Por qué los padres escuchan música en Spotify… y sus hijos en YouTube
Hacer una playlist de trap con SnapTube. ¿Suena a chino? Quizás no seas de la generación z y prefieras a Nirvana en una plataforma de pago. Pero algo une a progenitores y descendencia: el streaming, la revolución del consumo musical este siglo
Álvaro Funes, de 18 años, espera a una amiga, en una boca de metro. Del minúsculo altavoz de su smartphone suena trap, una mezcla de hip hop y electrónica, a un volumen sorprendentemente alto. “Me pongo temas y vídeos musicales, en el móvil”, cuenta sobre sus hábitos musicales. Y recalca: “Antes tenía Spotify, pero ahora prefiero bajarme vídeos de YouTube, con TubeMate, la de toda la vida”, dice sobre esta aplicación para descargar contenido del famoso portal. Al llegar su amiga, le pide un favor: “Sácanos una foto, anda. Que me están entrevistando”. Tiene miles de followers en Instagram, asegura.
A unos pocos metros, se encuentra Irene Siles, de 23 años, con los cascos puestos. Se los quita para responder. Trabaja en publicidad y cuenta que se pone música en Spotify para levantar el ánimo, en los picos de estrés. En cuanto a gustos, es variopinta: “Me gusta el indie, el reggae, las listas de éxitos… Escucho playlists de Spotify y descubro grupos”, cuenta. Se pone también música en YouTube, pero prefiere pagar una suscripción familiar en Spotify, que comparte con su hermano.
Para Etna Tejero, 14 años, YouTube es una gran herramienta para conocer música. Lo hace con su smartphone (tuvo el primero hace dos años). Su música favorita es el electropop, aunque sus amigos prefieren el reggaetón. “No me gusta porque el ritmo no lleva a ningún lado”, dice. A pesar de las diferencias, intercambian canciones: “Si encuentro algo que me gusta, lo comparto por WhatsApp”, comenta.
La música cambia, la manera de escucharla también. En los últimos años, nuestro consumo musical se ha transformado por completo con el streaming: la tecnología que permite acceder al contenido a la vez que se descarga; sin acumular un montón de archivos en nuestros dispositivos (como sucedía con las descargas en la década pasada). Su auge va ligado a la expansión del smartphone, que se ha convertido en algo así como un walkman con millones de canciones disponibles, un invento que hubiera sonado a ciencia ficción cuando Etna, Álvaro o Irene nacieron.
‘Value gap’: ¿de quién es la gallina de los huevos de oro?
José María Barbat, presidente de Sony, no da cifras sobre cuánto cobra un artista por escuchas en streaming: “Depende de cada contrato, compañía… Sí puedo decir que para generar un euro son muchos plays”. Para las discográficas, el grueso de los ingresos del streaming viene de los suscriptores de plataformas como Spotify o Apple Music. “Hemos pagado más de 5.000 millones de euros a los propietarios de los derechos desde 2008”, recalca Javier Gayoso, de Spotify. Con YouTube es diferente: este portal de vídeos se sostiene principalmente con publicidad. Aquí surgen las discrepancias por el value gap (brecha de valor, en castellano). Según la IFPI –que representa a discográficas de todo el mundo– es el “creciente desajuste entre el valor que servicios para subir contenido de usuarios, como YouTube, extraen de la música y los ingresos que a su vez reportan a la comunidad musical”. Explican que en 2015 Spotify pagó en EE UU 17 € a las discográficas por usuario, mientras que con YouTube la cantidad quedó en 0,90 € por consumidor. La polémica está servida. “Sus ganancias por publicidad son masivas y se deberían repartir mejor”, recalca Barbat. “Esta ingente cantidad de consumo de música se traduce para la industria en sólo un 18% de los ingresos”, explica Antonio Guisasola, de Promusicae. YouTube, obviamente, difiere: “No somos una plataforma de streaming. La experiencia de música es diferente, tanto para el usuario como para el artista o los intermediarios”, resalta una portavoz. Y el jefe de su área musical, Lyor Cohen, explica en un comunicado que “cada artista debe saber en qué plataforma se mueve”. Con nuevos negocios, surgen nuevas discrepancias. ▪
La explosión del streaming es un brote verde para la industria musical, tan baqueteada por la piratería. Hemos vuelto a pagar por escuchar canciones. En 2016, la venta de música grabada en todo el mundo subió un 5,9%, el mayor aumento desde 1997, según IFPI, órgano que aúna discográficas de todo el mundo. En España, la mejoría también se ha notado. “En lo económico, el crecimiento de nuestro sector viene de la mano del streaming”, apunta Antonio Guisasola, presidente de Promusicae; entidad que representa la industria discográfica española. Son buenos tiempos –o al menos, mejores– para la música.
Accesibilidad e inmediatez. Son las coordenadas sobre las que se ha expandido el streaming: millones de personas pueden escuchar millones de canciones en el momento, moviendo sus pulgares. Este uso se ha ramificado con la creación de distintas plataformas, dirigidas a perfiles diferenciados; sobre todo, por edad. No es lo mismo el treintañero que escucha discos de su adolescencia en Spotify, que el adolescente que sigue a AuronPlay (famoso youtuber) y escucha trap.
Fuentes
Un estudio de MIDia, compañía dedicada al análisis de medios y tecnología, revela que, de 12 a 15 años, YouTube es con diferencia la principal fuente de música entre adolescentes británicos, grueso de un mercado musical de referencia. Desde que apareció en 2005, ha pasado de ser un portal sobre todo de vídeos caseros a convertirse en el mayor difusor actual de contenidos audiovisuales. Su papel en la música es poderoso: recientemente, el videoclip de Despacito, de Luis Fonsi con Daddy Yankee, llegó a los 4.000 millones de visitas, convirtiéndose en el más visto en la historia de la compañía. Para dimensionarlo: es como si toda la población de China, multiplicada por tres, hubiera hecho clic en este pegadizo reggaetón.
Los videoclips también fueron fundamentales en los 80 y 90, pero en esta explosión digital –en la que vemos vídeos hasta en el baño– su uso se ha democratizado y su papel es determinante: “Ya no necesitas ser Michael Jackson para hacer un vídeo. Se puede crear algo bueno con medios relativamente poco caros”, recalca Kevin Allocca, director de tendencias y cultura en YouTube. Lo vemos, por ejemplo, en los videoclips de nuevas estrellas del trap aquí, como Bad Gyal o Ms Nina: salen entre bloques de extrarradio, por la calle o simplemente comiendo pizza. No hay pretensión de emular superproducciones y eso es eso lo que conecta con sus seguidores. El mensaje es similar al del punk en los 70: si ellas lo hacen, ¿por qué no voy a poder yo?
Kevin explica las claves para realizar un vídeo musical que resalte en YouTube, entre las cientos de horas de material que se suben cada minuto: “Debe captar tu identidad de manera sencilla y no estar muy vinculado a códigos o formas lingüísticas muy concretas, para que se entienda bien en diferentes lugares”, detalla. Apunten, potenciales estrellas de la era digital…
En 2015, Spotify pagó en EE UU 17 euros por cada usuario en concepto de derechos de autor; YouTube pagó 0,90 por usuario.
Pero YouTube también se utiliza como fuente de música, sin importar la imagen: varias aplicaciones permiten hacer playlists con sus vídeos, para escuchar con el móvil (“SnapTube es fácil de usar”, resalta Etna). “En España, plataformas como YouTube o Vevo son visitadas por un 86% de los internautas para escuchar música”, explica el presidente de Promusicae, haciendo referencia a estudios recientes de IFPI.
¿Y qué música buscan en YouTube esos casi nueve de cada diez internautas? Primero, electrolatino; seguido de hip hop; según un estudio realizado por esta compañía a partir de los 200 vídeoclips de artistas nacionales con más reproducciones, entre 2014 y 2016. Estos gustos son los de los reyes de este territorio digital y el objetivo más goloso para las discográficas: millennials y la generación z –los nacidos entre los 80 y 90, y en este milenio; respectivamente.
El autor del estudio, Ignacio Gallego –director del máster en industria musical y estudios sonoros, en la Universidad Carlos III– destaca algunas actitudes de estos consumidores: “En YouTube hay una audiencia que funciona con una lógica distinta al de otras plataformas. Son adolescentes o jóvenes que consumen cosas que no están en otros sitios”. Explica por qué: “En los 70, los chavales se subían a su cuarto a escuchar la radio, para no ver la tele con la familia. Aquí la mentalidad es parecida: quieren un espacio propio, que los mayores no entiendan”.
Un espacio propio necesita sus propias estrellas. Y YouTube las crea a gran escala, sólo que en a veces escapan al radar de los adultos o de los medios tradicionales. Nyno Vargas (25 años) descubrió el rap con 13 años, cuando un amigo le dejó un reproductor de mp3. Entre cantaores de flamenco, se quedó prendado con un disco de los raperos Violadores del Verso. “No tenía móvil ni ordenador en casa, así que me iba al locutorio a ver vídeos de rap, a espaldas de mi familia. Me daba vergüenza que se enteraran de que me gustaba esa música”, cuenta este músico gitano, crecido en el barrio valenciano de las 613 Viviendas.
Empezó a rapear, grabó sus primeras maquetas con un micrófono enchufado al ordenador de un amigo y, con el dinero ahorrado vendiendo zapatos en mercadillos, grabó su primer vídeo: “Lo hicimos con una cámara de fotos que hacía clips de 15 segundos”, cuenta. El resultado, Masacre lirical, superó sus expectativas: “A mis amigos les dije: ‘Si llega a 2.000 visitas en un mes, lo celebramos en el kebab’. Tuvo 5.000”, cuenta. En el momento de escribir este reportaje, lleva más de 1.300.000 visualizaciones. Nyno era un estrella en YouTube, pero seguía vendiendo zapatos; hasta que una multinacional, Warner Music, lo fichó: “Continúo grabando mis canciones, moviendo redes… Pero con ellos llego a sitios que un particular no accede, como la radio”, cuenta. Ahora, tiene a la vista proyectos en Miami y se ha mudado a un barrio acomodado: “Mi familia flipa”, cuenta. Es la historia del nuevo triunfador de la era digital.
José María Barbat (47, Barcelona), presidente de Sony Music en España y Portugal, da la visión desde el otro lado: de la gran discográfica que busca talento. “Antes seguíamos una estrategia push, de empujar [en inglés]. Lanzábamos un artista a través de los canales a nuestro alcance para llegar a la gente. Ahora, es más de pull [tirar de]. Buscamos fenómenos virales con una base artística, para desarrollar una carrera”, explica. La imagen romántica del cazatalentos paseando por los bares para descubrir a la próxima estrella, ha pasado a la de un experto en datos sentado frente al ordenador.
El gran reto para la industria musical es cómo sacar partido económico a estos nuevos hábitos. Aquí, entran en juego las plataformas de streaming. Han resuelto –o están en ello– el enigma que durante años rodeó a la piratería: ¿cómo hacer que el consumidor pague por algo que puede ser gratis? La respuesta ha sido un modelo que funciona con suscriptores y una tecnología eficaz: por unos 10 € al mes, estas marcas –Spotify, Apple Music, Deezer…– dan acceso a catálogos enteros (ofrecen también versiones gratuitas, con publicidad y escuchas limitadas).
“No tiene sentido hacer algo de manera ilegal si está a mano hacerlo de forma legal, fácilmente”, recalca Barbat sobre la buena aceptación de estos servicios. Esto, claro, tratándose del consumidor con cierto poder adquisitivo y que recuerda los tiempos en que 10 euros daban para un CD en la sección de ofertas. Es decir: los de veintimuchos para arriba.
Spotify está en 61 países y tiene 140 millones usuarios activos al mes, tras tan sólo nueve años en el mercado. “Hemos sido motor de crecimiento de la industria tras 12 años seguidos de caídas”, recalca Javier Gayoso (46, Madrid), director de la compañía en España. La clave ha sido acercarse al oyente. Esta y plataformas similares son mucho más que meras herramientas para reproducir música. Tienen –y sobre todo, buscan– un rol activo en la manera de consumirla. “Trabajamos en la diversificación de nuestras playlists, tanto en las creadas por nuestro equipo editorial como las que hacemos en base a gustos de cada usuario”, explica Javier.
La playlist –una selección de temas, según estados de ánimo, edad o géneros– es el pilar de esta oferta cada vez más personalizada, y que funciona con nuevas formas de análisis del mercado musical. Datos y estadísticas han sustituido al olfato y los palos de ciego de la era analógica. “Las plataformas estudian el perfil de sus usuarios y sus preferencias. Estos datos sirven para seguir tendencias, observar el comportamiento y ofrecer mejor contenido”, subraya Pablo Skaf, cabeza de Deezer en nuestro país, otra de las principales plataformas de streaming de música aquí.
Leiva, otrora en Pereza y ahora en solitario, escucha vinilos en casa y Spotify en el coche. Ve algún pero en esta plataforma: “La compresión musical que usan no me gusta. Aprietan mucho el sonido de los discos”. Pero valora su rol: “Todo lo que suponga acceso a mi música me parece positivo”. Y Juan Aguirre, de Amaral, hace una confesión reveladora: “En mi último cumpleaños me regalaron el último disco de Arcade Fire, que me encanta. Aún no lo he abierto”. Lo escucha en Spotify, cuenta. Ambos, vivieron las vacas gordas de la industria, su desplome y, ahora, su renacer.
En la Puerta del Sol, Álvaro muestra con su móvil un vídeo de amigos suyos haciendo trap. “Esto es el siglo XXI. Avanza la gente y no te puedes quedar atrás”, dice entre la broma y lo categórico. Barbat, de Sony Music, es optimista pero cauto con lo que viene: “La implantación del smartphone en nuevos mercados, como América Latina o China, es positiva. Pero se tienen que ajustar muchas variables”. “Seguiremos innovando tecnológicamente para evolucionar nuestro ecosistema”, dicen en Spotify sobre sus próximos retos. Para Etna, a punto de cumplir los 15, es todo más sencillo: “Yo estoy bastante contenta con los cambios en la música. Se puede escuchar de todo y en cualquier momento”.
Génesis 3.0
En el principio, el sonido se perdía. Y para oír música había que ir a una taberna o al teatro. Y el ser humano se hartó de beber cerveza aguada para escuchar zarzuela. Y Thomas Edison creó el sonido enlatado. Y después vino el vinilo. Y el empresario vio negocio. Y se puso a vender coplas y sesiones de darkside jungle; y nacieron Prince y Bertín Osborne.
En aquellos discos de 78 rpm cabían dos temas de tres minutos. Y nacía el estandar. Singles a degüello. Había poco dinero y tenían que convencernos rápido. Luego vinieron las 45 revoluciones. Y con ellas Elvis. Y los Beatles. Y Los Brincos.
La gente compraba más discos. Y Bob Dylan sacó canciones de siete minutos. Y los artistas grabaron LP’s de 45 minutos a 33 rpm. Y los empresarios se frotaban las manos. Y vinieron Led Zeppelin y Genesis. Y Bowie. Y teníamos más dinero para comprar álbumes. Pero no tanto: los oíamos una y otra vez. Y nos los aprendíamos. Llegaron los CD y los ordenadores.
Y vino el streaming y YouTube. Y los artistas tuvieron que enganchar en cinco segundos. Y las canciones duraron tres minutos otra vez. Y los empresarios se echaron las manos a la cabeza. Y escuchar música fue como abrir el grifo. Y dejamos de oír lo mismo on repeat. Y la creación nunca fue tan bonita para los que adoramos darle al play…
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