El horror de vivir aislada con las obsesiones de J. D. Salinger: la odisea de Joyce Maynard
‘Mujeres recluidas’, capítulo 14: lo tenía todo a sus 18 años. Escogida como la voz de su generación por The New York Times, ella era una alumna modélica de Yale y la vida le sonreía. Hasta que el autor de ‘El guardián entre el centeno’ se obsesionó con ella y empezó a escribirle cartas diarias.
«Una chica de 18 años contempla la vida». Quién diría que esta frase aparentemente inocente sería el desencadenante de un drama en varios actos de obsesiones epistolares, esperanzas, desengaños y amargo rencor masculino. Ese fue el título de un ensayo que abrió la revista de The New York Times el domingo 23 de abril de 1972. En la portada aparecía, a toda página, fotografiada en vaqueros y sujetándose una zapatilla roja gastada la autora del texto, Joyce Maynard, una menuda y atractiva estudiante prodigio de Yale que ya escribía en primera persona desde los 15 años en Seventeen. En aquel escrito, el que le cambiaría la vida, se abría en canal sobre el «cansancio» generacional de los adolescentes estadounidenses tras la resaca del verano del amor.
Fue ver a aquella morena delgadísima de ojos grandes y sonrisa afable y EE UU se obsesionó con ella. También una de las firmas más prestigiosas de la literatura: Jerome (Jerry) David Salinger. A sus 53 años, separado y con dos hijos, el genio huidizo que había triunfado con El Guardián entre el centeno y posteriormente se había aislado en una casa en el campo tras asquearse del ambiente editorial de Nueva York no cesó hasta que ella lo abandonase todo para aislarla en su cabaña de ermitaño y abandonarla sin escrúpulos ni explicaciones ocho meses después.
«Quería ser la novia de todos los americanos»
Obviando en la narración el alcoholismo de su padre o su principio de anorexia nerviosa e hipervigilancia corporal –apenas comía y ejecutaba, como mínimo, 200 abdominales al día–, Una chica de 18 años contempla la vida era, básicamente, un texto pacato de una ‘hija buena’ que deseaba caer bien a los lectores. Mientras desgranaba la sensación de formar parte de un grupo de «pacientes hiperansiosos que atesoramos los traumas de nuestra infancia» y abordar cómo convivió con la crisis de los misiles, el asesinato de Kennedy o la etapa tardía de Vietnam, Maynard también contaba que adoraba a Joan Baez, a Jackie Kennedy y que sentía anhelo por la religión. Que se sentía un bicho raro por no fumar porros como el resto y que se mostraba puritana frente a una Norteamérica que experimentaba sexualmente en plena revolución feminista, una sociedad a la que lo que «realmente le turbaba era la idea de virginidad» (ella lo era).
«Quería ser la novia de todos los americanos, la Miss Teenage America del papel impreso», diría un cuarto de siglo después al revisar su texto. Fue justamente lo que consiguió. Encasillada de forma instantánea en el arquetipo de voz generacional, las reacciones a su ensayo no solo inundaron el buzón personal que tenía asignado en Yale. Las sacas a rebosar llegaron a amontonarse en la casa de sus padres o delante de la puerta de su cuarto en el campus. Centenares de hombres, algunos chavales pero en su mayoría muchos, muchos hombres adultos, se comunican con ella. El senador Hubert Humphrey le escribe para agradecer que sea «la baza de su generación». Productores de televisión insisten en conocerla. Un director de cine la cita en el Palm Court del Hotel Plaza. Varios editores le hacen ofertas para un libro. Todos están fascinados con la chica de portada del dominical. Entre los centenares de cartas que recibe la semana después de la publicación destaca una misiva. Está fechada el 25 de abril y, como reveló en sus memorias, «después de leerla ya no me importará ninguna más». El remitente apuntaba a Cornish, New Hampshire. Sí, se trataba del mísmisimo J. D. Salinger comunicándose con ella.
«Tú y yo somos verdaderos paisanos»
«Para mí, una carta de Bob Dylan o de Johny Carson o Peter Bogdavonich habría tenido más peso que una carta de Salinger». Aunque Maynard nunca había leído El Guardián entre el centeno o Nueve Historias, la carta del escritor le deja una huella imbatible por encima de todas las demás. En ella, Salinger alaba su ensayo en el dominical y le pide que desconfíe de todos y cada uno de los perfiles de hombres interesados que van a poner en contacto con ella. «Sé de una manera vaga que es un escritor que evita la publicidad, pero ignoro su soledad legendaria», contaría Maynard en sus memorias Mi verdad (traducidas por Circe en el año 2000) a propósito de este primer contacto. Con todo, el nombre la impresiona. «El hecho de que un personaje famoso me dé su aprobación basta para fascinarme. Es algo que tiene que ver más con mi deseo de gustar que con mi ambición de ser escritora».
Maynard y Salinger se cartean durante toda la primavera. En las misivas, más que intentar ligar con ella, el escritor proyecta su experiencia personal y leyenda para mediar y ‘enderezar’ la prometedora carrera de la estudiante modelo. Solo tendrá 18 años, pero Joyce ya tiene varios encargos del Times, Mademoiselle y McCall’s. El autor insiste en ser editor de sus textos y le advierte sobre figuras, con nombres y apellidos, de las que debe desconfiar. Salinger desprecia al mundo editorial. «Aunque da la impresión de que en sus cartas habla de mí, al leerlas ahora, lo veo más claro en ellas. Sus cartas hablan de él, hablan de sus primeros éxitos. De lo males que le depararon. De la invasión de su intimidad y de los intentos de apropiarse de su vida por parte de algunos. Sus comentarios sobre las respuestas de los lectores desbordan desprecio». También le habla sobre su afición a la homeopatía (su hija Peggy desvelaría que Salinger llegaba a beberse su propia orina de forma habitual), su huerto en su finca y los ungüentos que se inventa como remedios naturales. Le describe la vida de un ermitaño. Empieza una camaradería con ella basada en ese supuesto ideal despojo de artificio frente a los aprovechados de la fama. Dice que los dos «son verdaderos paisanos».
Ella se obsesiona con él. Escribe pensando en función de los gustos y el tono del escritor únicamente para agradarle. «Toda aquella primavera, aunque asisto a clase y hago cola en el comedor con la bandeja en la mano, estoy mentalmente en Cornish». Para cuando llegue junio y se acaben las clases, Jerry y Joyce ya habrán pasado de las cartas a las llamadas casi diarias. Está en racha en lo profesional: desde The New York Times, redacción que ya visita con frecuencia, le ofrecen un puesto de aprendiz de editora para la sección editorial durante el verano. Un psicoterapeuta que se pone en contacto con ella tras leer sus textos le ofrece alojarse gratis en Manhattan mientras él y su mujer están fuera con la condición de que cuide a sus perros. Empezaba el verano de su vida, pero ella decide, primero, visitar a Jerry Salinger de una vez por todas.
«Hace mucho que te espero. Sé que no es verdad, pero diría que eres de aquí». Le diría él tras recogerla en coche y acercarla a su casa, más pequeña y oscura de lo que ella esperaba. En ese primer encuentro, Joyce aprendería que el autor desayunaba guisantes congelados y pan integral. Que su nevera está llena de frutos secos y hortalizas de su huerto. Que en su casa no hay lujos ni por asomo. Es prácticamente un asceta. Apenas un sofá de terciopelo gastadísimo, dos alfombras orientales, un par de butacas y mesas repletas de libros. Un televisor, un tocadiscos, montones de vinilos y de números atrasados del New Yorker y de The New York Times. Además de las tres habitaciones de rigor (una para Salinger y otras dos para cada uno de sus hijos para cuando le visitan), existe un cuarto pequeño y desordenado, atiborrado de libros y periódicos. Ahí está su máquina de escribir y una caja de caudales en la que tiene guardados sus manuscritos inéditos (jamás se los enseñó). La gran comilona de bienvenida consiste en pan integral con un poco de queso cheddar y nueces con miel sobre mesas plegables en el jardín. En ese fin de semana no hay deseo sexual: ella duerme en la habitación de su hija. Salinger se preocupará, eso sí, por su dieta. Le cuenta que «cuando se cocinan los alimentos, se les roban todos sus nutrientes naturales». Que no toma ni azúcar ni harina blanca. Que los lácteos no son buenos. Que ni la carne cocida ni la carne cruda «son seguras». Cuando habla de los alimentos que consume el resto del mundo él dice «veneno». «Tú no te das cuenta, pero tienes el cuerpo lleno de toxinas. ¡Los médicos! No son más que una pandilla de embaucadores que no tienen idea de nada. Hazme caso y apártate de los médicos». A pesar del panorama y el cúmulo de señales, Joyce pasará prácticamente todo el verano con él.
«Ven a buscarme»
Joyce solo trabajaría un mes en el Times. Consiguió que dos de sus textos pasaran la criba editorial y se convirtiesen en editoriales del periódico, e incluso aceptó un encargo de Gloria Steinem para escribir en la revista Mrs. y participar en la mítica convención de Miami para observar, desde su perspectiva de voz generacional, el latir feminista en la lucha por la enmienda de igualdad de derechos (ERA) –no llegaría a publicarse nunca por su escasa implicación con el movimiento, de hecho, en Miami, ella prefirió escribir una carta de diez páginas a Salinger que «fue mucho mejor que el texto que entregué a Mrs«–. Las llamadas diarias (hasta dos veces en algunas ocasiones) y todo lo que Jerry pudiese pensar sobre ella y los prejuicios de éste sobre las publicaciones –especialmente las femeninas– provoca hastío hacia cualquier trabajo. «¿Por qué no buscas a alguien que se haga cargo de esos perros y pasas aquí el resto del verano? Una chica como tú no tiene por qué aguantar el Upper West Side en agosto cuando se le ofrece la oportunidad de comer maíz recién cogido y nadar en los estanques de New Hampshire. Ahora ya sabes lo que es The New York Times. Lo que tienes que hacer es trabajar en ese libro tuyo. Yo te ayudaré». A principios de agosto, Joyce deja el trabajo en el periódico sin dar explicaciones y busca una sustituta para cuidar los perros. Pasa el resto del verano con él. Ya no volverá a escuchar a The Rolling Stones o Bob Dylan. Ni volverá a leer Seventeen. Ahora solo verá películas del Hitchcock por la noche y escuchará a grandes orquestas. Todo lo que adora Salinger. Sus padres, profesores y que se llevan 20 años de diferencia, parecen encantados con él.
Maynard perdió su virginidad con él. Pero ella sufre vaginismo. Él consultaría libros de digitopuntura para solucionarlo, pero el dolor de cabeza que le acomete es tan grande que no disfruta del sexo. Lo probarían en algunas ocasiones más, pero él tampoco parece especialmente interesado. Quiere tener hijos con ella. En otoño, cuando vuelve a Yale, decide abandonar las clases. Hasta deja su bici sin el candado puesto. No se despide de nadie. «Ven a buscarme», le dice. Él acude al vuelo en su coche.
«¿Sabes una cosa? Esto, para mí, se ha terminado»
«Quiero creer que, puesto que estoy enamorada, todo lo demás se resolverá por sí solo. Me veo en Cornish, cociendo pan y cultivando hortalizas, cosiendo y dibujando, acurrucada en el sofá por la noche mientras Jerry y nos leemos obras de teatro en voz alta o vemos películas. Estudiaré homeopatía. Cada mañana y cada noche meditaré con Jerry y dejaré que me instruya». Las aspiraciones iniciales de Maynard se ven truncadas al poco tiempo. Salinger es un ermitaño y empieza a pasar muchísimo tiempo encerrado escribiendo, empieza a hablar mal de sus padres y seres queridos y se burla de los textos de Joyce y de las revistas que lee. Mientras escribe su primera novela, ella empieza a cartearse con su hermana y confirma que echa de menos a sus amigos de New Haven. No hay nada idílico y sexy al encerrarse con un hombre de casi 55 años aislado de la sociedad mientras tienes 18 años: cada noche, tras hacer el mismo paseo vespertino, cenan con sus respectivas mesas-bandeja, separados en butacas, frente al televisor y ven las noticias. Casi siempre son hamburguesas de cordero semicocido y calabaza.
En el mes de marzo, viajan con los hijos de Salinger a la playa de Daytona. Él la obliga a visitar a una naturópata para que le trate el vaginismo. Al salir de la consulta, y sin venir a cuento, Salinger le dice: «¿Sabes una cosa? No tendré más hijos. Esto, para mí, se ha terminado». Se lo vuelve a repetir mirando al oceáno. Se vuelve hacia ella y le dice: «Será mejor que vuelvas a casa. Tienes que retirar tus cosas de mi casa. Si te vas en seguida, podrás sacarlo antes de que los niños y yo estemos de vuelta. No quiero causarles sobresaltos».
Y así fue como Maynard se vio en la calle, casi un año después de su primera carta, expulsada de la vida de Salinger. Su madre le ayudará a sacar sus cosas de la casa, mientras llora desconsolada. «Todo ha terminado rápidamente. Un día Jerry Salinger se convierte en el único hombre de mi universo. Me vuelvo a él para que me diga qué debo escribir, qué debo pensar, cómo debo vestirme, qué tengo que leer, que comer. Me dice quién soy, en quién debería convertirme. Un día después ha desaparecido de mi vida».
Maynard ya no podía volver a Yale, pero tenía su libro. A sus 19 años, con el dinero que ganó con Looking back (Mirando hacia atrás, una especie de ampliación de su célebre ensayo) se compró una casa en el campo con un pequeño terreno. Volvió a escribir periódicamente para el Times, para las revistas femeninas (siempre que necesitaba dinero) y escribió varias novelas más que alcanzaron la lista de las más vendidas de The New York Times. Se casó, tuvo dos hijos, inició una columna muy popular sobre su vida marital y con sus hijos y se divorció. Su segunda novela, To die for –basada en el caso de Pamela Smart–, se adaptó cinematográficamente con Nicole Kidman de protagonista. Hasta hizo un cameo en la cinta.
«Por más de veinte años reverencié a un hombre que no quiso saber nada de mí. J. D. Salinger fue para mí lo que a mis ojos se acerca más a una religión». Poco después de que su hija cumpliera 18 años, la edad en la que ella entró a Yale y conoció a Salinger, Maynard decidió escribir Mi verdad, donde narraba su vida y el episodio con el escritor para evidencia los abusos de poder masculino. «Este libro trata de la relación entre una mujer joven y un hombre mayor y con poder. En Estados Unidos he recibido centenares de cartas de mujeres que dicen: ‘Este libro habla de mí’; es un fenómeno universal. Además J. D. Salinger es un hombre que ha actuado con violencia en la vida de una serie de chicas muy jóvenes, y mi obligación era contarlo», explicó a Jordi Puntí durante su promoción en España. Con el libro aparecieron muchísimas jóvenes, casi niñas, que habían pasado por la cabaña del escritor, pero no ha sido hasta el #MeToo hasta cuando se ha podido leer su historia con una perspectiva de género más profunda y donde ella ha vuelto a narrarla sin el escepticismo que generó en su día.
Antes de acabar Mi verdad, y tras enterarse de que había hecho exactamente lo mismo con la niñera de unos amigos –una joven a la que sedujo y que tuvo en su cabaña hasta que se hartó de ella y la echó (se calcula que pudo llegar a hacerlo con casi una veintena de chicas jóvenes)–, decidió visitarlo. «Estás escribiendo algo, ¿verdad?», le preguntó él. «Yo escribo siempre, soy escritora», le contestó. «Has hecho carrera con la chismografía. No escribes más que comadreos estúpidos, imbéciles, ofensivos y putrefactos. Tu vida no es más que un triste cotilleo de parásito», le espetó él, en su línea habitual hacia su escritura. «El problema que tienes Joyce, es… que amas… el… mundo. Quieres explotar la relación que tuviste conmigo», le dijo. «Puede que uno de los dos haya explotado al otro. Medita y decide quién explotó a quién», contestó ella. Lo último que Salinger le dijo, fue a gritos: «¡Yo a ti no te exploté! A ti ni siquiera te conozco».
Otras mujeres confinadas de esta serie:
Enya
Zelda Fitzgerald
María Callas
Yayoi Kusama:
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