Silvestra y Silvestre cumplen 103 años
Los dos ancianos se conocieron este verano en el hospital pero su salud ya ha mejorado
Silvestra tiene buen semblante. Está sentada al brasero, con su bata negra, un imperdible en la solapa y su pañuelo, también negro, cubriéndole la cabeza y atado al cuello con un nudo flojo que se desata enseguida, cuando suena el móvil, para llevarse el teléfono a la oreja. Es su hija, desde San Sebastián, que la llama todos los domingos. Hoy, aunque es jueves, la llamará también porque tiene que felicitarle el cumpleaños: su 103 cumpleaños. Sivestra Mahíllo Garrido, natural de Montehermoso (Cáceres), sabe en sus carnes lo que es un siglo y sus ojos han conocido dos.
Este verano, una caída y los pulmones encharcados la llevaron al hospital de Plasencia. Unos días antes y dos habitaciones más allá —las enfermeras no salían de su asombro— había ingresado un hombre de igual pelo blanco, nacido el mismo día del mismo año, de nombre Silvestre, para no contrariar al santoral. Allí se conocieron, pasando un mal trago, metidos en un cuerpo que, a los 102 años, se revelaba, quizá por primera vez, como un infierno. Y de aquella casualidad de nombres y fechas se hizo eco este periódico entonces. A Silvestre Llorente Núñez, nacido en Barrado (Cáceres) ya no le duele nada y con un poco de ayuda y los ojos vigilantes de Chus, su cuidadora, se levanta, se sienta y camina por aquí y por allá como un duende: pesa 30 kilos y mide más o menos como Curro El Palmo, a punto de no hacer la mili por no dar la talla. Así lo ha contado él siempre. Las tallas siguen siendo un problema, se quejan en su casa, incapaces de encontrar ropa de adulto que no le quede grande. ¿Por qué no hacen ropa para centenarios de cuerpecillo reducido? Hay miles en España.
Silvestra y Silvestre, dos naturalezas de hierro que se vieron por primera vez en el hospital, donde los familiares se temían lo peor y los médicos no las tenían todas consigo. Pero aquí están, soplando 103 velas el día de su santo.
La anciana lee solo "letras de molde"; de niña espantaba pájaros en el campo
En busca de Silvestra, por la carretera, los campos del norte de Extremadura están de un verde rabioso y los árboles pelados del invierno dejan a la vista nidos de todos los tamaños. Es la comarca que bautiza el río Alagón, tierras fértiles que sacan adelante cada año toneladas de fruta y verduras. Los secaderos del tabaco, de pimientos, de maíz, aparecen por todos lados, con sus ladrillos haciendo filigranas en las fachadas. Silvestra está en su mesa camilla, rodeada de cuadros de Vírgenes y Cristos y bajo el tapete transparente, las fotos de boda de nietos o bisnietos. Su hija María Jesús le presenta a la periodista. “¿Y qué tal está Silvestre?”, pregunta rápido.
Tener delante a una persona de 103 años es como abrir una enciclopedia, hurgar en el pasado, en el bautizo y en la boda, en aquellas penurias de entonces en las tierras extremeñas, en las fiestas y en los jornales, en los padres y en los abuelos, dos siglos atrás… Silvestra lee con dificultad y solo “si la letra es de molde”. Con cuatro o cinco años, la asistenta de la maestra le pegó y la niña se quejó en casa: que ya no quería ir más a la escuela. Al día siguiente estaba espantando pájaros en el sembrado. ¿Qué iba a hacer si no una cría de tan corta edad? El huerto no era del padre, sino del amo, porque ellos nunca tuvieron nada. A esta mujer le tocó vivir una España de categorías simples: ricos y pobres. “Nosotros éramos pobres, no teníamos casa, estábamos de alquiler, hasta que el dueño pedía la casa, entonces nos íbamos a otro sitio, éramos vecinos de todos los barrios”.
La infancia de Silvestre, a veintipocos kilómetros de Plasencia en dirección al Valle del Jerte, tampoco fue mejor. Una especie de Oliver Twist , miseria tras miseria… Chus le arranca las historias, la de aquel día, adolescente, que su padrastro le mandó devolver un caballo a su dueño y tuvo que atravesar a lomos del animal, bajo una manta de lluvia, los arroyos que bajaban crecidos y bravos. "¿A quién se le ocurre mandar a una criatura así un día como aquel?", reniega todavía el abuelo. El niño no sabía nadar, claro: “Me abracé al cuello de la bestia y así cruzamos la garganta, ese día me vi muerto”, recuerda. Las anécdotas diarias son penosas, las de los días de fiesta, aburridas: unos vinos, algunas jotas y vuelta al trabajo, incesante como un mal bíblico desde que tenía seis o siete años.
"Me abracé al cuello de la bestia y así cruzamos la garganta", recuerda Silvestre
En Montehermoso, la hija de Silvestra, María Jesús, saca una copa de filo dorado y sirve a la periodista un licor de manzana sin alcohol: “Para que pueda conducir”, dice. Y para que no pueda comer más en todo el día pone delante de la visita un plato de porcelana con media docena de polvorones en sus fundas de colores. Ya no hay miseria en estas tierras, humildad si se quiere, pero no miseria.
“Cuando yo era joven hacía de todo, iba a servir a casa de los ricos, o amasaba el pan y llevaba las fanegas al horno para que lo cocieran, luego lo repartía”. ¿Y cuánto le daban por amasar y acarrear una fanega? “Un pan”.
La conversación se para en seco. Hay que buscar cómo proseguirla. Todavía permanece en la cara de Silvestra ese gesto… Un pan. Y punto. Que no se sabe si es de rabia al recordar, o solo de reproche por tan exiguo jornal o de no hay más que hablar: un pan. Con la mirada clavada.
Los polvorones siguen en el plato: “Coja uno”, insiste la hija. Venga, vale.
Aquellos años ya pasaron. Y también los dolores que molían el cuerpo este verano en el hospital. Ahora, los dos centenarios salen al sol cada día, cuando el sol sale, y cuentan sus recuerdos, si alguien les interroga. Silvestra se acuerda de la falda morada, “la mantilla”, que se puso el día de su boda. “Y al día siguiente me fui a cavar habas, de modo que fíjese qué luna de miel”… Y Silvestre o Amado, como le llamaron todos desde que nació, juega a las cartas con Chus o ve la tele con su hijo, el que adoptó cuando el niño tenía cuatro años. Así pasan los siglos.
Feliz cumpleaños, Silvestra. Feliz cumpleaños, abuelo.
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