Gramsci en San Jerónimo
Caemos por el tobogán de un populismo que nos espera impaciente como compañero de viaje

El miércoles España retrocedió muchas décadas. Vestida de novedad, volvió la “vieja política”. Lo hizo con el disimulo estratégico de Gramsci. Actuando con el ariete de un sentimentalismo populista que barrena sin pestañear la modernidad constitucional. Nos mostró sus dientes enfundada en brackets posmodernos. Hincó su primera dentellada sin que nadie se quejara. Anestesiados por la impresión de un jardín de infancia en pleno hemiciclo, olvidamos que esta práctica mórbida de plató televisivo era la coartada para una resurrección asistida de la “vieja política”. Esta se coló indoloramente. Mordió el cuerpo de las formas representativas, pero nadie elevó la voz para advertir que caíamos por el tobogán de un populismo que nos espera impaciente como compañero de viaje y, quizá, como destino definitivo de esta legislatura de consecuencias inquietantes.
Se permitió sin repulsa ni reproche que se despreciara lo más básico: la fórmula igualitaria de juramento o promesa democrática que compartimos todos los diputados y senadores. Habrá quien piense que es un asunto menor, pero no lo es. Las cuestiones formales, tal y como vio Kelsen al estudiar los fundamentos de nuestra legalidad democrática, no son asuntos menores y, por tanto, prescindibles a golpe de brochazos genéricos y materiales.
Las reglas de juego son parte sustantiva de nuestra civilización jurídica. Y la fórmula de acatar la Constitución no es algo accesorio ni un capricho formalista. Es una pieza normativa que nos hace a todos los representantes del pueblo iguales al adquirir esa condición. No es un capricho del Estado de derecho sino una garantía del mismo. Se instituyó como una conquista moderna. Se demostraba así que ninguno de los representantes del pueblo es distinto cuando accede al ejercicio de la representación soberana. Y que ninguno de ellos, además, objeta esta circunstancia porque pone su conciencia moral o ética por testigo de que defenderá al pueblo que representa sin más limitaciones y condicionantes que los que la legalidad democrática prevén y exigen.
Anteayer fue un día sombrío para nuestra democracia. Los aromas del Antiguo Régimen acompañaron la toma de posesión de muchas decenas de diputados y diputadas que excepcionaron su mandato representativo. Lo hicieron al introducir lealtades personales, ideológicas o territoriales, como si de feudos o señoríos se tratasen.
La “vieja política” hizo lo que siempre ha hecho: anteponer la lealtad de sus orígenes a la legalidad democrática. Blindó su decisión con la armadura de sus prejuicios y nos advirtió de que su propósito final es otro: cambiar la institucionalidad democrática a golpes de sentimentalidad asamblearia y populista. Schmitt se coló en el hemiciclo con las pancartas estéticas del 15-M mientras gritaba con sus gestos que aspiraba a cambiar multitudinariamente nuestra Carta Magna por aclamación.
La “vieja política” abrió con blancas la partida colocándonos a todos los demás a la defensiva mientras una “vieja” intelectualidad orgánica leía los Cuadernos de Gramsci y recordaba que todo combate ideológico es una lucha por la hegemonía cultural que espera su oportunidad. Quizá por eso mismo, los socialistas fueron los que más se estremecieron al percibir que su enemigo no estaba enfrente sino a su costado. La lucha por la hegemonía política empieza así por una lucha por la hegemonía en la izquierda.
José María Lassalle es secretario de Estado de Cultura y diputado a Cortes por Cantabria.
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