Cómo me dejé el pelo blanco y conseguí la seguridad que nunca tuve
¿Qué ventajas tiene el pelo blanco? Todas. No uso suavizante, ni mascarilla, ni ningún tipo de producto para fortalecer o hacerlo brillar.
En marzo de 2020 dejé de teñirme. Pensé: ¿para qué voy a teñirme ahora si no me va a ver nadie y además se está acabando el mundo? Las canas avanzaron sin control, sin encontrar resistencia. Cuando por fin nos dejaron salir a pasear me puse un pañuelo como si fuera una diadema para ahorrar a mis amigos el paso intermedio. Mis amigas fueron poco receptivas: «Ana, me niego a que te dejes el pelo blanco; vas a parecer una profesora de religión renegada y expulsada por hippy y nos vas a envejecer a todas». Tenemos esa clase de amistad en la que el amor incondicional se expresa así. Mis hijas, que durante muchos años se habían negado a la idea («vas a parecer una abuela y ya tenemos dos»), no le dieron la más mínima importancia: «Estás como siempre», dijeron, confirmando así que no me prestan ninguna atención. Seguí adelante con el plan. En julio, cuando llevaba cuatro meses sin teñirme, fui a la peluquería a darme unos reflejos rubios que durante el verano aclararan el resto del pelo e hicieran la transición menos dura. Menos dura para los demás porque yo estaba bastante encantada. Durante todo el proceso, en ningún momento, me vi fea o descuidada o pensé que me estaba equivocando. Cuando me miraba en el espejo o me veía en alguna foto la sensación que recuerdo era la sorpresa por el rápido avance del blanco. En cuatro meses la mitad de mi cabeza estaba ya completamente cana: si me hubiera cortado el pelo muy corto la transición hubiera sido rapidísima.
En febrero de 1998, en pleno duelo por la reciente muerte de mi padre, pensé que quizás sería buena idea cortarme el pelo, pero cortármelo de verdad, hacer un cambio radical. Tenía 24 años y llevaba desde los 12 con una melenita ridícula que me cortaba mi madre de vez en cuando. Mi última incursión en una peluquería había sido acompañando a mi abuela, teniendo yo ocho o nueve años, a una que había en la plaza de Colón, antes de que allí solo hubiera oficinas y restaurantes para turistas. «Estoy pensando en cortarme el pelo», dije en voz alta, como si se lo estuviera consultando a alguien, a pesar de que, en aquellos momentos de duelo, mis hermanos, mi madre y yo ocupábamos la misma casa tratando de no molestarnos, de no chocar, de no tocar nada que removiera la pena común.
«Ana, hazlo pero haz algo radical», me dijo mi hermano pequeño. Y así es como llegué a la peluquería a la que me mandó mi madre, en la calle Alberto Alcocer, y dije: «Hola, vengo a cortarme el pelo corto, pero tengo tres condiciones: no quiero parecer una señora mayor, no quiero parecer una bombilla y yo no uso nunca secador». Con esas instrucciones podía haber salido de allí hecha un desastre o que me hubieran echado por chula, pero aquellas tres condiciones fueron el principio de una gran amistad que ha hecho que durante 25 años solo una persona me haya cortado el pelo y se haya preocupado de mi aspecto: Toñi.
No recuerdo cuando empecé a tener canas pero fue poco después de aquello. Hebras blancas por toda la cabeza perfectamente visibles entre mi pelo castaño oscuro. Recuerdo la sorpresa: ¿Pero cómo voy a tener canas con veinticinco años? Cuando me casé, tres años después, mi madre me dijo: «Hija, deberías darte unos reflejos o algo para que no se te vean las canas». (El apoyo familiar en mi casa es algo claramente hereditario). No recuerdo ya si le hice caso o no, pero sí que poco después empecé a darme esos reflejos para tratar de disimular las canas y poco después comencé a teñirme porque ya no eran hebras: tenía el pelo blanco con treinta años. Teñirse es cansadísimo, implica pasarse tres horas en la peluquería entre que llegas, te tiñen, esperas, te lavan y te cortan… Sé que hay gente a la que le gusta ir a la peluquería, pero para mí era una tortura y un gasto exorbitante: de media, unos 70 euros cada dos meses. Por supuesto, el mes que no acudía a la peluquería tenía que teñirme en casa con toda la parafernalia que eso significa: camiseta vieja, toalla vieja, el baño empantanado mientras te untas la cabeza del mejunje de olor penetrante, el lavado posterior… para ocultar las canas y aguantar un mes más antes de volver a la peluquería.
Si empecé a teñirme con 30 años, con 32 empecé a decir en voz alta que con 40 me iba a dejar las canas. La propuesta era tan loca que nadie me prestaba la más mínima atención: era igual que si dijera «con 40 me voy a hacer hare krishna», nadie me creía. Según se acercaban mis 40, más veces lo repetía, y a fuerza de repetirme la gente empezó a hacerme caso: no puedes hacer eso, parecerás más vieja. ¿Más vieja que qué? Aparentaré la edad que tengo, ni más ni menos.
El verano del 2020 lo pasé entre gorras y pañuelos y en octubre solo las puntas mantenían algo de color. Muchas mujeres me han preguntado cómo fue el tránsito porque ellas no se atreven. Para mí fue fácil: estaba decidida desde el principio y sabía que solo serían unos meses. Ayudó también que yo sabía que tenía muchísimas canas, que la transición no pasaría esa etapa que la gente llama de «parecer descuidada o sucia» y que llegaría pronto al pelo blanco.
¿Qué ventajas tiene el pelo blanco? Todas. No uso suavizante, ni mascarilla, ni ningún tipo de producto para fortalecerlo o hacerlo brillar. Una vez cada 15 días uso un champú especial para pelo canoso para que no amarillee. En cuanto al aspecto del pelo: es otro mundo, está más fuerte, más sano, más brillante y crece más rápido y más abundante. Sé que suena como un anuncio pero es la realidad. El comentario que más recibo es: «Es increíble el pelazo que tienes». Otras consecuencias inesperadas: las canas han cambiado mi manera de vestir: el azul marino y los azules en general son ahora un acierto y los pendientes más grandes y llamativos encajan perfectamente con mi nuevo aspecto. El pelo blanco, además, me ha dado una seguridad en mi aspecto que no tuve nunca.
¿Cómo me ven los demás? Para empezar: me ven, porque el pelo blanco llama la atención. A pesar de que ahora la moda nos intente colar que dejarse el pelo blanco es tendencia, la mayor parte de las veces soy la única mujer menor de 70 años y con el pelo blanco en cualquier ambiente que frecuente. Ahora tengo una visibilidad que como mujer con pelo castaño nunca tuve. Con mi pelo blanco la gente me ve, me reconoce y se acuerda de mí.
Un año antes de decidir dejar de teñirme discutí con mi mejor amigo. Él, de mi misma edad y que, por supuesto, no se tiñe y luce un pelo gris casi blanco desde hace años, defendía esa idea tan extendida de que «el pelo blanco envejece a las mujeres». Me encendí intentando que comprendiera que esa consideración es cultural. La publicidad, el cine, las modas nos han hecho creer que las mujeres de cincuenta años no tienen el pelo blanco, que son las menos las que tienen canas y que, las que lo tienen, parecen por eso más viejas porque el pelo blanco solo lo tienen las ancianas. Por el contrario, estamos inundados de imágenes de hombres considerados atractivos y maduros con el pelo gris.
¿Me veo más vieja? No. Me veo con la edad que tengo. Como dice Andy McDowell: «Estoy cansada de intentar parecer más joven». Las mujeres de 50 años tenemos canas y a mí mi pelo blanco me ha cambiado la vida. Lo he pensado mejor.
Yo me veo estupenda.
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