Sin pensión tras cuarenta años haciendo calzado en casa: el drama de las zapateras de Elche
El libro ‘Aparadoras: las mujeres que fabrican tus zapatos’ visibiliza la precariedad y la explotación de una buena parte de las mujeres que han levantado con su esfuerzo y dolor de espalda la industria zapatera de Elche, ciudad que produce más del 40% del calzado nacional.
“De pequeña mi madre siempre me decía que llevase los zapatos arreglaítos. Me decía que daba igual que vistiera de mercadillo, que lo más importante era llevar los zapatos arreglaítos y el pelo arreglaíto porque así no dabas mala impresión. Me lo susurraba como hacía siempre con las cosas importantes. Lo decía bajito porque las cosas de mujeres siempre se han dicho así, con la voz arremangá, metiíta por dentro, como llevan los hombres las camisas”.
Estas primeras líneas escritas por la periodista ilicitana Noemí López Trujillo pertenecen al prólogo de Aparadoras: las mujeres que fabrican tus zapatos, un libro que narra la precariedad y la explotación de una buena parte de las mujeres que han levantado con su esfuerzo y dolor de espalda la industria zapatera de Elche, una ciudad que produce más del 40% del calzado nacional y que entre los años 50 y 60 se benefició del éxodo rural procedente de Andalucía.
Desde hace más de seis décadas, las aparadoras se han comunicado entre susurros para que nadie pudiese escuchar de sus bocas lo que las máquinas de coser gritaban por ellas. A pesar de que la ciudad sabía que un alto porcentaje de las mujeres que cosían las piezas de los zapatos trabaja a destajo, sin cotizar y desde su propia casa, quien no miraba hacia otro lado se resignaba a pensar que algún día las condiciones cambiarían.
“Hasta los sesenta y siete. Es decir, que si sumas me quedan quince años. Físicamente me ves y dices ‘va a aguantar’. Interiormente, mi cuerpo está machacado de tanto trabajar. Pero estoy peleando para llegar. Tengo que llegar. No puedo permitir que mis hijos el día de mañana piensen: ‘¿Mi madre tiene para comer? ¿O para pagar el alquiler?’. Porque vivo de alquiler. Cuando me divorcié lo perdí todo, por eso espero trabajar hasta esa edad. Si no me muero antes, claro”, relata D, una mujer de 52 años que trabaja entre diez y catorce horas diarias, con el único objetivo de llegar a una cotización que le permita tener una jubilación y no depender económicamente de sus hijos. Tras media vida trabajando en la economía sumergida para la empresa de su exmarido, a día de hoy, D tiene que conformarse con estar dada de alta cuatro horas si quiere tener un contrato. Como si de un plato de lentejas se tratase, a D no le queda otra que asumir que si quiere optar a una futura pensión tiene que aceptar trabajar en negro el 65% de su jornada.
La historia de D es una de las que da forma y voz al libro escrito por Gloria Molero y Beatriz Lara, dos periodistas nacidas y criadas en Elche que en 2018 decidieron comenzar a entrevistar a las obreras del calzado para denunciar su situación. “El libro surge porque queríamos colaborar en esta lucha colectiva y ayudar a las aparadoras a visibilizar la situación precaria que han soportado durante años. Queríamos que se reconocieran sus derechos laborales y los años cotizados que les pertenecen y que actualmente no están reconocidos”, explica Gloria Molero.
Aunque muy pocas han conseguido regularizar las cotizaciones que perdieron por trabajar a destajo para las fábricas del calzado ilicitanas, en 2019 y tras crear la Asociación Aparadoras y Trabajadoras del calzado de Elche, lograron firmar un nuevo convenio con mejoras salariales, reducciones de jornada, agravación de faltas por acoso laboral, sexual u orientación sexual. Sin embargo, aquellas aparadoras que continúan trabajando en la economía sumergida siguen muy lejos de poder disfrutar de las conquistas laborales de este nuevo convenio, básicamente, porque no tienen un contrato.
“Aunque hemos tratado de incluir en el libro toda la diversidad posible, se han quedado fuera voces de mujeres que tenían miedo a hablar. La industria del calzado no sólo se nutre de obreras blancas, sino que también tira de obreras gitanas, migrantes, etc. Y, desafortunadamente, esa diversidad no está presente en el libro. ¿Por qué no se recoge? Pues porque al final son las más vulnerables. Hay que pensar que las mujeres que hablan aquí lo hacen bajo el anonimato o porque no tienen nada que perder, ya que no esperan trabajar en el calzado. El miedo es libre y de cada uno. Cuando hablar supone que te puedan poner en una lista negra que te veta de trabajar a ti y a tu familia, no es tan fácil acceder a contar tu experiencia”, comparte Beatriz Lara, hija y nieta de aparadoras y la otra pluma que firma Aparadoras: las mujeres que fabrican tus zapatos.
Cuando la emancipación femenina elimina el derecho a una vejez digna
A mediados del siglo XX y según apunta Lara, el aparado era un oficio que servía para que las obreras del hogar pudiesen ganar su propio dinero sin necesidad de salir fuera de casa o descuidar las tareas domésticas. Era el complemento perfecto para que el sistema patriarcal siguiese funcionando bajo la batuta del hombre. Mientras los obreros del calzado estaban en las fábricas contratados con salarios amparados por un convenio, si ellas querían trabajar, tenían que coser a destajo y sin cotizar la faena que las fábricas hacían llegar a sus cocinas.
“Es una pena que no nos hayan hecho contratos a las que estamos en casa, porque estamos muy mal. Yo era de no abandonar mi casa, no abandonar a mis hijos, así que aunque he estado en talleres ha sido muy poquito tiempo. Criar a mis hijos en casa y trabajar así ha sido mejor que estar en la fábrica donde no puedes compaginar ambas cosas. Ahora, sigo haciendo faena para talleres, pero es que no gano. Mi marido me dice que para ganar 70 o 80 euros a la semana no me merece la pena, pero si me hiciera falta tendría que tirarme a eso”, relata en el libro Tere, una aparadora de 52 años que no tiene nada cotizado porque desde los 17 realiza este oficio en casa sin contrato laboral.
Tras hablar con más mujeres con problemas similares al de Tere, Beatriz Lara percibe que hay una clara ruptura de expectativas al ver que tras treinta o cuarenta años trabajados, muchas de ellas se ven teniendo que depender de sus hijos. “Lo que sucede con muchas aparadoras es que, después de haber tenido una independencia económica durante toda su vida, se encuentran con que al llegar a la vejez no tienen pensión porque no han cotizado y, por ende, pierden esa independencia económica, con todo lo que eso puede suponer para el autoestima de una persona o la capacidad de elección”.
Además de visibilizar que muchas mujeres no tienen derecho a una vejez tranquila porque carecen de cotización suficiente para optar a una pensión por jubilación, una buena parte de las entrevistadas también padece problemas de salud como consecuencia de haber pasado décadas cosiendo a máquina durante jornadas de doce y catorce horas. Mientras Tere está operada de dos hernias discales, Antonia tiene fibromialgia y P, una mujer de 65 años que sólo quiso aportar la inicial de su nombre, llegó a perder la movilidad y la capacidad del habla tras intoxicarse con el pegamento y los productos químicos con los que trabajaba a los 17 años en una fábrica sin ningún tipo de ventilación. A pesar de haber pagado con su propia salud las consecuencias de aparar en condiciones indignas, ninguna de las anteriores tiene hoy derecho a una pensión por incapacidad, básicamente, porque no cotizaban.
“Ando, hablo…pero me cuesta. Nunca he llegado a estar bien del todo, nunca, pero ahora la cosa va a más. Tengo déficit de vitamina D, fibromialgia, polineuropatía, síndrome subacromial, artrosis, osteoporosis, bursitis en las caderas, síndrome del túnel metacarpiano, hernias discales y cervicales. Tengo un 40% de minusvalía y no cobro nada por ello”, relata P, que trabaja como auxiliar de enfermería desde que en 1995 decidió dejar la industria del calzado, tras haber pasado más de un año ingresada a causa de la intoxicación por pegamento.
“Yo prefería trabajar en el campo. El cambio a trabajar a destajo en el calzado, con cronometraje, fue muy duro. Te pagaban por par, pero si no llegabas al cronometraje, te quitaban el dinero. Cronometraban a la más rápida y ella era el marcaje para las demás. Querían que trabajaras y llegaras al objetivo para poder cobrar el sueldo. El problema es que el jornal era muy barato, pero como no había otra cosa para trabajar, teníamos que callar”, cuenta Cecilia, aparadora de 84 años que comenzó a trabajar con 14, en la fábrica de Facasa de Elche y donde varias compañeras perdieron la vida antes de cumplir los 20 como consecuencia de la panmieloptisis, una enfermedad originada por la intoxicación por benzol, un componente presente en la cola utilizada en la fabricación del calzado.
Esta última historia es precisamente una de las que más han impactado tanto a Gloria Molero como a Beatriz Lara. Y es que, a pesar de que el libro contiene testimonios que hablan incluso de acoso y abuso sexual, la muerte de las jóvenes aparadoras de Facasa refleja una deuda enorme con todas estas mujeres que trabajaron a destajo para que sus hijos pudiesen tener un futuro más digno y mejor pagado que el que ellas se encontraron.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de las obreras del calzado y desde la perspectiva de Gloria Molero, los hijos de los obreros y las obreras del calzado no se han librado del todo de la economía sumergida: “Mucha gente de Elche con estudios universitarios no está haciendo nada o están haciendo cosas diminutas. A lo mejor tienen un trabajo en Elche, pero como sigue habiendo muchas dinámicas laborales de mierda, si tienen un sueldo decente es a costa de estar de contratados solo la mitad de la jornada trabajada, porque es a lo que estamos acostumbrados. Es decir, hay un ascensor social, pero uno que llega hasta X punto solamente. Más que un ascensor como tal es una escalerita de madera que no para de romperse porque todo sigue siendo un poco errático”, opina la autora de Aparadoras.
La realidad que describe Gloria Molero coincide con el relato que describen aparadoras como Chelo a la hora de hablar de las consecuencias de la normalización de la economía sumergida: “Por estar cobrando paro y despidos nos hemos jugado el futuro de las siguientes generaciones. Ahora resulta que nuestros hijos son gente preparada, pero los empresarios se han acostumbrado a tratarnos como una mierda. Y como a nosotros nos tratan como a una mierda, de igual manera tratan a nuestros hijos. Da lo mismo que tú tengas carrera como que no, les importas un bledo. Tú vienes de padre trabajador que ha estado cobrando paro mientras trabajaba y tú eres una mierda”, añade.
Al margen de esta idea sobre que la precariedad es algo que puede heredarse de padres a hijos, Lara sostiene que podemos percibir cierto también paralelismo entre el estilo de vida de las aparadoras y la crisis de cuidados que han vivido muchas mujeres durante el confinamiento de marzo y abril. Una situación que, de hecho, sigue estando vigente para algunas madres: “Más allá de que conozcamos o no cómo funciona la industria del calzado, hay cosas que podemos aprender de las historias de las aparadoras. Cuando hablamos de las aparadoras domiciliarias es imposible no pensar en el modelo de teletrabajo al que se han visto abocadas muchas mujeres durante la pandemia cuando no había colegio y tenían que trabajar en casa y atender a los niños como bien podían. Al final, se han encontrado en esa situación que nuestras madres aparadoras vivieron y donde intentaban compaginar un trabajo que debería ser de ocho horas, pero que al final se alargaba porque la producción había que sacarla adelante igual. Al final los testimonios de estas mujeres también nos enseñan que si vivimos el trabajo desde el individualismo, desde el discurso de la meritocracia, del esfuerzo y la competitividad, estamos solas ante el peligro de la precarización del trabajo. Porque cuando tienes que defenderte ante una empresa es mucho más fácil que te aplasten, judicialmente hablando, si vas tú sola que si denuncias en de forma colectiva”, concluye la autora.
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