_
_
_
_

El decadente cuarto oscuro de las musas de Hollywood

¿Musas o víctimas? El caso de Maureen O’Hara, y la obsesiva fijación que tenía John Ford sobre ella, se suma a la penitencia de otras actrices fetiche de cineastas ilustres.

Maureen O'Hara, en una imagen de los años 50.
Maureen O'Hara, en una imagen de los años 50.Getty (Getty Images)

Tras la revelación de Paz de la Huerta asegurando que Harvey Weinstein la violó en dos ocasiones en 2010, otras dos conocidas actrices contemporáneas han sido noticia este fin de semana en relación con el caso Weinstein. Por un lado, la impactante rabia acumulada por este escándalo en el gesto y actitud de Uma Thurman al ser preguntada por ello («He estado esperando a sentirme menos furiosa, y cuando esté lista, voy a decir lo que tengo para decir») y, por otro, las declaraciones de Michelle Pfeiffer a la BBC, asegurando que los casos de acoso sexual y agresiones en Hollywood responden a un modo sistémico: «Desde que todo esto ha salido, no ha habido ninguna mujer con la que haya hablado que no haya tenido una experiencia de este tipo y eso demuestra cuán sistemático es este problema». Mientras las actrices de nuestra generación se suman al activismo y reprobación absoluta frente a la normalización del acoso sexual, algunos han tirado de hemeroteca para refrendar la teoría de Pfeiffer y comprobar que en 1945 ya existían intérpretes dispuestas a vocear las miserias sexuales de Hollywood.

Lo ha hecho el pianista y escritor James Rhodes –que ha denunciado los abusos recibidos en su infancia por un profesor de gimnasia– desde su cuenta de Twitter, donde ha rescatado una entrevista del diario The Mirror, fechada en 1945, a la actriz Maureen O’Hara (1920-2015), una de las grandes estrellas del viejo Hollywood por sus papeles en Qué verde era mi valle, El Hombre tranquilo De ilusión también se vive. Un artículo cuya copia se puede admirar en la British Library y en el que la intérprete acusa a los productores de revanchismo y etiquetarla como «una patata fría sin sex appeal» por el simple hecho de haber rechazado las insinuaciones y acoso sexual recibido.

«Soy una indefensa víctima de Hollywood en una campaña de chismorreos porque no dejo que el productor y el director me besen o manoseen cada mañana, así que ellos han esparcido por la ciudad el rumor de que no soy una mujer y que más bien soy una estatua helada de mármol. Supongo que Hollywood no tendrá en consideración a este pedazo de mármol hasta que me divorcie de mi marido, me desentienda de mi bebé y mi nombre y mis fotografías aparezcan en todos los periódicos. Si esta es la idea de Hollywood de ‘ser una mujer’, estoy lista para renunciar». 

O’Hara, conocida como en el gremio como ‘la reina del Technicolor’, no tendría reparos en recordar estos episodios décadas más tarde («Sé que me costó papeles, pero no iba a a interpretar a la zorra, esa no era yo») cuando fue entrevistada en The Telegraph un año antes de su muerte, en 2014, coincidiendo con su Oscar honorífico. Un encuentro en el que tampoco tuvo reparos en airear lo que en su día se tildó de ‘tumultuosa’ relación con su director predilecto, John Ford y cuya lectura hoy en día es poco más que problemática.

Maureen O’Hara y John Ford en 1955.
Maureen O’Hara y John Ford en 1955.Getty (Getty Images)

En sus memorias, Tis Herself (2004), la irlandesa relató episodios de acoso y comportamientos obsesivos del director, que la adoptó como actriz fetiche tras Qué verde era mi valle (1941) y trabajaron juntos en cuatro películas más durante una década hasta Escrito bajo el sol (1955). «Le respetaba como director y le quería complacer, pero él era imposible algunas veces, especialmente cuando bebía», recordó entonces a The Telegraph. Momentos de embriaguez en los que Ford aprovechaba para escribir incoherentes cartas de amor o acusarla de traicionarle o mentirle. La cosa fue más allá cuando un día ella descubrió que el director se había colado en su casa y había revuelto todas sus pertenencias, llevándose algunas. La propia actriz asegura que esa obsesión del cineasta influyó en su carrera hacia los Oscar, y perjuró hasta que falleció que Ford urdió una campaña contra ella por «sus celos obsesivos». Una fijación que, según la intérprete, se podía hasta vislumbrar en la exitosa El hombre tranquilo (1952), donde aseguró que papel de John Wayne era un reflejo de los anhelos del director con la mujer: «Él vivía una fantasía a través de mí y de Duke (así llamaba O’Hara a John Wayne). Su idealización le llevaría hasta enviarle una tarjeta de San Valentín ilustrada por el propio Ford en la que él la observa de espaldas, simbolizando el rechazo de la intérprete (la tarjeta se subastó en 2016 por unos 1.100 dólares).

Las anécdotas siguen la estela del de otras actrices etiquetadas como ‘musas’ de otros cineastas emblemáticos que en realidad padecieron relaciones tóxicas y abusos. Como Tippi Hedren, que desveló en sus memorias (Tippi, 2016) el acoso sexual de Hitchcock durante el rodaje de Los pájaros o Marnie, la ladrona y que llevó al director a abalanzarse sobre ella en un taxi. «Fue horrible, un momento horrible», recuerda la madre de Melanie Griffith respecto a una década, la de los sesenta, en la que no se hablaba del acoso sexual y en los estudios no se valoraba a las actrices. («¿Quién de los dos era más valioso para ellos, él o yo?»).

Bjork y Lars von Trier en el festival de Cannes a propósito de ‘Bailar en la Oscuridad’.
Bjork y Lars von Trier en el festival de Cannes a propósito de ‘Bailar en la Oscuridad’.Getty (WireImage)

O el sufrimiento y angustia normalizada que directores como Lars Von Trier despliegan sobre sus actrices fetiche. Björk, tras las declaraciones en el pasado de Charlotte Gainsbourg («lleva sus obsesiones sexuales demasiado lejos»)  volvió a recordar sus problemas en el rodaje de Bailar en la Oscuridad a propósito del #Metoo: «Después de cada toma el director venía a mí y me abrazaba durante un rato largo, delante de todo el equipo, o cuando estaba sola, y me acariciaba durante unos minutos en contra de mi voluntad«, apuntó. «Cuando después de dos meses le dije que dejase de tocarme, explotó y rompió una silla en frente de todo el mundo en el set de rodaje. Como alguien al que siempre le han permitido sobar a sus actrices. Después nos mandaron a todos a casa. Durante todo el rodaje hubo constantes ofertas sexuales, extrañas, paralizantes y no deseadas, por su parte, acompañadas de descripciones gráficas, en ocasiones con su mujer estando a nuestro lado».

Ahí está también el polémico caso de la actriz Maria Schneider, que rodó una escena no consensuada sobre una violación en El último tango en París y, pese a la humillación que vivió, se vio sin apoyos a para denunciar el abuso que sin su conocimiento perpetraron Marlon Brando y Bertolucci: «Debería haber llamado a mi agente o haber tenido un abogado que viniese al set porque no puedes obligar a alguien a hacer algo que no está en el guión, pero yo no sabía aquello en aquel momento», dijo al Daily Mail años más tarde.

Joan Collins, por su parte, aseguró en el pasado que perdió el papel protagonista de Cleopatra (la protagonizaría Liz Taylor) porque no se acostó con un jefe del estudio. «Hice la prueba dos veces y era la clara candidata. Él me llevó a su oficina y me dijo: ‘¿Realmente quieres este papel?’ Yo le dije: ‘Sí, lo quiero’. ‘Bien’, me dijo, ‘entonces lo único que tienes que hacer es ser agradable conmigo’. Era un eufemismo maravilloso en los 60 para ya sabes qué», explicó la actriz en su día. «Acabé llorando y saliendo como pude de allí». Han hecho falta más de medio siglo y el valor de un buen puñado de actrices poderosas para dar la vuelta a la tortilla y frenar la normalización, o silencio, frente a este tipo de episodios.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_