear que un coche me atropellara. Si hacía una excursión, tenía la esperanza de despeñarme y no volver con vida”.
Stein vio crecer los frutos del esfuerzo: su tesis doctoral obtuvo un summa cum laude, algo realmente raro para una mujer, e impensable en el campo de la filosofía, pues según las costumbres académicas de la época esa calificación te convertía de manera automática en candidato para obtener una cátedra. Su mérito fue todavía mayor si tenemos en cuenta que su director de tesis era el reputado Edmund Husserl, quien por aquel entonces era quizá el filósofo vivo más importante de Europa, y desde luego uno de los más influyentes. Husserl era el padre de la fenomenología, un movimiento intelectual que sacudió todo el continente, en la medida que desplazaba al sujeto como protagonista de la teoría del conocimiento y se centraba en las cosas mismas, en el ‘fenómeno’ -que en griego significa ‘lo que aparece’- afirmando que el mundo existía con independencia de la conciencia humana. Aunque llena de paradojas y contradicciones, la intuición de Husserl era realmente fecunda: la realidad de las cosas ya no dependía de la percepción del individuo.
Como cuenta Jesús Moreno en el libro Edith Stein en compañia (Plaza y Valdes) desde que llegó a la universidad, Stein fue una de las mejores intérpretes del pensamiento de Husserl, y también una de las más críticas. El filósofo era consciente de ello, y no solo estuvo interesado en publicar los escritos de Stein, sino que accedió a que esta se convirtiese en su asistente. Era la primera persona que obtenía ese reconocimiento, y a partir de entonces sería la encargada de ordenar, revisar y preparar los manuscritos del maestro. Stein dejó su empleo como profesora en su ciudad natal, a pesar de que Husserl le pagaba miserablemente y tuvo que recurrir a la economía familiar para poder subsistir. El trabajo era mucho menos idílico de lo que suele contarse en las biografías de la época: el padre de la fenomenología apenas le dejaba tiempo para investigar y la utilizaba como “’chica para todo’. Además, Husserl la insistía constantemente para que se casara, pero le advirtió que solo la dejaría hacerlo con un marido que pudiera servirle también como asistente. “Y lo mismo los niños”, llegó a apostillar irónicamente la propia Stein ante esta propuesta.
La relación entre la discípula y el maestro se rompería poco después de que éste le ofreciera dirigir un seminario para principiantes, con la triple condición de no cobrar por ello, no obtener reconocimiento académico y, lo más grave, renunciar a postularse para la cátedra. La explicación para este maltrato, a pesar de la admiración que había mostrado por el pensamiento de Stein, parece estar claramente relacionada con la misoginia de Husserl, que ni siquiera se molestaba en argumentar. En una comunicación al Ministerio de Enseñanza alemán, que consultó a algunos profesores sobre si se deberían admitir a las mujeres en la carrera académica, Husserl respondió que un trabajo científico excelente no suscita “en un hombre joven y en una dama joven las mismas esperanzas: en el primer caso despierta una confianza positiva en el desarrollo ascensional de una hábil personalidad como investigador y catedrático profesional; en el segundo caso, no suscita tal confianza”.
Si la joven filósofa aguantaba en esa posición de precariedad era porque sabía que más allá de su maestro no tenía muchas otras opciones para continuar su carrera académica: en estos años intentará habilitarse para cátedra en cinco universidades distintas (Gotinga, Múnich, Friburgo, Breslau y Kiel) y en todas será rechazada por ser mujer. Sin embargo, si había alguna oportunidad para ella, el propio Husserl se aseguró de que no pudiera conseguir la cátedra. De acuerdo a su carácter extremadamente solidario, Stein jamás le guardó rencor y le fue fiel en lo personal; aunque no en lo filosófico: su ruptura definitiva se debió a que la filósofa no pudo soportar más la subordinación intelectual a la que Husserl la sometía, y solo estaba dispuesta a seguir con él en calidad de colaboradora, de igual a igual. Stein no compartía ya muchas de las ideas de su maestro y, de hecho, en su trabajo con los manuscritos de Husserl había ido introduciendo algunas de sus perspectivas sobre la empatía que el profesor no compartía en absoluto.
Esta crisis fue determinante, no solo para Stein, sino para toda la historia de la filosofía. Su sustituto como asistente fue el entonces joven filósofo Martin Heidegger, quien se apropió del trabajo que ella había hecho durante años, y publicó las Lecciones de Edmund Husserl sin citarla, algo especialmente cínico cuando hay pasajes y anotaciones en los que la voz y el pensamiento de Edith son más que reconocibles. Lo que sigue es bien conocido: Heidegger cambió la dirección de la fenomenología hacia una perspectiva existencialista y se convirtió en uno de los filósofos más importantes del siglo –sin duda el más influyente–. Pero también se afilió al partido nazi e intentó poner su pensamiento al servicio del nacionalsocialismo. Con el influjo carismático de Heidegger se perdería el camino intelectual que había abierto Edith Stein hacia la empatía y la intersubjetividad: tras su experiencia como enfermera durante la Primera Guerra Mundial, dónde Stein había tenido que lidiar con los cuerpos de los otros –magullados, heridos y enfermos– tenía claro que un sujeto solo podía llegar a existir en relación con los demás. Y frente a todas aquellas teorías que privilegiaban la perspectiva del yo, como la de Heidegger, ella ponía en el centro la experiencia compartida, la percepción de las vivencias de los demás, que consideraba el fundamento de toda relación con el mundo. El conocimiento, el amor, el lenguaje, la experiencia religiosa: para Stein, todo esto era posible gracias a la relación abierta y natural entre los cuerpos vivos y sus espíritus.
Frente a todas aquellas teorías que privilegiaban la perspectiva del yo, como la de Heidegger, ella ponía en el centro la experiencia compartida.
La decisión de dejar la universidad fue muy dura, pues ella la vivió como un fracaso. Pero este adiós le sirvió para dar el paso que transformaría su pensamiento por completo y dirigiría sus ideas sobre la empatía hacia un camino inesperado: su conversión al catolicismo. Suele contarse que experimentó una fascinación tan profunda al leer El libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús que nada más terminarlo dijo “aquí está la verdad” y se convirtió automáticamente en creyente. Como se ha conocido después gracias a sus escritos autobiográficos, el proceso fue bastante más arduo, y sobre todo mucho más largo. Aunque siempre considerará a Santa Teresa su madre espiritual, no estuvo marcado por esta única lectura sino por muchas otras –como las del Evangelio, Lutero, San Agustín o Kierkegaard– que poco a poco fueron haciendo crecer su sentimiento religioso hasta que en 1921 se convirtió al carmelitalismo de manera oficial.
Desde entonces, todo su trabajo intelectual se vinculó a esta corriente, decisión era mucho más que una opción personal: si ya al final de su tesis doctoral sobre la empatía apuntaba hacia la centralidad filosófica de la experiencia religiosa, a partir de ahora Stein seguirá ahondando en este camino a través de la lectura de los místicos y de su idea de acceso al conocimiento a través del espíritu, más que a través de la conciencia y el pensamiento discursivo. La filosofía no era para ella una teoría, un conjunto de ideas, sino una forma de vivir la vida en comunidad, entregada a una experiencia de transformación de sí misma y de los demás.
No era Stein una mujer de venganzas, pero sí aprendía de la experiencia, y tras los repetidos maltratos académicos por parte de Husserl, se dedicó también a estudiar lo que llamaba “la cuestión de la mujer”. En las conferencias que impartió entre los años 1928 y 1933, reunidas en la miscelánea La mujer. Su tarea según la naturaleza y la gracia, Stein problematizaba la desigualdad entre los sexos desde una perspectiva política, social, filosófico-antropológica y religiosa. Abogaba por una educación igualitaria, y señalaba que, en la medida que no se las considera productivas, a las mujeres no se les da ni siquiera la oportunidad de desarrollarse individualmente. Llama la atención entre estas palabras un asunto que aún sigue hoy vigente: Stein apunta que no bastaría con que las mujeres se realicen profesionalmente si los hombres no comienzan a valorar y realizar las actividades típicamente femeninas. De hecho, aconseja que ante la imposibilidad actual de que eso ocurra, las mujeres deberán elegir y no asumir injustamente una “doble carga del trabajo profesional y las obligaciones familiares”.
Las ideas de Stein sobre el papel de la mujer no estaban tan lejos de lo que luego escribiría Simone de Beauvoir en El segundo sexo –no por casualidad, la fenomenología es uno de los fundamentos filosóficos de Simone–, y ambas coinciden en señalar la importancia de un ‘proyecto de vida’ para las mujeres, anteponeniendo lo humano a lo feminino. Ahora bien, la diferencia de base radica en que para Stein lo humano estuvo vinculado siempre a la divinidad, a la experiencia de la trascendencia. «Como colegiala y joven estudiante he sido feminista radical. Luego perdí el interés por toda esta cuestión. Ahora busco, porque debo, soluciones puramente objetivas». Tiene sentido que Stein pensara así años más tarde, ya que mientras su condición de mujer le negó la cátedra académica, ser judía le costaría la vida.
Con la llegada de Hitler al poder en 1933, Edith fue apartada poco a poco de las instituciones académicas a las que estaba vinculada y se le negó cualquier actuación pública. Ella nunca se resignó ante la discriminación antisemita. Una de las respuestas más rotundas que dio es también uno de esos episodios que han quedado prácticamente omitidos de su biografía como santa: Stein escribió una carta al papa Pio XI, en la que interrogaba la razón por la cual la iglesia católica todavía no había adoptado una clara postura contra el nazismo y le exhortaba a hacerlo cuanto antes. “Todos los que somos fieles hijos de la Iglesia y que consideramos con ojos despiertos la situación en Alemania nos tememos lo peor para la imagen de la Iglesia si se mantiene el silencio por más tiempo”, escribía con determinación, “somos también de la convicción de que a la larga ese silencio de ninguna manera podrá obtener la paz con el actual régimen alemán. La lucha contra el catolicismo se llevará por un tiempo en silencio, y por ahora en formas menos brutales que contra el judaísmo, pero no será menos sistemática”. Esta parte final de la carta es también una forma de advertencia que resultará tristemente profética para su autora.
En Roma se hizo el silencio y absolutamente nadie salió a ayudarla cuando fue expulsada del único puesto que le quedaba en el Instituto Pedagógico de Münster, de estudios puramente católicos. Tampoco ninguno de sus antiguos compañeros de universidad movió un dedo contra esta persecución y Stein se vio obligada a tomar una decisión para salvar su vida, despidiéndose para siempre de la vida académica pero con la absoluta convicción de que encontraría un nuevo lugar donde desarrollar sus ideas y su devoción católica.
Este mismo año entró en el monasterio Carmelo de Colonia, donde tomó los hábitos y recibió el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Esta nueva transformación radical y el tiempo que pasó allí estuvo acompañada por sus lecturas filosóficas: antes que ella llegaron a Colonia seis baúles con todos sus libros. Aunque no pudo publicar más, tampoco dejó de escribir y desarrollar su pensamiento con el ánimo de sus superioras. Stein encontró en el Carmelo el descanso y cobijo que llevaba tiempo buscando, y sin embargo aun le queda por vivir el último traslado forzoso: poco después de prometer los votos definitivos como carmelita llegó la ‘Noche de los cristales rotos’ y la persecución más violenta contra los judíos. Para protegerla se decidió que entrara al convento carmelita de Echt. Era el año 1938 y sólo habrían de pasar cuatro más para que dos oficiales de las SS irrumpieran en el convento holandés llevándose por la fuerza a la monja.
De la semana que pasó en el campo de exterminio hay varios testigos que dan cuenta de que Edith Stein mostró, hasta su último segundo de vida, serenidad, entereza y compasión. “Había una monja que me llamó especialmente la atención y a la que jamás he podido olvidar, a pesar de los muchos episodios repugnantes de los que fui testigo allí”, cuenta el testimonio de una madre que pudo salvarse después, “aquella mujer, con una sonrisa que no era una simple máscara, sino que iluminaba y daba calor. Era la imagen de una mujer algo mayor, con aspecto juvenil, que era de una pieza, auténtica y verdadera. En una conversación dijo ella: “El mundo está lleno de contradicciones; en último término nada quedará de estas contradicciones. Solo el gran amor permanecerá. ¿Cómo podría ser de otra manera?”.
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