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El pueblo del 71% de paro

Choza de Canales es el núcleo de más de mil habitantes con mayor desempleo de España

La alcaldesa de Choza de Canales, Ana BaltasarVídeo: Video: Gorka Lejarzegi
Íñigo Domínguez

A media hora de Madrid, en la provincia de Toledo, hay un pueblo que es un agujero negro de la crisis, un sumidero de problemas muy españoles que se han atascado en una localidad de 4.000 vecinos, un lugar donde no hay un solo cartel electoral y la campaña no existe porque nadie ve un futuro. Porque Chozas de Canales tiene un 71% de paro. Es el núcleo de más de mil habitantes con mayor desempleo de España.

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—¿Pero de qué viven aquí?

—De los 420 euros de Zapatero.

Es lo que dicen todos, en alusión a la última ayuda a los parados de larga duración. En Chozas de Canales estaban instalando el miércoles las letras luminosas de Feliz Navidad en la entrada del pueblo. Lejos de animarlo, lo hacía más triste. Caminando por las calles, el móvil pide: “Seleccione red inalámbrica”, pero la pantalla está en blanco. Nadie tiene wifi.

Chozas, como dicen aquí, es un grupo de casas rurales que ha roto siglos de equilibrio con la irrupción de hileras de chalés adosados. Un pueblo agrícola de 800 habitantes que vivía del campo, a partir del año 2000 pasó a tener 4.500 vecinos, con más de un millar de nuevas viviendas. “Había fila, los compraban antes de empezar a hacerlos”, cuenta Amancio Hernández, de 65 años, jubilado. Él trabajaba en una fábrica de muebles de cocina con 25 empleados, que luego cerró. Igual que las dos empresas constructoras. Como la empresa agrícola que empleaba a más de 200 personas.

Propulsado por el sueño, el precio de los chalés se disparó. “Nos vinimos de Móstoles porque esto parecía que despegaba, pensamos que sería lo mejor para los niños”, cuenta con pesar Gema Amigo, la cartera. Pagaron 38 millones de pesetas por un chalé que, meses antes, costaba 15. Pero ahora se venden a 30.000 euros. Como muchos, quedaron atrapados por una hipoteca en un lugar que ahora odian con toda su alma. “Lo vivo como una cárcel, como si llevara una bola de preso”, confiesa. La urbanización La Pacheca, hileras de ladrillo, tiene algo de prisión. A todos les gustaría irse, pero no pueden. Muchos dejaron las llaves en la puerta y desaparecieron. Otras casas se las quedaron los bancos.

Son invendibles pero han atraído nuevos inquilinos: okupas. Decenas de chalés están ocupados por familias, sobre todo españolas. “El 30% de la gente del pueblo vive del puntapié, tiran la puerta y viven allí”, dice un concejal popular, Antonio Jiménez. Es taxista, pero en Madrid, como casi todos los que trabajan. José Martín, de 58 años, curró en la construcción pero está en paro desde hace cinco años. Cobra los famosos 420 euros y con eso viven él, su mujer y una hipoteca de 150 euros, de uno de los chalés. Si no le hacen un contrato mínimo de seis meses pierde la prestación, pero solo le ofrecen cosas temporales. Llega a fin de mes con paquetes de comida de Cáritas.

Cuando llegó la crisis, casi todos los que llegaron se quedaron en paro. Cómo se construyó La Pacheca explica muchas cosas. “Se vendió suelo rústico a muy bajo precio y el principal promotor, el único, tenía muy buena relación con el alcalde”, explica la actual regidora, Ana Baltasar, del PP, en referencia al que fue alcalde durante 24 años, el socialista Antonio Antúnez. Lo dejó en 2007 tras una condena por prevaricación con inhabilitación de siete años. Era uña y carne con el constructor Felipe Barbarroja, ya fallecido, que construía todo.

Antúnez, expulsado del PSOE, ha vuelto a ser procesado este año por falsedad documental, pero fue el más votado en las municipales. Solo una insólita alianza de PP, PSOE y Ciudadanos le arrebató la alcaldía. Luego fue absuelto.

Barbarroja, el amo del pueblo, también construyó un polígono industrial que, ahora, es otro enclave fantasmal. Cien naves con solo una decena de empresas. Pensaron que se llenaría justo cuando estalló la crisis, en 2007, y nunca llegó nadie. Salvo ahora, más okupas, pero no solo para vivir: hay incluso empresas okupas, instaladas de forma ilegal.

La delincuencia se ha disparado y no hay policía municipal. La Guardia Civil pasa de vez en cuando. En septiembre arrestó en la urbanización a una banda de ladrones rumanos. Además de robos de coches —seis este mes— hay otros de cosas inimaginables: han robado 20 bancos de los de sentarse, no de los otros, porque en esos no hay mucho que robar. Han birlado la estructura de hierro de la nueva parada de bus a las dos horas de ponerla. “Este pueblo lleva seis años muerto”, sentencian los vecinos.

La única panadería, que vende dulces artesanales desde hace décadas, cerrará en enero. “Para el pan solo quedarán los chinos”, dice la dueña, Celestina Prieto. Es una tontería en este cúmulo de desgracias, pero duele que dejen de existir unas magdalenas de toda la vida. No quedará nada de lo que era.

Un chico sentado en la calle con sus auriculares sabe por qué algunos queman y roban: “Muy fácil, se aburren”. Es una explicación aplastante. Se llama Julio, es peruano y tiene 18 años. No va a votar: “No me gusta elegir quién me va a robar”. Tiene piercings y escucha rap rumano. Él es de los pocos que trabajan, 1.100 euros como empalmador de fibra óptica. Está contento porque va a lograr su sueño, el inverso de los que llegaron: irse del pueblo, volver al punto de partida, el sueño de irse a vivir a Móstoles.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.

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