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Cuatro horas de normalidad en la cárcel

Las jornadas de convivencia en las prisiones entre reclusos y familiares ayudan a reforzar los vínculos y desterrar tópicos

Rafa Burgos
Catarina y su novio durante la visita en Fontcalent (Alicante).
Catarina y su novio durante la visita en Fontcalent (Alicante).PEPE OLIVARES (EL PAÍS)

Unas ochenta personas cruzan un sábado de diciembre las puertas de la prisión de Fontcalent (Alicante). Una a una, van traspasando las cancelas, que funcionan como esclusas: ninguna se abre hasta que no está cerrada la anterior. El sonido del metal que se cierra sobrecoge a todos. En la sala que da acceso al patio, un funcionario va recogiendo sus DNI, pasaportes o números de identidad de extranjero (NIE). Son familiares de presos y van a compartir cuatro horas con ellos. La idea es que conozcan las instalaciones, comprueben cómo están los internos y, de alguna manera, se tranquilicen. “A veces, la imaginación es terrible”, dice el director de la prisión, Santiago de las Heras.

Este tipo de jornadas se realizan en todas las prisiones españolas y están dirigidas a los presos que participan en los módulos de respeto, unos departamentos en los que los internos pueden apuntarse voluntariamente y que se rigen por unas férreas normas de comportamiento. Su finalidad es “lograr un clima de convivencia y máximo respeto entre los residentes”, mediante “el mantenimiento y cuidado de los espacios” por parte de los participantes y “el desarrollo de actividades diarias” en grupo, explican fuentes de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias. Una evaluación continua determina si tienen derecho a este beneficio.

Catarina ha venido a ver a su pareja, un tipo enorme, de Benidorm (Alicante), que acaba de ingresar en prisión y apenas ha cumplido tres semanas de una condena de dos años y siete meses. “Desde fuera del muro”, señala ella, “todo lo de dentro es una incógnita”. Su entorno familiar y sus amistades “están preocupados”, y a la salida tendrá que contar a todo el mundo cómo está él. “Nos interesa conocer a los trabajadores del centro y también con quién se junta”, apunta. “Es inquietante, pero ayuda también ver las instalaciones o conocer las actividades que realiza”. Catarina tiene 24 años. Su novio, 42. Ella se encarga del negocio, una tienda de suplementos vitamínicos y nutricionales para deportistas. Al mismo tiempo, estudia en la universidad. Y, ahora, se ha convertido en la portavoz del recluso.

En la cárcel alicantina hay dos módulos masculinos, el 3 y el 11, que son los que han disfrutado de la jornada a la que ha tenido acceso EL PAÍS, días antes de que se añada uno más, para mujeres. De los 653 reclusos que cumplen condena en Fontcalent, 47 de ellos mujeres, 249 están en los módulos de respeto. En toda España, salvo en Cataluña, donde las competencias están transferidas, estos departamentos suman más de 17.500 internos, según los datos de Instituciones Penitenciarias.

De izquierda a derecha, Samuel y Lucian en la cárcel de Fontcalent.
De izquierda a derecha, Samuel y Lucian en la cárcel de Fontcalent.PEPE OLIVARES (EL PAÍS)

El programa preparado en la prisión alicantina la semana pasada comienza con un desayuno con bollería elaborada en la panadería del centro. Después, actúa la banda de rock formada por presos y el grupo alicantino Moonshine. Finalmente, se sirve un aperitivo.

Lucian cumple cuatro años y nueve meses de condena por un delito de lesiones y otro de robo con violencia. Ha recibido la visita de su madre, que ha venido desde Madrid para verlo. Apenas se despega de ella unos minutos para atender a este periódico. “Está feliz”, asegura, satisfecho porque su familia y su pareja se sienten “orgullosos” del cambio experimentado por él desde que ingresó, hace “dos años, tres meses y tres días”. Ahora, la madre “tiene la esperanza de que salga de aquí de permiso”, relata.

El preso reconoce que antes de su internamiento “tenía problemas de agresividad e ira”, que ha aprendido a controlar “leyendo libros de autoayuda”. “He crecido mucho aquí”, prosigue. “He acabado mis estudios de Secundaria”. Incide en que, “si eres listo” el tiempo en prisión puede “aprovecharse para formarte”. Su padre, “expolicía militar”, no ha venido. “Él lo ve como un buen castigo por todo lo que he hecho”, dice, “pero ahora tengo mi vida encarrilada como monitor de fitness”.

Una de las amistades que ha forjado en prisión es Samuel, que lleva nueve meses encerrado y al que le quedan siete por una condena por robo. Para él, estas convivencias “son como bombas de aire” para los presos, aunque en esta ocasión no han venido ni sus padres ni su hermano. “Es una recompensa para nosotros”, explica. La primera vez que recibió a su familia le ayudó a “recapacitar y respirar”. “Me cambió el chip, me sentí más libre”.

"Gracias por esta mañana"

Ambos presos consultan su reloj constantemente mientras responden. Luego se marchan con los suyos, que se reúnen tanto dentro como a las puertas del centro sociocultural de la prisión, donde se puede fumar. Todos los presentes se juntan en grupos. El contacto físico es importante, las parejas no se separan, un preso abraza a sus hijos, una madre no levanta su mano de la rodilla de su hijo, interno. Otro de los presos conduce la silla de ruedas de su madre y le enseña las dependencias cercanas, el polideportivo, la enfermería, un pequeño jardín.

Según De las Heras, las familias son “las grandes víctimas” del sistema penitenciario. “Hay que atenderles, explicárselo todo para que destierren mitos”, opina. “Cualquier cosa se les hace un mundo, y hablar con nosotros les tranquiliza. Más que las instalaciones, lo que agradecen es ver que el ambiente está relajado, que la convivencia es buena”.

Las cuatro horas establecidas concluyen. Es el momento de la despedida. Una madre arregla el cuello mal puesto de la chaqueta de su hijo. Los presos de los módulos 3 y 11 vuelven al departamento de ingresos para el conteo. Las familias apuran hasta el final, se quedan en la puerta del centro sociocultural hasta que los internos desaparecen. Los visitantes pasan entonces al salón de actos, donde son atendidos por De las Heras, que les señala que esta actividad se realiza desde hace poco más de un año y confía en que la jornada haya servido para que las familias “se vayan más tranquilas”. La respuesta es unánime. No están más tranquilos. Pero sí agradecidos. La mujer en silla de ruedas da las gracias por haber disfrutado de “una mañana normal”. Los asistentes preguntan si se puede aumentar la frecuencia de las visitas —que es de tres meses—, si pueden venir menores, si los presos van a poder celebrar la Navidad.

Después se organiza la salida. Las puertas no se abren hasta que la anterior está cerrada. Catarina bromea con que su novio está “más flacucho”. Un funcionario devuelve a cada visitante su DNI, su pasaporte, su NIE. Al otro lado del muro, muchos entran en sus vehículos. Otros, como la madre de Lucian, esperan el autobús que les llevará al centro de la ciudad.

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