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XI legislatura
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desprecio patricio

Los diputados del cambio libraron una batalla cultural y la ganaron Nadie duda de que este es un Congreso distinto

Pablo Iglesias abraza a Errejón, tras la constitución del Congreso.
Pablo Iglesias abraza a Errejón, tras la constitución del Congreso. Francisco Seco (AP)

La entrada de los 69 diputados del cambio en el Congreso de los Diputados ha hecho correr ríos de tinta y de declaraciones sobre las formas, las procedencias, las vestimentas o los contenidos de nuestras promesas a la hora de asumir el cargo para el que hemos sido elegidos por el pueblo. Muchas de estas reacciones han estado presididas por el escándalo o la indignación de miembros de las élites políticas, económicas y culturales, manifiestamente contrariados o preocupados por lo que consideran un insulto o desprecio a las formas parlamentarias. Este debate es altamente ilustrativo del momento político de transición en España.

Todas estas reacciones airadas comparten un mismo tono de “desprecio patricio” por lo que se considera la entrada de una turba ruidosa y folclórica en un templo de la racionalidad y los procedimientos congelados, que estaría ensuciando o “mordiendo”. Este prejuicio aristocrático -hoy vestido de enfadado procedimentalismo- ha llevado siempre a los que detentaban las posiciones dominantes o de habla legítima a escandalizarse ante la irrupción de sujetos, formas y lenguajes que antes no figuraban en el reparto de posiciones políticas, los “incontados” en palabras del filósofo Jacques Rancière: “la parte sin parte” en el orden establecido. Una irrupción plebeya que no es reducible a la cuenta estadística en términos de posición económica, sino de los que hasta ese momento estaban excluidos de los lugares del poder, hasta el punto de que su llegada a las instituciones se perciba con espanto. Nada nuevo bajo el sol: cada expansión democrática ha sido siempre un “jaleo innecesario” a decir de los que mandan.

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El pensamiento conservador – más allá de sus adscripciones ideológicas: el que aspira al mantenimiento de lo establecido y sus actores- ha representado siempre estas llegadas con metáforas biológicas: “aluvión zoológico” llegó a pronunciar en 1947 un diputado liberal en el Congreso argentino, de “suciedad” y “mal olor” han hablado diputadas y comentaristas españolas esta semana; naturales: “irrupción”, “terremoto”; o de edad: “infantiles”, “travesuras”. En los análisis que se pretenden más refinados se levanta una prevención contra el “populismo”, un fantasma de contornos imprecisos -y, paradójicamente, tanto más esgrimido cuanto más poder acumulan las élites- pero que parecería amenazar nuestras democracias. Los más avezados corren a mostrar el “truco” descubierto, con ese cinismo “chic” de los que se piensan por encima de la política partisana: “¡Pretenden hacer pasar la parte por el todo!”, “¡Quieren encarnar una nueva voluntad general!”. Como si hubiese algún orden que no hiciera descansar su legitimidad en una operación discursiva similar. Como si algún reparto de posiciones fuese “natural” y por tanto prescindiese de símbolos y ritos que las recuerdan y refuerzan. Como si tras su espanto no hubiese la pretensión de seguir siendo solo ellos quienes ponen los nombres y definen el escenario, de monopolizar en fin la política.

En el fondo de todas estas expresiones subyace la sospecha permanente con respecto a las masas y lo colectivo -siempre a un paso del totalitarismo- y la utopía conservadora largamente acariciada de una democracia sin pueblo: una mera administración aséptica de las cosas cuyas premisas sean incuestionadas y blindadas en cuanto procedimiento, sin diferencias ni pasiones. Un tablero con las casillas ya establecidas y los movimientos limitados. Una política anestesiada y una soberanía popular restringida, encajonada entre los poderes privados que no rinden cuentas a nadie.

Parecen decirnos nuestros críticos que un exceso de afectos, de disputa y de épica en la política amenaza nuestras democracias. Y que falta más consenso y respeto a las formas. Como si las grandes amenazas para nuestra democracia, la corrupción, la desigualdad económica, la emancipación de las élites financieras de todo control, la cartelización de los partidos políticos o la falta de mecanismos efectivos de rendición de cuentas entre poderes, no hubiesen ido desplegándose entre los más barrocos cumplimientos de los ritos del consenso y las formas. Flaco favor le hacen a nuestras instituciones si quienes han roto el acuerdo social se parapetan en ellas como escudos contra el cambio que cada vez más ciudadanos demandan. No han sido las rastas, los dedos en forma de V en el aire ni las invocaciones a la soberanía popular las que han erosionado nuestra institucionalidad: sino las componendas opacas entre los de arriba y su progresivo divorcio con respecto al país real. Al Congreso no le hacía daño tener gente ilusionada, que vitorea y se abraza, dentro. Sino tener tanta gente desilusionada fuera. No son las “bajas pasiones” de la plebe -obsérvese que solo las masas las tienen- las que amenazan nuestras instituciones por un exceso de política, sino su secuestro por tramas mafiosas, entre la apatía o el descrédito generalizado producido por una política en la que no parece haber bandos, fidelidades claras ni decidirse nada sustancial.

La crisis de dirección de las élites viejas en España no tiene solo que ver con el retroceso social y económico de los sectores populares y medios, sino también, es importante subrayarlo, con una incapacidad para proponer metas colectivas y un horizonte ilusionante como sociedad. Un republicanismo moderno debe preocuparse tanto de los sistemas de contrapesos y controles que embriden a los “poderes salvajes” -que como nos señalara Ferrajoli hoy no son las masas, sino los poderes económicos oligárquicos- como de la construcción de un pueblo, una comunidad cívica pluralista y una nueva voluntad general.

Nuestras democracias necesitan más política y no menos, más pasión cívica y no menos, más choque de ideas y no menos. Lo que las asfixia es la sustitución del conflicto por la mera sucesión de arreglos entre los privilegiados y sus lobbies. Y si toda la frustración con lo existente no la canalizan fuerzas radicalmente democráticas y populares, cristalizará en diferentes tipos de fundamentalismos y odios reaccionarios del penúltimo contra el último. Ejemplos cercanos no faltan.

Es evidente que los protocolos y los símbolos son importantes. Son un reflejo pero también una interpelación, y sobre ellos se libra una disputa por ponerle nombres a las cosas. Todo cambio político va acompañado, a menudo precedido, por una serie de cambios estéticos, discursivos y simbólicos que marcan un quiebre de época, que fundan otro horizonte. Los diputados del cambio fueron muy cuidadosos con el protocolo, pero les hablaban, al prometer, a los que nunca habían sonreído o seguido con atención una sesión del Congreso. Libraron el miércoles una batalla cultural y, a decir de la reacción del establishment, la ganaron: construyeron un parteaguas y ya nadie duda de que, efectivamente, este es un Congreso distinto -más parecido a España- para una etapa diferente. En la tensión entre el nuevo sentido común y la institucionalidad, que se saldará en un nuevo acuerdo de país, de momento unos ganaron los sillones de La Mesa, repartiéndoselos y dibujando la gran coalición. Otros las palabras de aquel día.

 

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