Un respeto al señorito Urdangarin
La indignación de la opinión pública se añade a la negligencia de la instrucción y de la fiscalía, ridiculizadas ambas por la sentencia y por las decisiones posteriores de las tres juezas
Nanni Moretti recurre a la última escena de El caimán para evocar el aforismo con que Silvio Berlusconi, siendo primer ministro y patriarca de bunga-bunga, prostituyó las leyes desde su posición cenital y genital: “La justicia es igual para todos, pero más igual para unos que para otros”.
Tiene sentido mencionar el pasaje porque resume en sí mismo la incredulidad y la estupefacción que ha engendrado el desenlace del caso Noós. Y no sólo en la exoneración de la Infanta, sino en la condescendencia que se le ha administrado a su marido. Que puede residir en Suiza y que ni siquiera ha sido urgido a desembolsar una fianza.
Se explicaría así la euforia contenida con que abandonó los juzgados el señorito duque. Y podemos entenderlo desde una empatía misericordiosa: no es lo mismo irte a la cárcel que dormir en casa. Ni es igual apellidarse Torres que desdoblarse como yerno de un Rey y cuñado de otro.
Se presta el caso Noós a la demagogia y a la iracunida populista. Empezando porque la escandalera que provocó la sentencia fue anterior incluso a conocerse las motivaciones de las tres juezas. Que se han pronunciado unánimemente y que han tenido que diferenciar entre la conjetura y la prueba, sin miedo a soportar después el papel de tribunal trinitario y filomonárquico que le atribuye la opinión pública.
Y que se ha reanudado con la decisión de evitarle a Iñaki el oprobio de la cárcel en espera de sentencia firme, el trastorno de la fianza y la incomodidad logística del traslado a España. Son decisiones incendiarias en la idiosincrasia hipersensible de la “ciudadanía”, aunque el aspecto más inquietante del desenlace del caso Noós consiste en la situación de ridículo en que se retrata al juez Castro y al fiscal Horrach. El escrúpulo técnico que se desprende de su trabajo y su posición impermeable a los humores populares, se ha resentido de un una completa desautorización de la sentencia y hasta del corolario de las medidas cautelares.
Ellos eran los profesionales. Y se les suponía un rigor jurídico a resguardo de las tertulias de cafetería, pero la Infanta se le ha ido viva a Castro y Urdangarin se le ha ido vivo a Horrach, no ya porque la condena aplicada al balonmanista es tres veces inferior a la que solicitaba el fiscal o porque las juezas han desestimado la oportunidad de la fianza, sino además porque han quedado en libertad diez de los 17 acusados que el ministerio público consideraba responsables inequívocos de la trama de corrupción.
El justicierismo, por tanto, se añade a la negligencia de la instrucción y de la fiscalía. Y redunda en el problema ético y estético que arrastra el caso Noós. Estético porque la imagen de Urdangarin resucitando en Palma evoca el aforismo de Berlusconi en el regocijo de la inmunidad. Y porque la situación del exduque marchándose a Suiza perturba la sensibilidad de la opinión pública, precisamente por ese territorio de impunidad que representa el paraíso helvético en el imaginario de los súbditos de su majestad.
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