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El negocio de apellidarse Vreeland

La figura de la legendaria editora de moda está más de relevancia que nunca gracias a su nieto, que publica libros sobre su legado profesional y ha comercializado perfumes con su nombre.

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El dinero le quemaba en el bolsillo. “Me lo gastaba como un alcohólico se bebe una botella de scotch,’ dijo Diana Vreeland sobre la época en la que, después de una temporadaen Londres, ella y su marido volvieron a al Estados Unidos de la Gran Depresión. Tuvo la suerte de que uno de sus despilfarros, un vestido de encaje blanco de Chanel que se ponía con flores naturales en el pelo, le procurase un trabajo en Harper´s Bazaar. La entonces directora de la revista, Carmel Snow, la vio bailando de esa guisa y la contrató al momento. A Vreeland le vino de perlas el sueldo, pero siguió sin entender qué era un presupuesto. Para ella no había gasto que se pusiera en medio de una buena foto, no tenía problemas en enviar a empleados a organizar sesiones de fotos en Asia durante todo un mes. Los resultados eran magníficos, pero estos excesos no hacían demasiada gracia al departamento de cuentas y fueron una de las razones por las que perdió su puesto de directora en el Vogue estadounidense. Ser manirrota le venía de familia. Ni su padre Frederik Young Dalziel ni su marido Reed fueron mejores hombres de negocios que bonvivants.

Pero su nieto, Alexander Vreeland quizás sí tenga el gen empresario. Su padre y su tío, los hijos de Vreeland, habían mostrado un rol pasivo en cuanto a su legado, él, sin embargo ha tomado las riendas para mantener viva la memoria de su abuela, incluso si significa aventurarse en la parte comercial. Alexander, que trabajó en los departamentos de ventas y marketing de Armani y Ralph Lauren, y su mujer Lisa Immordino fueron los responsables del documental, The Eye Has To Travel. La película aportó una visión menos caricaturesca de Vreeland y volvió a poner en relevancia su figura que sobrepasó el culto entre profesionales de la moda.

Diana Vreeland junto a Andy Warhol en Venecia en 1973. Foto: Cordon Press.
Diana Vreeland junto a Andy Warhol en Venecia en 1973. Foto: Cordon Press

Alexander además reeditó los libros publicados por su abuela, publicó nuevos tomos fotográficos, como Diana Vreeland: the Modern Woman en Rizzoli y enseguida se puso manos a la obra para decidir cuál sería el tipo de producto más adecuado para comercializar bajo el nombre de su abuela paterna. Pensó en una línea de joyería, pero resultaría demasiado cara. Tras darle muchas vueltas cayó en que la perfumería más refinada constituía un mercado en alza, y en ese momento decidió vender los perfumes Diana Vreeland. Montó una oficina con 5 empleados, le echó horas y en un año de andadura consiguió decenas de puntos de venta en todo el mundo, entre ellos Madrid, Barcelona, Ibiza y Marbella.

Los perfumes fueron ideados por prestigiosas narices y envasados en un frasco diseñado por el director creativo Fabien Baron. Se venden por 215 euros los 100 ml y por 160 las Eau de parfum cuestan 160 euros. En el precio también contribuye el glamour que desprende la vida de Vreland. Detrás de las ocho fragancias disponibles hay historias personales de la editora de moda, algunas de ellas muy evocadoras. Es el caso de Perfectly Marvelous, que recupera la visita de Vreeland a una casa en Túnez con la fachada cubierta de jazmín. Al llegó tarde a comer, se excusó diciendo que los pavos reales que se encontró por el camino le habían impedido el paso.

Alexander Vreeland, su nieto. Foto: Cordon Press.
Alexander Vreeland, su nieto. Foto: Cordon Press

Todo en la empresa de Alexander Vreeland es perfectamente exquisito y apropiado, y no cabe duda de que DV adoraba los perfumes. En la muestra sobre los ballet rusos de Diaghilev, que organizó en el Costume Institute, utilizó cantidades ingentes de Cuir de Russie de Chanel para aromatizar las salas. La pregunta del millón es si ella hubiera estado conforme en poner su nombre a un producto a la venta en grandes almacenes. Fue una adelantada en casi todo. Sacó a las revistas femeninas del corralito de las señoras de sociedad, reinventó el rol de la editora y fue la precursora de las exposiciones-espectáculo dedicadas a la moda, el santo grial del gremio museístico actual. Pero sacar tu propio perfume hoy no es ni precisamente novedoso o especial. Cualquier famoso de segunda fila tiene uno.

Esté donde esté Diana Vreeland –probablemente en un lugar parecido al divino jardín infernal que quiso recrear en el salón de su casa– se alegrará de que su nieto la tenga presente y de que los más jóvenes sepan quién fue. A la mujer que en su columna Why Don’t You recomendaba lavar el pelo de los niños con champán o comprar 12 rosas de brillantes, le divertirá comprobar que pese a todo su nombre ha dejado de ser sinónimo de dispendio y bancarrota. Unos 25 años después de su fallecimiento, su nombre aparece en objetivos de negocio y hojas de Excel. Algo que irremediablemente le parecerá vulgar, pero también tremendamente gracioso.

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