Cambie de opinión, hombre
Salinger pidió a una joven que se fuera con él. Y ella pagó contarlo
Una chica prodigio, de 18 años, que posee desparpajo escribiendo, es contratada por The New York Times Magazine para escribir sus desvelos generacionales. El primer artículo se publica en 1972 con una foto de su cara simpática, sin maquillaje, y una melena alborotada de quien ha sido sorprendida en un descanso entre clases. Es Joyce Maynard, estudiante de Yale, de futuro académico prometedor. A los pocos días, Joyce recibe una carta: la voz que le habla es idéntica a la de un personaje adorable, Holden Caulfield; el que la firma, un hombre de 53 años, J. D. Salinger. El venerado escritor le pide: “Deja la universidad, ven a vivir conmigo, ten niños, colaboraremos en obras que podremos representar juntos y sé mi pareja para siempre”.
La chica, soñadora y aventurera, se lo creyó. Llenó la mochila con esas cuatro cosas que entonces servían de equipaje a una adolescente y se fue, cortando todo vínculo con sus padres, a vivir a Cornish, el pueblo de New Hampshire en el que vivía su gurú. A los siete meses de su llegada, aquel ser huraño, encerrado todo el día en una cabaña escribiendo lo que decía ser su obra cumbre, se hartó de ella, le dio cincuenta dólares y la mandó de vuelta a casa, no sin antes reprocharle no haber estado a la altura de sus expectativas y hacerle prometer que jamás revelaría la experiencia. Maynard cumplió esta promesa durante veinticinco años, pero al llegar su hija a la edad en que las chicas sueñan con enamorar a Holden Caulfield quiso releer las viejas cartas del genio y decidió contarlo en un libro, At Home In The World. Su mirada de mujer madura le hizo contemplar el episodio con aprensión, consciente de cómo una cría puede ser la presa idónea de un adulto manipulador. Las reacciones de los críticos en un país donde abunda la literatura confesional fue brutal. La llamaron acosadora, exhibicionista, sanguijuela, ¡depredadora! Esto ocurría en 1998, en una época en que las confesiones sexuales solo perjudicaban a las mujeres, mientras que los escritores varones salían casi diría victoriosos de sus hazañas eróticas. Pero esto ha dado un vuelco, tan aceleradamente, que algunos hombres son reacios a observar con espíritu crítico las relaciones de poder del pasado; como si en esta transformación se les arrebatara algo de su sacrosanta masculinidad.
Esta semana, Maynard publicó una reflexión en The New York Times, el mismo periódico que la acogiera siendo chavala y de donde surgirían algunos de esos insultos que ha querido ver de nuevo publicados para que los lectores y los críticos reflexionen sobre el trato vejatorio que se le brindó. Recuerda cómo en un extraño acto literario, una serie de grandes escritores sentados en primera fila abandonaron la sala cuando ella subió al estrado. Sentían que lo desvelado de Salinger les repercutía íntimamente. Las mujeres no se quedaron atrás. Una reseñista aludía a una escena de libro en la que la autora cuenta cómo fue forzada a practicar sexo oral, escribiendo: “Esa boca tan activa de Maynard”. Joyce Maynard siguió publicando, pero en todas las entrevistas se le pedían cuentas del dichoso asunto, como si haberlo contado fuera un pecado por el que tiene que pagar penitencia de por vida. ¿Debería haberse callado? Durante estos años le llegaron mensajes de mujeres que le confesaban haber recibido idénticas cartas del señor Salinger, fechadas algunas en ese espantoso invierno en el que ella se vio sola y desconcertada en Cornish. Ella solo quiere ser comprendida a la luz del presente. ¿Sigue usted creyendo que fue ella la depredadora? ¿Es incapaz de cambiar de opinión?
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