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El llanero solitario

El juez Pablo Llarena encarna la lucha del Estado contra el soberanismo

Costhanzo

La mejor manera que tiene Pablo Llarena Conde (Burgos, 1963) de ocultarse de la psicosis soberanista acaso consista en recrearse en la percusión de su Harley-Davidson. El casco le garantiza el anonimato. Y los vecinos de Barcelona —reside en Sant Cugat— no sospechan que el sereno y discreto magistrado del Tribunal Supremo circula a bordo de su motocicleta, “crucificado” en el manillar a semejanza de un ángel del infierno.

Un ángel del infierno se le antoja Llarena al imaginario independentista. Han tenido que ponerle escolta y su casa ha padecido el acoso de los cachorros de la organización extremista Arran, precisamente porque el magistrado burgalés, hijo y esposo de juristas, ha sobrepasado hasta al monstruo Mariano Rajoy en la jerarquía del mal. El acoso se ha extendido a su mujer y a uno de sus hijos, estudiante universitario, y las últimas noticias sitúan a la familia forzada a un exilio en Madrid.

Se le acusa de haber emprendido un proceso justiciero y megalómano. Y de haberse convertido en la encarnación o reencarnación misma del Estado opresor para sofocar el genuino sueño de la independencia. L’Etat c’est moi, decía Luis XIV desde el despotismo ilustrado y la identificación con el poder. El Estado es él, podría decirse de Pablo Llarena, en cuanto suya, por razones concretas —las judiciales— y sobrevenidas —la pasividad gubernamental, el marasmo parlamentario—, parece la responsabilidad cancerbera de proteger la patria de su mayor crisis democrática. Y no por desmerecer la gravedad del 23-F ni la ferocidad del terrorismo etarra, sino porque el procés aspira a descarrilar la unidad territorial y el proyecto comunitario, haciendo añicos en el mismo viaje las tablas fundacionales de la Constitución.

Si fuera un títere de Rajoy no habrían sido tan evidentes las discrepancias con la Fiscalía

Haberlas transgredido y haber comprometido delitos gravísimos del Código Penal —rebelión, sedición, malversación de fondos— implica el procesamiento de 13 dirigentes soberanistas. El más famoso, Carles Puigdemont, ha sido detenido en Alemania. Y el más piadoso, Oriol Junqueras, expía cuatro meses de prisión preventiva en Estremera, aunque la galería de mártires —así la define la prensa independentista— también comprende una fugitiva en Suiza, Marta Rovira; una fugada en Escocia, Clara Ponsatí, y hasta un aspirante a la Generalitat, Jordi Turull, cuyo discurso de investidura se malogró la vigilia de terminar entre rejas, soliviantándose la percepción de que Llarena es el antagonista total del soberanismo en su despacho de la Sala Segunda.

La ocupa desde 2016 con fama de juez flemático y conservador. Fue el premio supremo de una carrera que comenzó con el número 1 de su promoción de Derecho en la Universidad de Valladolid y siguió con su abnegada labor como magistrado en los juzgados de instrucción de Torrelavega (Cantabria) y de Burgos. Fueron el trampolín a la carrera olímpica de Llarena, precisamente porque le resultó providencial haber llegado a Barcelona en el simbólico trance de 1992. Llarena ha residido en Cataluña desde entonces. Ha compaginado en Barcelona la docencia con la carrera judicial, ha desempeñado puestos de juez raso y de relumbrón en la Audiencia Provincial —la presidió entre 2011 y 2016—, y ha vivido el empuje del soberanismo, ignorando que le correspondería finalmente el papel de aplacarlo.

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Los métodos les parecen abusivos y tiránicos a los líderes independentistas —el eslogan oficioso persevera en que la cárcel hace expiar los delitos de opinión—, pero también han inquietado el escrúpulo de juristas ajenos a la propaganda del procés. No es que “acusen” a Llarena de prevaricar ni de inmiscuirse en territorios políticos —el reproche más habitual que se hace al proceder del supermagistrado—, sino de haber interpretado con exageración los presupuestos de violencia que justificarían el delito de rebelión y su ejemplar castigo carcelario.

Diego López Garrido, exdiputado del PSOE y protagonista de la legislación que actualizó el Código Penal vigente desde 1995, considera que serían aplicables a los encausados los delitos de desobediencia, prevaricación, sedición —por el tumulto popular suscitado en la Conselleria d’Economia— y hasta de malversación. Discrepa con el de rebelión, el delito más grave de todos, por no considerar evidente un enfrentamiento violento y enfurecido hacia los poderes establecidos, exactamente como el pasado jueves expresaban los magistrados alemanes exonerando de ese delito a Puigdemont. “Disentir de un juez”, ajustaba López Garrido en un artículo en El Periódico, “no es lo mismo que considerarlo no independiente o ilegítimo. Llarena ejerce sus funciones bajo un estatuto legal y real de plena independencia, como la Sala del Tribunal Supremo que en su día juzgue a los procesados. Porque España es un Estado de derecho miembro de la UE y no una república bananera en que se persigan las ideas políticas”.

Ha compaginado en Barcelona la docencia con la carrera judicial, con puestos de juez raso y de relumbrón

El matiz preserva a Llarena del papel instrumental que le atribuyen sus enemigos. Si el juez fuera un títere de Rajoy, no habrían sido tan evidentes las discrepancias con la Fiscalía —la vigencia de la euroorden, la excarcelación de Forn por razones humanitarias, la libertad condicional de Forcadell…—, ni habrían colisionado sus actuaciones con los intereses políticos y electorales del Gobierno, pues no puede decirse que le conviniera al PP el desfile de los presos preventivos, ni los héroes libertarios entre rejas como escenario traumático del 21-D. Llarena ha actuado “con desesperante independencia”, concedía un ministro Gobierno. Y ha diseñado su propia estrategia exponiendo —probando— la reincidencia de los artífices en la causa independentista.

Un hombre sereno, padre de dos hijos, jugador de golf. No es fácil profundizar en otros pormenores biográficos del juez Llarena. Es una prueba de la eficacia con que ha custodiado su intimidad —nada más lejos de un togado estrella— o un ejemplo del papel más o menos anónimo que ha desem­peñado hasta acceder al Supremo, pero la confusión que origina su apellido sea por la novedad o sea por la dislexia (Llaneras, Llanera) lo acerca a la obstinación con que el Llanero Solitario emprendía las causas justas. Y más solo no puede estar Llarena en el desafío que amenaza España.

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