Toda la vida cuidando a los muertos
Diez ancianos complementan su pensión trabajando en el camposanto de La Almudena (Madrid) en su oficio de siempre: limpiar sepulturas
Urbano es de izquierdas, de la zona roja, porque cuando en 1937 republicanos y golpistas guerreaban por el poder en España, él nacía en un pueblo de Cuenca, Reillo, donde la sublevación franquista fue repelida con facilidad. "Por eso cuento siempre que soy rojo de nacimiento", bromea Urbano, que se ha pasado media vida cuidando a los muertos republicanos ilustres y anónimos del cementerio civil de La Almudena, en Madrid, a cambio "de la voluntad" de las familias. A Pablo Iglesias, fundador del PSOE, a Largo Caballero, presidente del Gobierno durante la Segunda República, o a Julián Besteiro, presidente del PSOE y de UGT en la misma época, ya no recuerda si fueron cientos o miles las veces que les barrió y cepilló las sepulturas y les podó los rosales.
Como los otros diez limpiadores clandestinos que quedan en el camposanto, Urbano siempre se viste de batalla cuando va a la necrópolis a trabajar. A sus 78 años se enfunda un pantalón azul de albañil y una chaqueta y un gorro de lana para frotar y baldear las cuarenta lápidas por las que viudas, hijos o demás familiares de los que se fueron le pagan unos cuartos al año. Por la de Besteiro y Largo Caballero, por ejemplo, las fundaciones de estos dos políticos le recompensan cada una con 90 euros. "Mi pensión es muy baja, y así me gano un complemento", explica Urbano, que antes, como el resto de clandestinos, trabajó en La Almudena más de diez años en la empresa de jardinería de la funeraria municipal de Madrid. A esta compañía llegó en 1986, tres años antes de que enterrasen en la necrópolis a La Pasionaria —"aún me acuerdo muy bien de aquel día"—, y allí tampoco cobraba demasiado: 55.000 pesetas al mes, "y con cinco hijos tenía que hacer álgebra" para llenar cada día los platos de comida. Cuando se jubiló, ya con 60 años, decidió quedarse en el camposanto: "En casa me aburro, y como estoy cerca de Madrid [vive en El Hoyo de Pinares, un pueblo de Ávila cerca de la capital], pues vengo y me entretengo".
En el cementerio de La Almudena, uno de los más grandes de Europa con 120 hectáreas, Urbano, Telefunken o Félix se han pasado su vejez acicalando a otros los pocos problemas de después de la vida. "Son personas muy mayores, antiguos funcionarios de la funeraria municipal, que por vicio profesional o porque cobraban poca pensión siguen limpiando tumbas", cuenta Paloma García, presidenta de la Asociación de Cementerios. García recuerda a muchos clandestinos que ya no están en el camposanto, apagados por la vejez o inhabilitados por la edad: "Antes eran más. Yo me acuerdo de Higinio, que nació y murió en una casa que hay a la entrada del cementerio y que tuvo a su cargo cientos y cientos de lápidas, y de Gregorio, que ya está muy malito y vive con sus hijos".
A Telefunken —el apodo de Francisco, que tiene 75 años— se le nota en las venas gruesas de las manos que toda su vida ha trabajado en el cementerio con lejía, escobas, podadoras y otros enseres de limpieza. Llegó a cuidar hasta 600 sepulturas y a La Almudena, en broma, le llama cariñoso "mi chalé". "Hubo un limpiador que me contó que llegó a tener hasta 900 lápidas. Hay otro que todavía se mueve con su moto Derbi, que parece la de Ángel Nieto, tirando de un carromato viejo lleno de productos para baldear y cepillar. Tienen las zonas repartidas, y para las compañías que quieren entrar en el negocio es complicado", explica Javier Jara, autor del blog Cementerios de Madrid.
Son en torno a 50 las empresas de marmolistas que hay en la comunidad. Todas ellas, como los clandestinos, ofrecen limpiezas de nichos, pero su precio anual fluctúa entre los 150 y los 250 euros. "Los limpiadores nos han quitado mucho mercado. Aunque ahora hay menos porque son muy mayores, no pagan impuestos y cuidan muchas sepulturas", se lamenta Pablo Justino, que regenta con su padre una compañía marmolista desde hace casi tres décadas. El señor más rico del cementerio, según cuenta J. C. —otro marmolista—, es Félix, un antiguo enterrador de la funeraria. Todos los días del año, de lunes a domingo, Félix se acerca al camposanto y no para de poner aceras, grabar inscripciones en los nichos o limpiar lápidas. Cuando no tiene nada que hacer, dice J. C., va en su furgoneta blanca rondando a las familias que ofrendan el duelo a sus muertos y les ofrece sus servicios: "En el camposanto lo ves con su ropa vieja y su furgona, que parece una carraca, y no te imaginas el pedazo Mercedes que tiene, ¡vaya carro!".
Con los años, el día a día en La Almudena de estos clandestinos se ha hecho más evidente. Algunos han hecho suyo pedazos del terreno del camposanto, que es propiedad del Ayuntamiento, levantando casetas en las que guardan sus productos de limpieza, su vestimenta y su carromato. Urbano, que también se encarga de la zona hebrea del cementerio, se lleva sus enseres en el coche porque desde hace unos meses solo acude a limpiar las lápidas los miércoles y los domingos: "Ahora tengo menos que hacer porque tengo menos sepulturas, y como soy mi propio jefe, voy y vengo cuando quiero". Donde más dinero ha ganado ha sido en el cementerio hebreo, pero en él ya solo cuida tres lápidas por 100 euros al año cada una. Antes —hace casi dos años que no hay un entierro en la zona judía por la falta de nichos—, por quemar la ropa del fallecido, ocuparse del velatorio y fregar le daban 20.000 pesetas: "Yo casi estaba deseando que se muriera alguno", bromea.
Después de tres décadas en La Almudena, Urbano ya no sabe si le queda mucho tiempo en el cementerio: este mes tiene que renovar su carné de conducir y no está seguro de que vaya a pasar las pruebas a sus 78 años. Sin el coche, no podría llegar desde su municipio de Ávila, y ya está pensando en traspasar las sepulturas a varios amigos. Si lo hace, no volverá a pisar su camposanto republicano porque nunca ha comprado un nicho: "Es que yo, si me muero, que, por favor, me entierren en mi pueblo. Y eso que aquí me siento como en casa, que soy muy rojo".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.