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La triste historia del tío Pepe

Una mina alemana hundió en 1917 un vapor español en aguas de Sudáfrica

María Antonia Sánchez-Vallejo
El vapor 'Carlos de Eizaguirre'.
El vapor 'Carlos de Eizaguirre'.

33° 46’ S, 17° 59’ E, océano Atlántico, frente a Ciudad del Cabo. Es el rumbo que marcaba el vapor correo español Carlos de Eizaguirre,que cubría la línea regular de pasajeros Barcelona-Cádiz-Manila, cuando el 26 de mayo de 1917 chocó con una mina naval sembrada por la Armada alemana en plenas hostilidades de la I Guerra Mundial. El accidente se cobró la vida de 134 pasajeros (todos españoles) y dejó 25 supervivientes. Un luctuoso balance de víctimas, demasiadas para una contienda en la que España se mantuvo neutral.

Con motivo del centenario del hundimiento del barco, la Embajada de España en Sudáfrica celebra hoy varios actos, entre ellos una ofrenda floral ante la fosa común donde reposan los restos de algunos de los ahogados, en Ciudad del Cabo, y la inauguración de una placa ante el Museo Naval de esa ciudad. A las ceremonias asistirán descendientes de algunas víctimas, buena parte de ellas ligadas a Cádiz.

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El Carlos de Eizaguirre, propiedad de la Compañía Transatlántica —que ejerció el práctico monopolio del transporte marítimo transoceánico entre mediados del siglo XIX y las postrimerías de la Guerra Civil—, navegaba bajo pabellón español y al mando del capitán Luzárraga cuando ese día de 1917 se cruzó con una de las minas a la deriva sembradas por el navío alemán Wolf en las inmediaciones del puerto de Ciudad del Cabo, como parte de las acciones de bloqueo de puertos de la marina de guerra alemana en la Gran Guerra.

El barco se hundió y solo dos pasajeros y 23 miembros de la tripulación, entre ellos el segundo oficial, su auxiliar y un maquinista, lograron ponerse a salvo en un bote que arribó a Ciudad del Cabo. De los ahogados, incluido el jerezano Carlos Gordon, que viajaba a Port Said (Egipto) como cónsul español, solo se recuperaron siete cadáveres, cuyos despojos yacen en una fosa del Cementerio Central de la ciudad sudafricana. La abundancia de tiburones y las fuertes corrientes de la zona hicieron imposible el hallazgo de más restos. Un octavo cuerpo fue arrastrado por la corriente a una localidad cercana a Ciudad del Cabo.

Al blog de la familia Gómez Alberti, descendiente de una de las víctimas y que ha compilado material documental sobre el barco, siguen llegando peticiones de otros familiares deseosos de conocer el destino de los suyos. La última pesquisa es muy reciente, de primeros de mes; contrasta esta actualidad con el general desconocimiento del hecho histórico. Pero este blog, y las publicaciones de Julio Molina —autor de Cádiz y el vapor-correo de Filipinas ‘Carlos de Eizaguirre’—, contribuyen a mantener viva la memoria del siniestro. “La historia del tío Pepe, José Bastardín Ramos, segundo maquinista y tío abuelo político mío, siempre estuvo muy presente en casa”, cuenta Molina. “Me crié viendo la orla de los maquinistas en casa de mi abuela, con una loa a las víctimas. Pero además, en 1999 pude acceder al archivo de la Compañía en Cádiz, donde tenía sede, de ahí el gran número de gaditanos entre las víctimas. Encontré telegramas de la época, recortes de prensa, fichas y una foto de la lápida erigida por la Compañía, una cruz con el escudo de España, que marcaba la fosa común donde se enterraron los restos, en una localidad contigua a Ciudad del Cabo hoy absorbida completamente” por la gran urbe.

Molina no estará hoy en Ciudad del Cabo (“demasiadas horas de avión”), pero sí algunos epígonos de tripulantes y pasajeros con los que mantiene relación. “Dos supervivientes echaron raíces en Filipinas y EE UU, tengo contacto con sus descendientes. También con los de algunas víctimas, como los bisnietos del contramaestre o los parientes del joven ayudante de máquinas (maldita mala suerte: embarcó con lo puesto, sin uniforme, sustituyendo a última hora al titular del puesto), o los nietos del pasajero que iba a recoger una herencia a Filipinas; su familia dudó durante décadas que hubiera embarcado”. Bastó una consulta a la lista de pasajeros, en manos de Molina, para, un siglo después, certificar su muerte.

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