Roosevelt y el bipartidismo
Si para las confluencias de Podemos el botín regional es atractivo y el peso de someterse a la dirección nacional, un lastre, las baronías territoriales se independizarán

Durante los años treinta se produjeron dos fenómenos que marcarían la política estadounidense: el New Deal y la consolidación del bipartidismo. Las políticas de Roosevelt centralizaron el poder económico y político, multiplicando la relevancia de la política nacional y el botín electoral para quien ganara la presidencia. Desde ese momento solo sobrevivieron los dos partidos que fueron capaces de competir en todo el territorio —Demócrata y Republicano—, y desaparecieron las formaciones minoritarias regionales.
Esta explicación sobre el arraigo del bipartidismo en EE UU forma parte de una teoría según la cual los partidos se organizan al nivel donde reside el poder: si este se centraliza, los partidos se agregan para ser viables en muchos distritos y así poder ganar las elecciones nacionales. En cambio, si los recursos y políticas se descentralizan, la política regional se vuelve más atractiva y el sistema de partidos tiende a fragmentarse.
En España, la descentralización ha sido compatible con un sistema de partidos relativamente centralizado. Los partidos nacionales han canalizado las tensiones centrífugas a través de su organización interna, trasladando el poder, formal o informalmente, hacia los aparatos regionales. Incluso el valor de la marca electoral se ha revertido: si los líderes autonómicos al principio competían amparados en la marca nacional, el poder acumulado por algunos ha hecho que su capacidad de movilización alrededor de la “marca autonómica” sea un activo importante para quien quiera ganar las elecciones generales.
Las tensiones internas dentro de los partidos tradicionales parecen menores si las comparamos con las que deben afrontar aquellos partidos que, como Podemos, se han formado como una agregación e intereses de abajo a arriba. La coordinación de numerosas formaciones (Mareas y confluencias) alrededor de la marca de Podemos les ha hecho más competitivos para conseguir representación en el Congreso. Y el triunfo en País Vasco, Galicia y Cataluña ha otorgado al partido de Pablo Iglesias una capacidad de articulación territorial equiparable a la del PSOE en sus mejores tiempos. Sin embargo, en su mejor virtud reside su mayor peligro. Si para las confluencias el botín electoral regional es suficientemente atractivo y el peso de someterse a la dirección nacional parece un lastre, las todavía nacientes baronías territoriales de Podemos se independizarán antes de haber ejercido plenamente como tales. No perder su capacidad de integración territorial es el verdadero reto que Podemos tiene por delante.
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