La solidaridad prende en las cenizas
El anciano municipio ourensano de Carballeda de Avia ha perdido a un vecino, el 75% de su superficie y muchas casas, pero de la nada ha surgido el afán de ayuda al margen de la burocracia
José Serrano se estaba metiendo en la cama cuando sonó el teléfono. Era su primo Marcos: "¿Pero es que no sabes que está ardiendo el pueblo? ¡Corre, que os come el fuego!" El hombre, emigrante retornado de 83 años, salió en calzoncillos a la puerta para comprobar si era cierto. No se lo podía creer porque en la tele acababan de decir que ardía a 15 kilómetros, en el municipio de Melón. Pero por encima de su casa, en el pueblo de Saa, medraba ya "una llamarada de 10 metros de altura" y caían "bolas de fuego", enormes meteoritos que se precipitaban desde las copas de los pinos. Serrano, O Brasileiro, solo salvó la vida y la ropa interior que llevaba puesta. Los 600 euros de la pensión que había ido a cobrar al banco, la documentación, su casa natal y todo lo que había logrado tener después de una vida de trabajo se consumió en media hora. El Ayuntamiento ourensano de Carballeda de Avia (1.380 habitantes, la inmensa mayoría jubilados) perdió entre las 10 de la noche del domingo 15 y las tres y media de la madrugada del lunes 16 el 75% de su superficie, casas, cosechas, animales y la vida de Marcelino Martínez Fernández: un hombre de 78 años enamorado del campo que después de volver de Cuba marchó a trabajar a Holanda, Suiza y Estados Unidos, y que murió por salvar a sus ovejas.
Pero O Brasileiro, que huyó con lo puesto, tiene una piel resplandeciente y una sonrisa luminosa. "¿Cómo no voy a estar contento, si por 20 minutos estaría muerto y en cambio estoy vivo y tengo amigos?", defiende. "El lunes no me quedaba nada, y hoy tengo un armario de tres puertas lleno de ropa. Nunca había vestido tan bien", bromea señalando el cocodrilo sobre la pechera de la cazadora que lleva puesta. El gran ropero antiguo que le han traído espera ahora destino en el porche de la vivienda de su prima Hortensia Serrano, de 82 años. La mujer, sin embargo, no comparte el optimismo del pariente al que ha acogido: "me paso el día temblando, no soy capaz de hacer nada, esto me lleva al cementerio", llora a los pies del monte chamuscado a tres metros de su casa. Ella y su sobrina Carmen Levoso, retornada de Venezuela y en silla de ruedas, fueron rescatadas por un familiar mientras otros ancianos se resistían a dejar sus casas y se escondían de la Guardia Civil para no ser evacuados.
"Si iban a perderlo todo, preferían morir", resume el alcalde de Carballeda, Luis Milia. "Hubo momentos muy dramáticos. La Xunta no decretó el nivel 2 de alerta [que da prioridad a zonas donde el fuego amenaza núcleos habitados] y aquí no llegaron los medios de extinción. Tuvimos que defendernos como pudimos. La Guardia Civil me dijo: 'Usted aquí es la máxima autoridad, si nos ordena evacuar, evacuamos'. Tuvimos que sacar a gente mayor de mala manera, porque no quería. A las cuatro de la mañana había cinco desaparecidos".
La solidaridad empezó a brotar en aquel mismo instante en que las llamas "formaban un techo de fuego sobre Carballeda". Cuatro vecinos sacaban en volandas a un hombre de Muimenta que necesita una grúa para moverse, y las casas de los pueblos que se salvaban acogían a los que escapaban del infierno. El alcalde ha recibido estos días apoyo de ayuntamientos vecinos y de gente de toda España. "Ingenieros, veterinarios, abogados que se ofrecen para tramitar las ayudas", empieza a enumerar, "agua mineral de las plantas embotelladoras de Sousas y Cabreiroá; patatas de la comarca de A Limia; paja para los animales del Bierzo; la Cruz Roja de Ourense y voluntarios que han venido para repartir lo que sea; fábricas de ropa y hasta Ikea, que se ha brindado a amueblar las casas de la gente cuando se reconstruyan". "Todo el mundo me llama menos José Manuel Baltar, el presidente de la Diputación Provincial", protesta el socialista. El gobierno local ha pedido la declaración de zona catastrófica, porque según el regidor esa es la única forma de poder reclamar todo lo que se ha perdido. El ganado carbonizado sigue donde apareció porque es necesario demostrar su existencia si se aspira a cobrar algún día, pero otros animales supervivientes lo van despedazando poco a poco. "Esto urge, y a la gente mayor hay que echarle un cabo, que no está ya para pelear con la burocracia", lamenta Milia, "algunos me dicen que para qué pedir las ayudas, si ya van a estar muertos cuando lleguen".
La mancha negra cubre 3.500 hectáreas y atraviesa por el medio 14 localidades. Unas 500 personas fueron trasladadas por el operativo de emergencia y otras escaparon por sus propios medios, a pie o en coche, como los 15 vecinos de As Fermosas, que huyeron cuesta arriba, hacia la zona de Os Prados y vieron cómo por el camino se les llenaban los vehículos de humo. Al volante de un auto iba Gregorio Estévez, de 76 años, pendiente de una operación de cataratas. Al salir del pueblo, Protección Civil hizo recuento y comprobó que faltaba gente. Hubo que volver a buscar a Clotilde Rodríguez, de 100 años, a su hija y a su yerno.
Cuando al fin pudieron regresar, el fuego se había tragado varias viviendas habitadas y otras casas de piedra como la de Delia Fidalgo, de 88 años, y su marido Marcial Rodríguez, de 89, donde guardaban toda la cosecha, las patatas, los jamones, los barriles de vino, las combustibles pacas de heno para el ganado. Marcial está tan deprimido que el otro día, en el médico, le dio "fatal la prueba del Sintrom". Delia anda "despistada", hoy ha estado una hora buscando "el machete para matar un pollo y resulta que lo llevaba todo el tiempo en la mano".
A Gregorio Estévez se le esfumó literalmente el piso superior de su vivienda restaurada, y con él "media vida". Todo lo que habían traído él y su esposa Mari Carmen García cuando regresaron jubilados de Hannover (Alemania). "Había aún maletas sin abrir, llenas de toallas y sábanas nuevas. Solo quedaron las bisagras". Ahora, como ha empezado a llover, las gotas caen directamente en el piso de abajo porque no hay tejado. En vez de atajar su problema, el emigrante y otro par de vecinos han dedicado varios días a reconstruir el circuito de agua potable de As Fermosas. "¡Por fin!", celebran contentos cuando comprueban que la fuente del centro de la aldea mana de nuevo.
"Era el fin del mundo", describe con los ojos llorosos Leontina Otero, una vecina del pueblo de Abelenda das Penas, donde murió Marcelino. "Lo que necesitamos aquí son psicólogos... mi nieta Diana, que tiene seis años, no duerme y va a enfermar de pena. No quiere seguir en su casa; dice que tiene miedo a la tierra negra". Diana y su hermano Hugo, de cuatro años, viven con sus padres en el pueblo de Muimenta, donde hoy se ven claramente los cráteres quemados por esos "tsunamis de lava" y "bolas de fuego" de las que hablan los vecinos. La señora Amelia fue tan desafortunada que las cuatro edificaciones que tenía seguidas, una pegada a la otra, quedaron fulminadas con todo lo que guardaban dentro en el centro del pueblo, mientras las de alrededor se libraron. "Siempre que yo tenga, tú tendrás", la consuela Leontina, que le lleva bolsas con comida. "Aquí las personas tienen pensiones muy bajas", explica el alcalde, "llegaban a final de año porque criaban cuatro ovejas o un cerdo, y tenían una huerta con cebollas y patatas. A la gente de fuera le cuesta entender cuánta desgracia es haber perdido todo eso".
A las 11 de la noche llegó el fuego a la parte alta de Abelenda. Los vecinos cuentan que allí nadie fue evacuado y cada uno se echó a defender su casa. A Antonio Domínguez le "reventó" el motor del pozo y José María González secó el suyo por completo, no sin antes poner a buen recaudo a sus dos perras y a su gato y meterse en la mochila una foto de su bella compañera, fallecida hace cinco meses. Ante la inminencia del desastre, Áurea Rial guardó en su ropa las escrituras de propiedad. Y Marcelino Martínez le gritó a su esposa, Leonor Domínguez, que le lanzara "la goma", la manguera, porque había que salvar a las ovejas. Después de varios años de penoso tratamiento, Marcelino se encontraba algo mejor de su enfermedad pero le costaba andar. Salió de casa sin el bastón camino del pajar en llamas. Solo se salvó el carnero. No hubo escapatoria ni para él ni para su perra, sus ovejas y su oca pastora, que siempre iba dirigiendo el ganado a picotazos.
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