“Algo nos impide olvidar”
José Antonio Cañas, superviviente del terremoto de Amatrice, lucha por reconstruir su vida y su pueblo un año después.
Ha pasado casi un año y aunque la tierra ya no tiembla en Amatrice, el terremoto sigue sacudiendo a José Antonio Cañas. Son réplicas en forma de pesadilla. Se despierta por las noches con las caras de los que no pudo salvar. “Sobre todo un ragazzino. No he querido saber quién era. Creo que tenía ocho o diez años y venía solo de veraneo. Se me ha quedado la imagen de este niño. Cuando quitamos por fin las piedras… No había un trozo de piel que no fuera azul”.
A las 3:36 de la madrugada de aquel 24 de agosto el mundo se rompió para este español que vivía en Amatrice, un pueblo de poco más de 2.500 habitantes en el centro de Italia. Recuerda el estruendo. El suelo temblando en la habitación donde dormía con su compañera. “Las patas de la cama rompieron el pavimento. Intenté levantarme, pero no podía… El movimiento era tan fuerte que solo podíamos abrazarnos”. A José Antonio le traicionan los tiempos verbales cuando habla del que fue su pueblo. “Nosotros, por suerte, vivimos… bueno, vivíamos, ya no vivimos allí, en una urbanización de nueva construcción”. Eso les salvó la vida. Inmediatamente salió de su casa para acercarse al centro del pueblo. Vio la escuela totalmente derrumbada. Los edificios nuevos de la plaza convertidos en escombros. Y lo comprendió todo. “Al llegar al Corso, la calle central, vi todavía el polvo levantado, el olor fortísimo a gas, todo apagado”.
“Empezamos a organizarnos con amigos. Uno enfermero del 118 -las emergencias de aquí - y otro carabinieri. Hicimos un grupetto de cuatro o cinco y empezamos a buscar gente”. Las réplicas no cesaban. “Pero no podías pensar en eso. Lo único que podías pensar era que allí había conocidos. A mí me cayó una piedra en la cabeza. Me metieron tres puntos y seguimos buscando gente”.
Había mucho que hacer. Muchos vecinos a los que intentar socorrer. Consiguieron rescatar a una decena de personas del Hotel Roma. Pero no logró salvar a uno de sus mejores amigos, atrapado bajo las ruinas de su casa. “Cuando llegué había como dos metros de escombros. Ningún amigo fue capaz de quedarse”. José Antonio toma aire. “Ya sabíamos que no… que no… que no salía vida”. Le faltan las palabras y le sobran los recuerdos. Aquella imagen también vuelve en sueños.
A los tres días empezó un peregrinaje que duraría meses. Sin casa, sin sus cosas, sin nada, se fueron a Roma a casa de la familia de su pareja. “Pero después de todo lo que había pasado, algo nos impulsaba a volver. Aunque estábamos destrozados en todos los sentidos no podíamos quedarnos allí hablando por teléfono con la gente de Amatrice”. Regresaron. Fueron realojados en hoteles. Uno detrás de otro. “Algunos hosteleros se han portado realmente bien, pero otros solo pensaban en sacar el máximo beneficio”.
A José Antonio le impresionan todavía los ancianos con los que compartieron esos meses. “Eran zombis, zombis…” repite con pena. “Tenían la mirada perdida. Su pueblo, donde habían crecido, donde habían hecho toda la vida… sabían que no iban a retornar”. Habían comprendido que la reconstrucción iba a ser lenta. Tanto como la de L’Aquila. “Al principio la gente creía que iba a ser rápido. Pero se estaba hablando ya de diez años”.
“Hay mil cosas que hacer”. Por eso José Antonio ha seguido yendo a Amatrice todas las semanas. “Siempre con sentimientos contrapuestos… Cuando estás lejos necesitas acercarte. Cuando estás allí tienes una presión y una tensión interna constante. Es… estar y no querer estar. Estar lejos y querer volver. Hay algo que nos impide olvidarnos de Amatrice”.
Tan difícil de olvidar es Amatrice que José Antonio lleva el campanile del pueblo tatuado en su brazo. Con el reloj parado a las 3:36 de la madrugada. La hora a la que se paró su vida. “Un terremoto te borra, te cancela todo… El trabajo, los amigos, tu casa, todo… Todo. De un día a otro tienes que comenzar de cero”. En eso está ahora. Recomponiendo lo que puede en Grottamare, un pueblo de la costa a casi cien kilómetros de Amatrice.
El tatuaje no está todavía terminado. Falta un árbol que florecerá junto a la imagen de las ruinas. José Antonio no quiere acabarlo hasta que no haya encauzado su vida. “La semilla ya está plantada” dice buscando esperanza. “Pronto empezará a nacer y crecer”. Mucho antes de que lo vuelva a hacer Amatrice.
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