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10 cosas sorprendentes que no conocías de la belleza victoriana

Pieles blancas, productos tóxicos, engaños… así era la industria de la belleza a mediados de s. XIX

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Entre los iconos femeninos que abundaban en la época victoriana (llamada así por el reinado de Victoria de Inglaterra en la segunda mitad de s. XIX) podríamos encontrar en la lánguida Ophelia que pintó Sir. Josh Everett Millais todos los atributos que se deseaban en una mujer: tal y como describe Nina Auerbach en su obra Woman and the Demon: the Life of a Victorian Myth, en la cultura de este periodo el ideal estaba constituido por mujeres “cadavéricas”, “en trance, dormidas, como embalsamadas en vida”.

Esto parecía contrastar con los ideales de belleza y salud que defendían muchas de las publicaciones que comenzaron a inundar las calles victorianas. Madeleine Marsh explica en su obra Compacts and Cosmetics: Beauty from Victorian Times to the Present Day que era “un deber de la mujer utilizar todos los medios a su alcance para embellecer y preservar su aspecto”, y en esta obsesión por alcanzar el ideal de “rosa inglesa”, tierna, delicada y con rubores naturales, nosotros repasamos las 10 cosas que debes conocer sobre la belleza de la época:

1. Los cosméticos eran “indecentes”: la discreción suponía el dogma de las damas victorianas en cuanto al maquillaje se refiere ya que su uso obvio era considerado de “actrices y mujeres de la calle”. Harriet Hubbard Ayer, columnista norteamericana de la época experta en belleza y dueña de la marca de cosméticos Recamier, recomendaba en su libro A complete and authentic teatrise of the laws of health and beauty (1902) no utilizar cosméticos hasta los 30 años, pero a partir de esa edad una mujer debía juzgar si utilizarlos o no. Entre los cosméticos que estaban mejor vistos se encontraba el llamado “rouge” (colorete) y los polvos, siempre y cuando fuesen discretos. Marsh recoge que tampoco había ninguna vergüenza en comprar “mejoradores” de piel y de pelo. En cualquier caso, lo que primaba era conseguir un resultado natural. Los perfumes seguían la misma línea que el maquillaje: debían ser delicados, como la violeta o la lavanda, y evitaban asociarse con olores más fuertes, como el almizcle o el pachuli.

The Granger Collection (The Granger Collection, New York)

Este blanqueador de piel era uno de los productos más populares de la época.

Cordon Press

2. La piel, la obsesión de la belleza victoriana: es en esta parte del cuerpo donde se concentra la industria de la belleza del momento. Debía ser brillante, sin ningún tipo de imperfección y sobre todo, lo más blanca posible. Lola Montez, condesa de Landsfeld y autora del libro Arts of beauty (or secrets of a lady’s toilet) (1858) coincidía con Harriet Hubbard en que la limpieza diaria era el mejor secreto de belleza para mantener una piel inmaculada. Los baños con agua a diferentes temperaturas (como hacía la gran estrella Sara Bernhardt) y jabones puros eran “mejor que que las caras lociones”. Pero en el baño no era suficiente con la esponja, debía frotarse vigorosamente la piel, como con los cepillos “de piel de camello” que recomendaba Hubbard Ayer.

3. Belleza por envenenamiento: En su afán por conseguir una piel perfecta, se utilizaban productos inverosímiles que “destrozaban la salud”, como la ingesta de tiza o las dosis de mercurio que tomaban en la corte de Jorge I, según recoge Montez. Para las afecciones cutáneas, Hubbard Ayer recomendaba tomar “baños de azufre” y jabones que contenían azufres. Entre los blanqueadores aconsejados, existía un líquido que contenía mercurio, sustancias tóxicas que actualmente parecen increíbles de utilizar sobre el cuerpo humano. Dentro de las imperfecciones que se querían eliminar, como espinillas o puntos negros, se incluían también las pecas, que se podían quitar “frotando la piel”.

4. Las arrugas, ese gran enemigo: los remedios que utilizaban para combatir arrugas iban desde frotar diariamente la piel con servilletas secas, a un tratamiento rejuvenecedor llamado “baños eléctricos” por el que el paciente se sumergía en un bañera con agua y sal y se aplicaba electricidad a través de una esponja y una pila galvánica. La corriente, que podía ser regulada, era una forma de devolver la firmeza a los músculos y como recoge Hubbard Ayer, los efectos eran temporales. Otro sistema era el llamado “sueco”, consistente en los masajes que introdujo el sueco Perk Henrik Ling. El remedio casero más “curioso” consistía en vendarse la cara en carne cruda ante de irse a la cama para evitar las arrugas, una costumbre que recoge Lola Montez en su obra.

Muchos de los anuncios se centraban en productos específicos para el cuidado del pelo, una de las obsesiones de las damas victorianas.

Corbis

5. Una ideal que duele (y hiere): los remedios con los que se embellecían otras partes del cuerpo resultaban también muy extremos. Así, las damas victorianas podían exprimirse zumo de naranja sobre el ojo para tenerlos brillantes, usar pomada de mercurio sobre el párpado para los ojos hinchados, o depilarse con preparados cáusticos de arsénico, lima y potasio que a menudo “provocaban úlceras y llagas”, explica Montez.

6. El pelo, ese (otro) objeto de deseo: el cabello era la otra obsesión de las damas victorianas. Uno de los tonos de pelo más deseado era el rubio, que se conseguía con peróxido de hidrógeno. Lola Montez escribió que los productos que se utilizaban coloreaban el pelo quemándolo. Concienciados de su cuidado, se recomendaba un cepillado de 10 minutos 4 veces al día y existían productos específicos para evitar la caída del pelo, la descamación del cuero cabelludo… Uno de los más populares fue la grasa de oso, un cosmético que usaban tanto hombres como mujeres para el crecimiento del cabello. El preferido era el oso pardo, y fue tan demandado que consiguieron “diezmar la población rusa de osos”, describe Marsh.

7. El paso a una belleza de masas: La industrialización trajo consigo la publicación masiva de anuncios entusiastas que prometían con sus productos alcanzar el ideal de belleza deseado. Por primera vez, la industria no se dirigía a un público elitista, sino que incluía un nuevo tipo de consumidora, la mujer pudiente de clase trabajadora. Tanto las ‘drug-store’ norteamericanas como las ‘pharmacies’ inglesas hicieron que la belleza fuera asequible para un mayor número de personas de menor poder económico. Una de las mayores fortunas fue la de la familia Boot, que se dio cuenta que comprando a granel y aumentando el volumen de ventas podía reducir los precios. Cambió el nombre de su empresa a "Boot Cash Chemist" haciendo hincapié en lo accesible por el precio. ¿En qué se tradujo? Pasar de 130 tiendas en el cambio de siglo a 560 en 1914.

Desde «purificadores de sangre» a siniestras mascarillas para el rostro, la época victoriana será uno de los periodos más extraños de la cosmética.

Corbis

8. Escenario para el panorama actual: Los artículos para la piel vinieron de América hacia 1840 y derivaron en productos y compañías que sobreviven a nuestros días, como es el caso de Pond`s, creada en esta época por Theron T. Pond a raíz del éxito conseguido con su Pond’s Extract. Un producto novedoso fue el que descubrió el farmacéutico Robert A. Chesebrough, un residuo del petróleo con propiedades curativas que en 1872 patentó como la vaselina. Este producto revolucionó el tocador: las mujeres lo usaban como hidratante, aceite capilar y brillo de labios.

9. Un mercado de "charlatanes": hubo muchos que quisieron sacar beneficio a través de los productos sin prescripción médica, cuya elaboración resultaba un arte casi oscura. Esto fue denunciado por diarios como Toilette of Health, que acorde con Marsh, declaraba: "nos aventuramos a decir que los cosméticos que mantienen su composición en secreto son fraudulentos y están compuestos principalmente de mercurio y plomo". Tal y como explica Thomas Richards en The Commodity Culture of Victorian England: Avertising and Spectacle 1851-1914, al no haber leyes para "regular la verdad de la publicidad, no había manera de pararlos una vez que habían ganado acceso al público masivo a través de la prensa victoriana".

Probablemente el caso más sonado sea el de Madame Rachel, una mujer que a través de su tienda en Bond Street (Londres) y su concepto “Beautiful For Ever” engañó a las damas más ricas de la ciudad: bajo unos nombres exóticos vendía a unos precios desorbitados productos que realmente estaban adulterados. Acabó sus días en prisión por extorsionar a sus clientas, que se veían obligadas a pagar o empeñar sus joyas a cambio de la discreción o el silencio de la estafadora, como describe Daily Mail.

10. Belleza “Do it yourself”: ante la amenaza de estos productos perjudiciales, algunas voces expertas como Lola Montez recomendaban a las mujeres ser sus propias fabricantes, “no ya por una cuestión económica, sino de seguridad”. Así empezaron a publicarse libros que en realidad eran recetarios donde se explicaba la elaboración de los tratamientos más eficaces como si fuesen una delicia culinaria. Para preparar sus lociones y pomadas, las mujeres solo tenían que acudir a la botica o a su propio jardín. Entre los ingredientes más comunes se incluía el agua de rosas, el aceite de almendras, huevos, ron, brandy blanco, cera blanca, bergamota y otros más especializados como almizcle, ambargris, espermaceti (aceite blanquecino que se extraía del cráneo del cachalote) o tintura de benzoína, un componente que se utilizaba en remedios para la piel.

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