El Supremo, protagonista a su pesar como última trinchera del Estado
El alto tribunal vive con desazón uno de los mayores retos de su historia reciente con el 'procés', por asumir el trabajo que no supieron hacer los políticos y el precio del desgaste
En el Tribunal Supremo trabajan 81 jueces y 560 empleados que revisan unas 6.000 sentencias al año en un convento del siglo XVIII con frescos en los techos y pasillos silenciosos. Pero saben que esta tranquilidad se rompe cada cierto tiempo con un asunto grave. Y saben que un juez será famoso a su pesar. “Si te toca un aforado es como meterse en el cráter de un volcán, puedes salir achicharrado. Pero es tu deber y tienes que aplicar la ley”, confiesa un magistrado del alto tribunal. Mirando atrás, se comprende bien al recordar los casos contados que han sido instruidos excepcionalmente en el alto tribunal por afectar a parlamentarios –Filesa, GAL– o magistrados –Garzón, Gómez de Liaño–. Pero nunca ha sido tan protagonista como estos meses, quizá porque nunca se ha dado en España una situación igual. Por eso también está pagando un desgaste fuera de lo común.
El protagonismo del Supremo no es buscado, es el anunciado choque de trenes. Surge tras una docena de resoluciones del Constitucional desde 2015, el referéndum ilegal del 1-0 y, de forma efectiva, en respuesta a una querella del fiscal general del Estado, entonces José Manuel Maza, el 31 de octubre de 2017. Cuando entra en escena el Supremo como último dique del Estado de derecho, empiezan a chocar tanto los tiempos como los intereses políticos y judiciales. “Cuando los asuntos se judicializan se rompe un poco el principio de oportunidad y de observancia de los intereses generales, que es el parámetro de la administración y la política. Nosotros observamos el de la ley, emanada del Parlamento”, explica otro veterano magistrado de la Sala Segunda, la que se ocupa de causas penales. De entrada, ya aquel escrito de la Fiscalía, en su severidad, colisionó con los intereses del Gobierno. “No es un protagonismo buscado. Es un marrón, pero es lo que toca. Los jueces no van a buscar los casos, llegan a ellos. Luego hay que dar una respuesta lo más aseada posible y de la mayor calidad”, explica este juez.
Una primera polémica ya surgió ante el debate de si se forzó que el caso acabara en Madrid, en vez de quedarse en Cataluña. Se basó en el ámbito del delito, en que hubo hechos fuera de Cataluña, en el tipo de delitos –rebelión y sedición-, y por el hecho de que había aforados. “El Supremo ni ha sido instrumentalizado ni se deja instrumentalizar”, insiste un tercer juez, miembro de la cúpula del Supremo, que añade: “Y estamos deseando que esto se termine, para dejar de estar en el foco mediático”. Que acabara en Madrid y unificado en el Supremo –en un principio parte del caso estaba en la Audiencia Nacional-, permitía controlar mejor el proceso, se decía en los corrillos de los tribunales. “Es verdad que en el pensamiento popular siempre se ha pensado que el Supremo es más susceptible de recibir presiones o permeable a ellas que otros. Yo llevo veinte años en esta sala y nunca nadie me ha dicho nada. Me he equivocado solo y he acertado solo. No tengo otra aspiración más que realizar mi trabajo lo mejor posible”, replica el magistrado de la Sala Segunda. “La presión política ni existe ni se consentiría. Aquí somos muchos magistrados”, remacha el integrante del gobierno del Supremo. Al instructor, Pablo Llarena, en realidad le han secundado ocho jueces más, los cinco que admitieron la querella y los tres de la sala de apelación, que han ido revisando los recursos.
Dos episodios poco habituales reflejan encontronazos institucionales y que los jueces van por libre. Uno, cuando el fiscal general ordenó en marzo pedir la libertad del exconseller Joaquim Forn al fiscal del Supremo, que obedeció pero se limitó a hacerlo por “imperativo legal”. La solicitud luego fue rechazada por el tribunal de apelaciones. Dos, el choque el mes pasado con el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, sobre el uso de fondos públicos en el referéndum ilegal del 1-O.
El traumático recuerdo del caso Filesa
No es la primera vez que el Supremo se ve sometido a una enorme presión. Por relativizar y dar un contexto histórico, en el tribunal recuerdan, por ejemplo, que hubo más tensión con el proceso al juez Baltasar Garzón, que culminó en 2012, entre otras cosas por la atención de la prensa internacional. También el juez Eduardo Móner, instructor del caso de Segundo Marey, secuestrado por los GAL, y que sentó en el banquillo al exministro de Interior José Barrionuevo, tuvo que soportar muchas críticas. Pero uno de los episodios más traumáticos, por ser el primer gran caso de corrupción que llegaba al Supremo y porque afectaba al partido en el poder, el PSOE, fue el de Filesa. En 1991 fue elegido como instructor Marino Barbero, después de que otros dos jueces se negaran y pese a que, siendo un catedrático de gran prestigio, no había instruido un caso en su vida. “Le eligieron por eso, entonces no había turnos, querían que se archivara”, recuerda uno de sus colaboradores.
Este funcionario lamenta que la presión fue "brutal, desgarradora, hasta en lo emocional y en lo físico, le machacaron". Cuando le tocó el caso tenía 4 bypass y era diabético. El entonces presidente de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, en uno de los ataques más duros, le acusó de querer intervenir en política sin pasar por las urnas "igual que hace ETA, que quiere participar en política poniendo bombas". Su colaborador admite que la presión fue sobre todo mediática –la prensa rebuscó escándalos en la biografía de Barbero-, pero no política, porque esta se dirigía a la Fiscalía y a la Abogacía del Estado. También recuerda la precariedad de medios. Antes de la reforma del edificio ni siquiera había calabozos, usaban los de la Audiencia Nacional y ante el conflicto entre Policía Nacional y Guardia Civil sobre quién se debía encargar de los detenidos, acordaron pasárselos en el centro de la plaza que separa ambos tribunales. Compartían despacho tres magistrados sin aire acondicionado. A uno de los tres registros de la sede del PSOE –hubo casi 90 en bancos y grandes empresas-, la comisión tuvo que ir en taxi, porque el chófer del coche oficial terminaba el turno a la hora de comer. Lo dejaron esperando en la puerta ocho horas con el taxímetro puesto. Al final de la instrucción, en 1995, Barbero acabó dimitiendo, un caso único en la historia.
En realidad, la designación de Llarena fue recibida como una buena noticia en círculos independentistas, porque ha vivido más de dos décadas en Barcelona y se consideró que podía tener una comprensión más acertada de lo ocurrido. Es más, fuentes del Supremo confirmaron a este periódico en aquel momento el malestar de magistrados del alto tribunal con los primeros encarcelamientos de la Audiencia Nacional. Sin embargo a los pocos días Llarena hacía lo mismo. Obró independientemente de lo que muchos esperaban de él, dentro y fuera. En las vistas repite a los presentes que no deben preocuparse, que en el Supremo tienen todas las garantías y que no importa lo que esté pasando fuera, relatan algunos de los abogados. Lo cierto es que se conocen de toda la vida, es el mismo Llarena que conocieron en juicios de drogas o estafas. La relación, apuntan, es buena y el carácter del juez es afable.
Asumido el deber de aplicar la ley, otra cosa es que haya un sentir generalizado en jueces y juristas de que el conflicto catalán ha terminado en los tribunales por incompetencia de la política. “Es un protagonismo no deseable, actúa cuando ha fracasado todo lo demás. Es una situación en la que algo falla y en el asunto catalán la política viene fallando desde hace muchísimos años. La defensa de unas ideas legítimas, pero al margen del orden institucional, debería haber encontrado los cauces políticos para verse reorientada y corregida”, opina Celso Rodríguez, portavoz de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), conservadora y mayoritaria. “El Gobierno está escondido, agazapado tras la Justicia. Y cuando falta la política, hay un protagonismo involuntario de los jueces. La situación política en Cataluña no puede estar pendiente de la situación de un juez”, coincide el portavoz de Juezas y Jueces por la Democracia (JPD), Ignacio González.
Lo cierto es que un juez ha condicionado la elección de hasta tres candidatos a presidente de la Generalitat, ha dado una sensación de que manejaba los tiempos políticos. En el último caso, cuando en marzo se propuso a Jordi Turull, la impresión de un pulso o una partida de ajedrez entre el Supremo y el Parlament fue máxima. En el tribunal apuntan que la rapidez de movimientos puede sorprender, pero que al contrario de lo habitual en otro tribunal, esta es la única causa que instruye Llarena, y en todo caso actúa siempre por requerimiento, nunca de oficio. “En este juego del gato y el ratón están jugando todos. El juez está en medio y resuelve”, señala uno de los magistrados consultados.
El catedrático constitucionalista Gregorio Cámara, diputado del PSOE, suscribe que "la política no ha sabido encauzar adecuadamente esos conflictos", pero añade un reproche particular, en relación a una propuesta de su partido: "Algunas de las iniciativas que se han puesto en juego para encauzar las tensiones no se están tomando en serio, como la comisión de evaluación del estado autonómico en el Congreso, el único instrumento que tenemos ahora”.
“Este protagonismo del Supremo es anómalo”, opina Manuel Cancio, catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid. “El Estado ha quedado en manos del Supremo, y por los jueces que están allí tengo la sensación de que sienten que deben actuar porque no responden ni el Gobierno ni el Congreso. Les ha entrado un ataque de responsabilidad ante un Gobierno muy débil, porque ahora ellos son el Estado. No creo que estén contentos con este papel, son jueces. Sienten que están solos ante el peligro”. Cancio es uno de los firmantes de un manifiesto difundido en noviembre por más de cien profesores de Derecho Penal de toda España que rechazaban la calificación del delito de rebelión y sedición, y que la causa se sacara del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
La calificación de los delitos y la prisión provisional de muchos imputados son los dos asuntos que más controversia han causado. En el mundo académico la discrepancia es abierta, en la judicatura predomina el silencio. Existe malestar en algunos sectores y se apunta a un desequilibrio de la Sala Segunda, donde solo se consideran de orientación progresista dos jueces de un total de 15. Es difícil encontrar quien critique públicamente algunas decisiones, por el temor de que pase por un menoscabo de la institución en un momento en que, precisamente, sufre tanta exposición pública y tiene un papel tan delicado. Por eso uno de los pocos que finalmente han accedido a hablar es alguien cuya estatura está fuera de toda duda: Pascual Sala, expresidente del Tribunal Supremo y del Constitucional. Consultado por EL PAÍS, resume su opinión: “Creo que el encaje de Cataluña en España es un problema político y que debe, o debía, abordarse, o haberse abordado, preponderantemente por la vía política y no, como parece, por la vía judicial exclusivamente. La falta de criterios políticos se echa de menos en ambas partes: el sector independentista, bloqueando las soluciones razonables y efectivas; y, por el lado gubernamental, con una ausencia prácticamente total de soluciones políticas y, al menos es lo que parece, defiriendo a la Justicia la solución de un problema que es esencialmente político".
Sobre la actuación judicial, añade: "Siempre he sido respetuoso con las decisiones judiciales y con la independencia de los jueces. Por supuesto que esas decisiones son perfectamente criticables. Pienso, como muchos magistrados, que la calificación de rebelión no concurre en los casos conocidos. Es problemática también la de sedición y son posibles otras de signo distinto y más general –desórdenes, desobediencia, etc– siempre que resulten acreditadas. La dificultad estriba, respetando siempre las opiniones contrarias, en la ausencia de actividad política. Las situaciones de prisión provisional, desde luego, a mi juicio y con respeto a las posiciones contrarias y a las decisiones judiciales que las decretaron, no ayudan a las soluciones políticas”.
La imagen tradicional del Supremo, de máximas garantías y pulcritud extrema, está sufriendo con el roce en primera línea con la política. “Y esto acaba en Estrasburgo, que no quepa ninguna duda, y puede acabar desautorizando a la Justicia española”, advierte Carles Campuzano, portavoz del PDECAT en el Congreso. “Estamos de lleno en un Gobierno de los jueces, lo dijo el propio Felipe González el otro día. Es un problema político que se ha llevado al ámbito judicial. Y esto no lo resuelve y crea condiciones más difíciles para abordarlo luego. La calificación de delitos de Llarena y la prisión provisional de imputados, que son incomprensibles, trasladan una sensación de arbitrariedad e injusticia que aumenta el malestar en Cataluña. Los jueces no pueden abstenerse de que sus decisiones tienen un impacto en la sociedad”. Para Campuzano, “la concepción de los jueces del Supremo coincide con el relato que ha construido el Gobierno sobre la idea de rebelión”.
Joan Tardà es aún más gráfico en la descripción de esta percepción: “Es evidente que esto se pretende resolver judicialmente, y creo que esto atañe a un cierto orgullo, corporativismo, no sé si clasismo, cómo llamarlo, de sectores conservadores de la judicatura para decir: ‘Vamos a resolver aquello que los políticos no han sabido resolver’. Creo que es un gran fracaso de la democracia española. La Justicia en estos momentos asume la acción patriótica que no han sido capaces de hacer los políticos, diciendo: ‘Vamos a ponerles a estos en su sitio’. Estoy convencido de que el Supremo sabe que hay que escarmentar a Cataluña para que durante veinte años los catalanes no lo vuelvan a intentar, y hay que crear un imaginario del miedo. Por eso creo que las penas serán duras, pero esto significa solo comprar tiempo. Nosotros trabajaremos por el diálogo, y estoy convencido de esto tarde o temprano se va a resolver mediante el diálogo, es evidente”.
El magistrado de la cúpula del Supremo se revuelve en su sillón: “¿Qué se podía esperar? Si haces una declaración unilateral de independencia sin mayoría social, una ley de transitoriedad que vulnera el Estatuto y la Constitución… ¿esperaban que no hubiera respuesta de ninguna clase? ¿qué hubieran hecho en cualquier país europeo? ¿que se dé una respuesta jurídica supone una politización?”. Las tres principales asociaciones de jueces piensan lo mismo. “La Justicia actúa cuando se cometen presuntos delitos. Se persigue al presunto delincuente, no al político. Es un protagonismo impuesto por la comisión de delitos”, considera el catedrático de Derechos Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos, José Manuel Vera. En cuanto a las críticas a la instrucción del caso, cree que “los jueces se cuidan mucho de hacer las cosas bien, eso es ‘de primero de juez’, porque esto puede acabar en Estrasburgo. Si hay posibles delitos el juez instructor tiene que ponerlos encima de la mesa, luego la sala juzgará. Yo estoy absolutamente tranquilo de que en el ámbito procesal se están haciendo las cosas bien”.
Otro efecto de la exposición del Supremo es hacer que detalles cruciales del sistema olvidados por la opinión pública vuelvan a tener relevancia. Uno muy claro, cuando se cuestiona la independencia del alto tribunal, es un flanco débil que propicia las críticas: el sistema de elección de los jueces. “Hay un problema de apariencia, seamos sinceros”, señala Raimundo Prado, de la Asociación de Jueces Francisco de Vitoria. “El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es elegido con un conchabeo político y es el que luego nombra los jueces del Supremo. No tendría que darse esta apariencia de politización. Este es el punto esencial: que se les elija por criterios de mérito y capacidad, con menos arbitrariedad. Naturalmente confiamos en libertad y preparación de los jueces del Supremo, pero es el sistema el que crea las dudas”. Precisamente el sistema de elección de jueces es uno de los 14 puntos de las protestas que está llevando a cabo la judicatura estas semanas.
Este punto está relacionado con un último plano de los efectos del protagonismo del Supremo es el exterior, el de la imagen internacional de España. El Consejo de Europa, a través del GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción), lleva cinco años advirtiendo a España de que “la autoridades políticas no deberían involucrarse en ningún estadio del proceso de la selección de jueces” y el pasado mes de enero volvió a recordarle que incumple cuatro de sus once recomendaciones. Los jueces notan a menudo, al encontrar trabas en las órdenes europeas de detención, una falta de confianza en las garantías del sistema español. Esta vez, la decisión de Alemania de no extraditar a Carles Puigdemont causó un gran malestar en la magistratura. “España tuvo una proyección de país violento, por su idiosincrasia, por los tercios de Flandes, Franco, los cuadros de Goya, son los estereotipos”, admite el magistrado del Supremo. “Desde la Transición ganamos mucho y nunca ha habido cuestionamientos, pero este último episodio ha resucitado este prejuicio, le puedes llamar leyenda negra o también que no se ha explicado bien. Si para un juez alemán su visión del problema de Cataluña es una viejecita votando y un policía pegando… A lo mejor se ha explicado mal lo que ha pasado, pero eso escapa a nuestro control”. Es decir, la política ahí habría vuelto a fallar.
Esto ha sido solo el principio. Tras el procesamiento confirmado esta semana, en realidad queda el juicio. Con 25 imputados, por el momento, se convertirá en uno de los mayores de la historia en este tribunal. Habilitará el salón de plenos, el mismo corazón del Supremo.
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