El líder y yo (y nadie en medio)
El mismo fenómeno que acaba con las tiendas, los cines y las agencias de viaje afecta a la política, y nos lleva al cesarismo y la frivolidad.
Uno de tantos fenómenos imparables que ha traído la revolución digital se llama desintermediación. Es el que nos lleva a reservar vuelo y hotel sin pasar por una agencia de viajes, a manejar cuentas sin pisar una oficina bancaria, a que marcas de ropa vendan en la web sin pasar por tienda alguna, o que Netflix produzca cine que no se proyecta en cines. La desintermediación ahorra costes e incomodidades a empresas y usuarios, claro, pero deja víctimas evidentes: las agendas de viaje, las oficinas bancarias, las tiendas de ropa, los cines. El cliente siempre tiene la razón. En EE UU cunde la alarma con el ritmo al que cierran los centros comerciales, que en muchos sitios son el verdadero centro, la plaza de los pueblos que no tienen forma de pueblo sino de urbanizaciones desperdigadas entre autopistas.
Tenemos un consumo desintermediado. Pero ¿podemos tener una democracia desintermediada? ¿Una en la que el líder dice que solo responde ante el pueblo, sin estructuras intermedias como son los aparatos de los partidos? ¿En la que el líder se comunica con su gente directamente, evitando al periodismo profesional? Lo digital (aunque no solo eso) ha debilitado los establishment político y mediático. Es lo que Steven Levitsky llama “la democratización de las democracias”: antes los partidos controlaban las candidaturas y la información fluía por un puñado de medios. Ambas estructuras tendían a la moderación: competían por seducir al ciudadano medio.
Hoy estamos fragmentados y polarizados. Emerge un nuevo cesarismo. Dirigentes estridentes se hacen con el control de partidos viejos, forzados a seguir sus ocurrencias, o crean partidos más personalistas que los de antes. Como son elegidos en primarias, no creen deber nada a nadie en su partido, ni se sienten obligados a integrar a sus corrientes. Como desprecian a los medios, no se someten a ruedas de prensa ni a entrevistas incómodas, sino que se comunican en Twitter o hacen correr sus mensajes (cuando no bulos) por Whatsapp.
En las redes manda el mensaje simple (y unidireccional, por cierto). La política compite ahí con el entretenimiento, y se mimetiza con este. En una democracia desintermediada, en una sociedad hiperdigitalizada, en la política espectáculo, ¿somos ciudadanos o somos audiencia? ¿Electores o followers? ¿Vale un voto lo que un me gusta? ¿Un meme lo que un programa político? Hay más voces, pero ¿hay más diálogo?
El Ágora era una plaza de verdad, una explanada donde los griegos antiguos se reunían a debatir los asuntos públicos de su ciudad. Allí nació la democracia. Que no le pase al Ágora como a los centros comerciales atrapados entre autopistas. Probamos cosas, tenemos que hacerlo, pero no encontramos nada mejor que el viejo invento de los griegos. Y ni antes ni ahora estamos a salvo de los demagogos.
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