Iglesias y Montero: la extraña pareja
El tabú de la relación sentimental es una anécdota respecto al poderoso binomio político que representan ambos en la nueva estrategia de Podemos
Puede que si Pablo Iglesias e Irene Montero fueran dirigentes del Partido Popular —cuesta trabajo asimilar la imagen— no se hubiera prolongado tanto tiempo en la prensa el misterio de la relación sentimental. La derecha, o la derechona, como la definía Umbral, no tiene acceso a ciertos privilegios de corrección y de sensibilidad que predominan en el hábitat de la izquierda. Es "machirula" por definición la derecha, como diría Montero. Y no tardaría en plantearse que el secretario general del PP ejerce a su antojo el nepotismo. O que se ha instaurado el kirchernerismo, la bicefalia conyugal.
¿Tiene relevancia política que Iglesias y Montero sean pareja? La pregunta no es pura retórica, pero aloja en sí misma una trampa. Y la trampa consiste en que las interrogaciones sirven de pretexto para airear la evidencia de la relación sentimental.
Y no se trata de un descubrimiento, pero el hecho de plantearlo aquí, en este mismo periódico, con tantas reservas formaliza la transgresión de un tabú. Todo el mundo sabe que Iglesias y Montero comparten una relación sentimental, pero mencionarla implicaría —o implica— un ejercicio de amarillismo, de sensacionalismo periodístico, o de machismo, entre otras razones porque podría deducirse que la sobrevenida pujanza de Irene Montero en Podemos proviene de su vinculación personal a Iglesias.
Es una conclusión atractiva porque destripa en canal el conflicto de intereses y deteriora el principio de la meritocracia asamblearia, pero también es una conclusión incendiaria porque consolida el estereotipo del macho dominante y la mujer arribista.
Se explicaría así la cautela con que los medios informativos eluden referirse a la relación sentimental. Se ha acordado una especie de elipsis mediática. Y romperla supone un ejercicio de sobrexposición a la represalia de una campaña machista. Un argumento, el machismo, que neutralizaría el debate en su embrión mismo.
Iglesias y Montero son una "extraña pareja". No tan extraña como Jack Lemmon y Walther Matthau en la película de Gene Saks, pero sí bastante atípica en la manera en que desdoblan su poder y su influencia. Representan ambos la corriente ganadora del congreso de Vistalegre. Formalizan la ortodoxia ideológica. Y han llegado a mimetizarse en los discursos, en las ideas y hasta en las formas.
Carece de toda relevancia informativa la vida privada de Montero e Iglesias, pero sí la tiene el binomio político que representan, más aún cuando el proceso de carbonización de Errejón predispone a un nuevo reparto de funciones y responsabilidades. Irene Montero las irá asumiendo a costa del extinto golden boy. No porque sea la novia del gran líder en una lectura frívola, sino porque Iglesias necesita reconstruir un espacio político de confianza, porque Montero se ha ganado a ley su peso en la formación morada y porque las bases de Podemos —"Irene, Irene, Irene" jaleaban los militantes en Vistalegre— la han conducido a la jerarquía de la lista del consejo ciudadano.
La tarea de desbrozarla con atención arroja una sorpresa inquietante en la idiosincrasia del partido más sensible a la igualdad de género y más combativo en la lucha contra el machismo: solo hay dos mujeres entre las diez primeras posiciones. Rita Maestre en octavo lugar. Y la propia Irene Montero en el cuarto puesto, camino de convertirse en portavoz parlamentaria y en revulsivo de un partido ensimismado en su líder.
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