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¿Cuántas veces se puede acabar el mundo?

Películas, series de televisión y literatura presentan un panorama de futuro poco halagüeño para la humanidad.

¿Cuántas veces se puede acabar el mundo?
Arte digital ©David Quiñones/Artelista.com

Héroe por accidente se alía con unos cuantos compinches para salvar el mundo de un poder totalitario que ha acabado con la individualidad, los colores, una porción importante de la población, el amor, la reproducción humana tal y como la conocemos… complete la lista. Esta sinopsis podría servir para definir un altísimo porcentaje de la ficción comercial actual. Desde que Los juegos del hambre –la tercera entrega, Sinsajo, se estrena a mediados de noviembre– sustituyó a Crepúsculo como la franquicia adolescente dominante y abrió la puerta a una colección de adaptaciones de literatura juvenil de corte similar (The Giver, Divergente, El corredor del laberinto, ahora en cartelera), la distopía, la cara oculta de la utopía, se ha convertido casi en el único escenario posible para seducir al gran público.

En la aclamada serie Utopia, los protagonistas intentan evitar una catástrofe mundial.

D.R.

La televisión no anda mucho más optimista. El estreno del verano fue The Leftovers, que se emite actualmente en Canal+, y con lo rápidos que van ahora los estados de opinión colectivos, a la serie de HBO ya le ha dado tiempo de ser vapuleada, primero, y reivindicada, después. Allí, el policía al que interpreta Justin Theroux se ocupa de las secuelas de la humanidad entera después de que el 2% de la población desapareciera sin motivo aparente.

Con la serie británica Utopia no conviene dejarse engañar por el título. Se trata de una distopía de manual en la que un misterioso poder llamado La Red persigue a una serie de individuos que intentan evitar una catástrofe mundial. David Fincher está a punto de rodar el remake estadounidense.

Jennifer Lawrence en Sinsajo, la última entrega de Los juegos del hambre.

D.R.

Por su parte, Fringe, Falling Skies y The Walking Dead siguen en la parrilla, ofreciendo distintos decorados para el fin del mundo, y Black Mirror apunta a los aspectos más alarmantes del presente tecnológico para que el espectador imagine cómo pueden torcerse en el futuro más inmediato. Algunos de sus capítulos son claramente distópicos, como el titulado Fifteen Million Merits, que imagina a la sociedad como un gigantesco talent show poblado de autómatas, y lo más probable es que el esperado macroepisodio protagonizado por Jon Hamm, que se emitirá en diciembre, vaya por ahí. De momento, su creador, Charlie Brooker, lo ha definido como una «tecnoparanoia navideña».

Tanto ambiente deshumanizado y poscatastrófico no puede ser casualidad. Algo tendrá esta década para que (prácticamente) solo quieran explicarla así. El escritor Dave Astor, autor del ensayo Por qué nos gustan las novelas distópicas, especula: «Nos fascinan las cosas terribles a las que se enfrentan los personajes. Como lectores, nos gusta rebozarnos en la miseria. No podemos apartar los ojos mientras vemos lo que los déspotas y otros malvados les hacen a los ciudadanos. Pasamos las páginas o seguimos mirando mientras nos preguntamos si los rebeldes conseguirán rehacer una sociedad maltrecha y convertirla en algo más positivo». Eso y el viejo y simple suspense: «Queremos saber quién vive y quién muere».

El mundo post-apocalíptico de The Walking Dead.

Cordon Press

Mensaje político. Antes de llevarse al cine con actores como Jennifer Lawrence y Shailene Woodley e instalarse en el más céntrico mainstream, todas esas distopías imaginarias y, en algunos casos conspiranoicas, eran solo para unos pocos y se vendían en librerías como Gigamesh, en Barcelona, templo de todo lo que huele a ciencia ficción. Su fundador, Alejo Cuervo, apunta a factores como la politización de las redes sociales para explicar su éxito actual. «Miramos con desconfianza al futuro y aceptamos más carga política en la ficción que consumimos», apunta el editor y librero, quien se atreve también a recomendar títulos más minoritarios para hambrientos del género, como Hermano pequeño de Cory Doctorow.

¿Hemos alcanzado ya el pico de la distopía?, ¿Cuántas veces más se va a acabar o, por lo menos, estropear el mundo? Algunas voces autorizadas creen que sí, que la tendencia solo puede ir a la baja. Lo predice, por ejemplo, Lois Lowry, la autora de The Giver. Y, de hecho, la adaptación cinematográfica de su novela, que se estrenó el pasado julio con Meryl Streep y Taylor Swift en el reparto, fue una decepción en taquilla. Según el escritor Jorge Carrión, quien utilizó elementos distópicos «muy clichés» en su novela Los huérfanos (2012) –«Después del Apocalipsis, algunos personajes vagabundean por un mundo semiarrasado», resume él mismo–, cree que se trata de una moda cíclica y que es difícil predecir su descenso.

Portada de Los huérfanos de Jorge Carrión.

Amazon.es

También hay quien se arremanga para subvertir la tendencia. Hace un par de años, el escritor de ciencia ficción Neal Stephenson formaba parte de un panel de debate y se quejaba de que «ya no existen grandes proyectos inspiradores». El decano de la universidad Arizona State, quien también participaba en el foro, le echó en cara: «Sois vosotros los que estáis haciendo el vago», refiriéndose a los escritores. Stephenson, quien ha descrito escenarios distópicos en su saga Criptonomicón (Ediciones B), entonó el mea culpa y fundó en la misma universidad el Centro para la Ciencia y la Imaginación. Acaba de publicar Hieroglyph (Harper Collins), una antología de varios autores que tenían la obligación de crear narrativas constructivas y «optimistas», de vislumbrar innovaciones futuras como en su día hicieron Isaac Asimov y William Gibson. Uno de los antologados, David Brin, asegura: «Es demasiado fácil ganar dinero con una historia que diga: “La civilización es basura, nuestras instituciones nunca ayudarán y tus vecinos son ovejas inútiles que jamás cooperarán en una crisis”». Dicho así, suena al 50% de lo que ponen ahora mismo en los multicines.

Fotograma de Metropolis (1927) de Fritz Lang.

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