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ETA entrega las armas sin decir qué hacía con ellas

Del terrorismo sobrevive una sintaxis viciada: el gusto por aparentar con la palabra lo que los hechos van desmintiendo

Manuel Jabois
Un empleado municipal retira una pintada en Guernica.
Un empleado municipal retira una pintada en Guernica. VINCENT WEST (REUTERS)

Después del anuncio de desarme de ETA, anunciado para este viernes tras decretar el depósito de sus armas en la “sociedad civil”, hay que ponerse manos a la obra y reclamar la desarticulación de la sintaxis. O sea, lo que nos ha traído hasta aquí: la perversión del lenguaje hasta hacerlo digerible incluso para los menos sospechosos, aquellos que han comprado sin mirar los sintagmas difundidos por los terroristas en su discurso. Con mala voluntad o, peor aún, con la mejor voluntad del mundo: si ETA ha sobrevivido 40 años no ha sido tanto por la acción de los malos como por la inacción de los tontos. Sin olvidar el manoseamiento de su nombre en manos de irresponsables políticos a los que la banda ha servido como vara de medir, subterfugio o excusa de miserias propias.

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ETA ha vivido de una mística agotada, la de la dictadura, que la ha mantenido viva con respiración artificial por parte de quienes trataban de contabilizar en secreto cuántos muertos en democracia podían soportarse hasta que no mereciese la pena que hubiesen atentado en la dictadura. Cuántos Miguel Ángel valía un Melitón, cuántos Lluch compensaban un Carrero. La basura se recicló con una higiene extraordinaria y, si después de cada asesinato la respuesta era unánime, había que dejar pasar unas semanas para observar la disidencia moral de quienes aflojaban la presión porque la sangre ya se había secado.

Hubo un tiempo lejano en el que ningún partido político conocía mejor a los españoles, a muchos de ellos para matarlos, que la banda terrorista, y nadie como ella supo explotar mejor sus debilidades y contradicciones. No eran las armas, accesibles para cualquiera, ni los muertos que dejaban: era el discurso de los sentimentales, la peor especie política, que veía en un coche por los aires lo que quedaba del romanticismo de una guerrilla de desheredados. El mismo discurso que aún ahora, en trance, quiere convertir a Otegi en una especie de Nelson Mandela para poner a la misma altura el símbolo de una raza aplastada y el representante político de una banda cuyo leit motiv era la eliminación del diferente y proclamaba la socialización del sufrimiento, eufemismo con el que se anunciaba que cualquiera podía morir de un tiro en la nuca si se le consideraba enemigo del pueblo.

Ese discurso es lo que sobresale en el comunicado de ETA, que ni siquiera concede una subordinada a los cientos de muertos, muchos de ellos sin culpable conocido. “A la paz y a la libertad”, dicen encima de una montaña de cadáveres a los que no dedican ni media mirada. “Empecinados en el esquema de vencedores y vencidos”, dicen respecto al Estado español y francés, como si hubiese que reconocerles una jurisprudencia propia y firmar el empate en un acto público.

A Karl Kraus se le atribuye una frase equivalente a la universal de Valery, que decía que la sintaxis es un valor moral: “Nada de esto habría pasado si hubiéramos sido más estrictos en el empleo de la coma”. Del terrorismo sobrevive exactamente eso, una sintaxis viciada: el gusto por aparentar con la palabra lo que los hechos van desmintiendo. Han entregado las armas pero se resisten a entregar el subjuntivo.

Y sin embargo, a su manera, lo han logrado. De todas las derrotas que han ido cosechando los terroristas, la más importante es que por fin han conseguido que Euskadi sea mejor gracias a ellos. Gracias a su desaparición como banda y a su desaparición como idea. Gracias a su transformación en un fantasma del pasado que colocar en un cuarto y enseñar a las visitas como se enseñan, en visita guiada, los horrores que se justifican a sí mismos diciendo que se levantaron por un pueblo que nunca lo pidió entregándole las mismas armas que utilizaron para matarlo.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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