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La revolución que nos recuerda a nosotros mismos

El levantamiento de 1868 alumbró algunos de los rasgos más modernos de lo que será un siglo después la España constitucional y democrática

Francisco J. Laporta
Grabado de época que muestra al General Prim arengando arengando a la pueblo de Barcelona en 1868.
Grabado de época que muestra al General Prim arengando arengando a la pueblo de Barcelona en 1868.Alamy

La revolución de 1868 ejerce sobre nosotros una atracción fuerte porque, al recordarla, tenemos la sensación de que estamos hablando con nosotros mismos. Es en este mes de septiembre cuando conmemoramos el sesquicentenario del acontecimiento que se inicia hace 150 años en Cádiz al grito de “Viva España con honra”, y los 6 años de problemas y tribulaciones que le siguieron.

Conmemorar o recordar, que no celebrar, porque no podemos obviar la realidad incontestable de que todo aquello acabó por salir mal. Sin embargo, en ese corto periodo se alumbran algunos de los rasgos más modernos y vivos de lo que será un siglo después la España constitucional y democrática.

Es un episodio que nos habla de nuestros propios problemas. Y eso es lo que nos empuja con tanta frecuencia a hacer conjeturas sobre lo que fue y sobre lo que pudo haber sido. En la historia contemporánea de España, tan desgraciada a veces, nos asalta a veces la tentación de pensar qué podría haber pasado si las cosas hubieran sido de otra manera.

Es un episodio que nos habla de nuestros propios problemas. Y eso es lo que nos empuja a hacer conjeturas sobre lo que fue y sobre lo que pudo haber sido

Entre el día 17 de septiembre de 1868, en que la escuadra se subleva en la bahía de Cádiz, y el día 28 del mismo mes, en que las fuerzas de la reina son derrotadas en el puente de Alcolea, a la entrada de Córdoba, se produce en España una de esas unanimidades raras que orienta en la misma dirección al Ejército, con casi todos sus generales, a un abanico muy mayoritario de fuerzas políticas, desde la Unión Liberal hasta los republicanos más avanzados, y a las gentes del común que se organizan en juntas revolucionarias demandando el sufragio universal, la abolición de las quintas y la supresión de los impuestos al consumo. La reina Isabel, ante la indiferencia de todos, se ve obligada a tomar el tren en San Sebastián camino de un exilio del que ya nunca volverá.

El sistema político de las intrigas y camarillas de palacio y la brutalidad de los espadones se había enajenado completamente de la realidad social, no contaba con ella. Era un mecanismo político que funcionaba casi en el vacío, al margen de la mayoría de los seres humanos que vivían bajo él y a los que presuntamente se dirigía. No se trataba a la gente como el objeto de medidas y objetivos; simplemente se la despreciaba o se la temía. Eso explica seguramente la espontánea aparición de las juntas en todos los rincones del país, como un abandono o un rechazo expreso de todo el sistema político. El grito, casi metafísico, de “¡Abajo lo existente!” es muy expresivo de ese rechazo total. Y tampoco lo que sucedía en el Congreso de los Diputados interesaba a nadie: entre el sufragio censatario y el falseamiento del sufragio, no podía decirse con propiedad que hubiera ciudadanos en España. Millones de españoles, además, sufrían hambrunas cíclicas y estaban en un índice de analfabetismo por encima del 70%. Hasta el apoyo difuso del pueblo a las castizas partidas de bandoleros expresaba inconscientemente una aspiración a esa justicia elemental de la que carecían. Este es el primer mensaje que nos envía 1868: cuando el sistema político es excluyente, tiende a la inestabilidad y en último término acaba desmoronándose.

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Después está lo que se refiere a la Corona, a la forma monárquica de gobierno. No podemos eludirlo: se trata del primer acontecimiento republicano de nuestra historia. Una república, podríamos decir, que no quiso ser tal, que casi se diría que fue república a su pesar. La de 1868 fue una revolución contra la dinastía borbónica, no una revolución antimonárquica. ¿Por qué? Pues porque el reinado de Isabel II fue un compendio de todas las equivocaciones que puede cometer la monarquía. Dejando a un lado sus escándalos y corrupciones privadas, apeló para legitimarse a la gracia de Dios, a la historia, a la sangre dinástica, pero nunca a la nación. Es decir, se resistió tercamente a entrar en el mundo moderno. Educada en la ignorancia de las ciencias, inculta, caprichosa, milagrera, fue seguramente la propia reina quien con más empeño cavó su propia tumba. Un esperpento real que se anticipó al cruel esperpento literario que muchos años después hizo de ella Valle-Inclán. La monarquía pudo salvarse con Amadeo de Saboya, pero todos sin excepción se pusieron en su contra.

Fue el primer acontecimiento republicano de nuestra historia. ¿Por qué? Porque el reinado de Isabel II fue un compendio de las equivocaciones que puede cometer la monarquía

Y está también la Iglesia católica, cuya doctrina oficial al respecto era el derecho divino de los reyes, la condena del liberalismo y el rechazo de los derechos humanos. Pío IX la declaró oficialmente incompatible con el mundo moderno, el de la racionalidad y de la libertad. Y apostó por el poder temporal de la Iglesia y su hegemonía en la vida social y política. Esa terca actitud de privilegio explica la luminosa visión de la Constitución de 1873: artículo 34: “El ejercicio de todos los cultos es libre en España”; artículo 35: “Queda separada la Iglesia del Estado”; artículo 36: “Queda prohibida a la nación, al Estado federal, a los Estados regionales y a los municipios subvencionar directa ni indirectamente ningún culto”. Muchos lo hubieran querido en la Constitución hoy vigente.

En gran parte por impulso de los krausistas en los Gobiernos o en los Gabinetes hace su presencia en nuestro país la exigencia de una ética de principios en las tareas de gobierno: la abolición de la esclavitud, la legalización de las asociaciones obreras, la negación de la pena de muerte y la afirmación de los derechos innatos de los ciudadanos se presentan ante nosotros contundentemente por primera vez en nuestra historia política. Recordarlos ahora nos permite también dialogar con nosotros mismos. Hasta en los aspectos más controvertibles. Aquellos intereses incompatibles, aquellas facciones intransigentes, aquellos antagonismos inconciliables que llevaron todo al despeñadero. O las ideas falsas que entonces se acuñaron; como aquella especie de ecuación que viene a decirnos, engañosamente, que para ser demócrata hay que ser republicano, y para ser republicano hay que desarticular territorialmente el país. Son actitudes políticas quizá vigentes, y lugares comunes sobre la monarquía y sobre la descentralización que todavía siguen acompañándonos hoy, y planteándonos muchos problemas falsos. Tenemos que aprender a cuestionarlos.

Extracto de ‘El Sexenio. Una reflexión’, conferencia que Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, pronunciará el martes 18 en la Institución Libre de Enseñanza. Con ella se abre el ciclo de conferencias 'Libertad y Cultura: 150 años de la revolución de 1868', que se desarrollará a lo largo de septiembre y octubre.

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