Embajador Durán-Loriga, transición ansiada y ejercida
Participó en el proceso de independencia de Guinea Ecuatorial
Piensan con cierto desdén los recién llegados a su profesión que algunos de quienes les preceden son de la vieja escuela. Sin intuir que los mejores de entre ellos acabarán siendo vieja escuela para otros. Así es en cualquier oficio, pero más aún en aquellos a los que se consagra la vida entera, como la carrera diplomática.
Juan Durán-Loriga (Madrid, 1926-2016), Embajador de España, que murió el último día de noviembre pasado, fue de la vieja escuela siempre. Lo que quiere decir que, en vez de correr tras los acontecimientos, ciego en la cita con lo efímero, observaba la vertiginosa vida internacional con la paciencia de quien ajusta un caleidoscopio hasta dar con la cifra exacta de sus luces y sombras.
Ante las incitaciones -fruto del cálculo o del azar- que surgen cada día en el desafinado concierto de las naciones, cabe responder como lo hace el perro, lanzándose tras ellas de un lado para otro, creyendo suya la iniciativa que es de otro, o bien cabe reaccionar como el león, observando señorial y estático de dónde viene el objeto, cuál es su causa, para darle la espalda o para saltar sobre ella y anularla.
Alcanzar esa maestría requiere construir aquello que Juan Durán-Loriga edificó sin cesar: un vastísimo conocimiento de la historia, la geografía y la vida política de países y regiones y una curiosidad políglota (en alemán, francés, inglés, italiano y portugués) por las manifestaciones clave de las relaciones internacionales y para entenderse con ellas.
No basta. Es preciso tener una inteligencia de la alta política que equilibre intuición y raciocinio. Y el tiempo se encargó de probar que Juan Durán ingresó ya con ese temple en la función diplomática: fue, como estudiante en la España de la posguerra civil, aliadófilo, monárquico, liberal y europeísta. Los mejores cuatro ases, sí, pero repudiados y atacados por quienes entonces eran mano en la mesa de España. De manera que ver lejos y claro, vamos intuyendo, precisa también de cierto coraje.
Para añadir algo más sobre su carácter, basten dos citas. La primera, de quien fue uno de sus más antiguos amigos, Leopoldo Calvo-Sotelo, coetáneo y militante de esas mismas cuatro causas que ambos vieron luego ganar la partida: “próximos son nuestros talantes galaicos: el escepticismo, la inevitable ironía, la seriedad que aparece súbitamente bajo el humor como el granito entre la hierba de un pasaje gallego.” La segunda, del propio Juan Durán, un verso que escribió en 1967 y cantó siempre: “que cierta inhibición ante el casorio/propia puede ser de hombres de talento.”
Juan Durán sirvió los intereses de España desde puestos de responsabilidad en el Ministerio de Asuntos Exteriores, en asuntos clave como la independencia de Guinea Ecuatorial (siendo luego el primer Embajador de España allí) y ya durante la transición, otros como la renovación de nuestras relaciones con EEUU, el ingreso en la OTAN o el contencioso de Gibraltar. También contribuyó a la dimensión europea de España -su vieja militancia- como Embajador en Bonn y París. Lo fue también en Noruega y en Jordania (cuando el Septiembre Negro), destino éste que entrañaba conocer sin falla el conflicto árabe-israelí y la complejidad del mundo árabe.
Su larga jubilación permitió a sus privilegiadas amistades ilustrarse con su conversación lúcida y erudita, relatos que se han llevado el viento mesetario de Madrid y el oceánico de O Grove. Pero todos tenemos el privilegio, gracias a sus obras -Memorias diplomáticas, Mis cartas políticas desde París (1986-1991) o El embajador y el rey: el conde de Gondomar y Jacobo I de Inglaterra- de visitar y aprender de esa imperecedera escuela de inteligencia, sabiduría y mundo.
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