En el país del trágala
La tradición del acuerdo ha escaseado en España desde los tiempos de Fernando VII hasta la excepción de los Pactos de La Moncloa
Allá por los tiempos en que se hablaba de caracteres nacionales, en lugar de identidades como es ahora la funesta manía, nadie dudaba de que los españoles eran, además de sobrios e idealistas, individualistas y extremosos, gentes en todo caso nada proclives a los acuerdos ni a los pactos. A semejante carácter se atribuía la frecuencia con la que a lo largo del siglo XIX, unos y otros, liberales y serviles, doceañistas y exaltados, innovadores y tradicionalistas, progresistas y moderados, entonaron con variaciones en letra y música, que en su vejez sonaban aún muy vivas en los oídos de Mesonero Romanos, la insultante y grosera canción del Trágala, que “tan perniciosa influencia llegó a tener en la opinión de las masas populares”.
Trágala le cantaron los progresistas a Fernando VII cuando resucitaron en 1820 la Constitución de Cádiz, y mucha sangre de liberales derramó aquel rey felón cuando tres años después recuperó lo absoluto de su poder. Trágala le cantó el señor Duque de la Victoria a la reina madre en septiembre de 1840, “y pronto se lo cantarían a él, con la propia música, los caídos del año anterior”, escribió Pérez Galdós en Los Ayacuchos. Y así, a base de trágalas, transcurrió entre revoluciones y guerras civiles, crueles represiones y largos exilios, buena parte de aquel siglo sin que ninguno de los partidos o fracciones políticas mostrara intención ni deseo de abrir “la puerta de avenimiento, de transacción, de paz, por la cual entrar pudieran hombres de todos los partidos sin bajar demasiado la cabeza”: era el tiempo de la política de “todo o nada” que tanto lamentaba Jaime Balmes en los años cuarenta.
Fue un ya venerable Menéndez Pidal quien, un siglo entero después, convirtió en categoría metahistórica, remontándolo no ya a Ataúlfo, sino al mismísimo Indibil, el siniestro empeño de suprimir al adversario, con aquella última consecuencia de la extremosidad del carácter primordial de los españoles a la que atribuía él la Guerra Civil de 1936. Una guerra de tres años que cada cual justificó como emprendida por la única y verdadera España contra una conspiración de traidores e invasores: trastorno catastrófico, inundación de sangre que se hubiera evitado, escribió Menéndez Pidal, si los unos y los otros, en vez de negar la existencia de la España contraria, la hubiesen reconocido mutuamente como un hecho inevitable que exige la convivencia ciudadana.
Así se fue construyendo la leyenda de esos españoles individualistas y extremosos, rebeldes por naturaleza y políticamente volubles, como los pintaba Richard Herr, augurando que tras la muerte de Franco volveríamos a nuestros antiguos hábitos; un futuro que Giovanni Sartori daba por seguro cuando profetizaba en 1974 que España repetiría la pauta recorrida en los años treinta: un nuevo experimento caótico y excesivamente breve de sistema multipartidista y sumamente polarizado. ¿No era España acaso el país del trágala, de la política del todo o nada? Y si era así, y si así éramos los españoles, ¿quién se atrevería a pronosticar una respuesta basada en la transacción y el pacto?
Nadie lo previó y no faltaron, entre los hispanistas que esperaban una reedición de los tiempos heroicos, quienes se confesaron decepcionados porque los españoles se habían vuelto como los europeos, aburridos, amigos del pacto, nada que pudiera excitar la imaginación ni el entusiasmo. Y es que, en efecto, poco después de producirse el tan esperado y tan demorado hecho biológico, sonó en el país del trágala la hora de los pactos, tres por falta de uno: sobre el pasado, con la amnistía de todos para todos, reivindicada desde 20 años antes por los comunistas y defendida con esa expresión por los nacionalistas vascos en la memorable sesión del Congreso de Diputados el 14 de octubre de 1977; sobre el presente, con el acuerdo económico-social firmado en La Moncloa pocos días después; y sobre el futuro, con la Constitución y, de inmediato, los estatutos de autonomía. Tres pactos que permitieron a todos los partidos franquear la misma puerta sin necesidad de que ninguno de ellos bajara demasiado la cabeza.
Hoy suenan voces que claman por la ruina del edificio construido sobre los pactos de 1978
Y hoy, ¿dónde estamos? Balmes rechazó los dos extremos de la política de su tiempo con palabras que no han perdido nada de su valor: “Dicen los revolucionarios: en este edificio hay algunas piezas que por mal construidas o por viejas, o porque carecen de objeto, no sirven; arruinemos, pues, el edificio entero y en seguida levantaremos otro de nueva planta. Los que se oponen a toda innovación dicen: cuanto hay en el edificio es tan útil como era antes y, sobre todo, esto existe; estamos en nuestro derecho de conservarlo tal como se halla”. Mal construido en algunas piezas, envejecido y aun sin objeto en otras, hoy suenan voces que claman por la ruina del edificio construido sobre los pactos de 1978, a las que se responde desde el Gobierno que como el edificio existe, mejor no tocarlo. Dos posiciones extremas que nos devuelven a un tiempo de todo o nada, tiempo de trágala, que nunca fue precisamente el mejor.
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