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Tribuna
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Un bien común

El poder público debe garantizar la financiación universitaria; beneficia a toda la sociedad

Las universidades públicas reciben en promedio de su comunidad autónoma algo menos del 69% de sus ingresos corrientes (datos del Ministerio de Educación, año 2012). Este porcentaje tiene gran variabilidad: desde el 58% en Cataluña hasta más del 80% en el País Vasco, la Rioja o Canarias. Los precios y tasas que pagan los estudiantes y sus familias constituyen el 20% de los ingresos corrientes de las universidades, con una variabilidad incluso mayor: por debajo del 10% en las universidades de La Laguna, País Vasco o Cádiz, y hasta el 36% en la de Barcelona o el 37% en la Rey Juan Carlos de Madrid.

Desde el año 2009, la evolución de esas cifras puede calificarse de “histórica”. En algunas comunidades autónomas los recortes se acercan al 40% en términos reales, una vez descontada la inflación, lo que nos retrotrae a más de 20 años atrás. Según un estudio del Observatorio del Sistema Universitario (OSU), cursar algunas carreras cuesta hoy hasta 3 o 4 veces lo que costaba en 2007, justo antes de las últimas reformas universitarias.

Llama la atención que la mayor parte de países europeos sigan una política distinta o incluso opuesta a la española. Y no se trata sólo de los consabidos países nórdicos, donde los estudios universitarios son gratuitos, sino de países y regiones más próximos a nosotros, donde la matrícula es gratuita (Austria o Escocia, entre muchos otros) o requiere tan solo el pago de una tasa fija (300 euros por año en Alemania, 183 en Francia, por ejemplo). Mientras esto ocurre en Europa, los precios públicos en España llegan a alcanzar los 2.600 por curso de grado, y los 4.000 por curso de máster. Además, la inmensa mayoría de países europeos ofrecen o bien becas-salario para compensar la pérdida de ingresos de los jóvenes que optan por estudiar en vez de trabajar (modelo nórdico), o bien desgravaciones fiscales y subsidios para las familias que mantienen a los hijos que estudian en la universidad (modelo centroeuropeo), algo inexistente en España.

Llama la atención que la mayor parte de países europeos sigan una política distinta o incluso opuesta a la española

Cabe preguntarse si lo que ocurre en nuestro país no es más que el resultado inevitable de una situación económico-financiera adversa. Sin embargo, quienes defienden estas nuevas políticas de financiación universitaria no suelen hacerlo en términos coyunturales, sino con argumentos de fondo. El principal es el de considerar que, puesto que obtener un título universitario permite acceder a trabajos y niveles de renta superiores, quien estudia en la universidad debe pagarse los estudios, pues va a obtener de ellos un beneficio personal. Y es cierto que lo va a obtener. Lo que no es tan claro es que deba pagar por ello a priori, esto es, mientras estudia. Intentaré argumentar por qué es mejor que lo haga a posteriori, mediante un sistema de impuestos progresivo, que permita que devuelva a la sociedad, incluso con creces, lo que de ella ha recibido.

También se aduce que no es justo que paguen lo mismo los ricos que los pobres. Como si no nos costara exactamente lo mismo a todos, ricos y pobres, comprar un kilo de arroz o un televisor. De nuevo, la redistribución de la riqueza conviene hacerla mediante el sistema impositivo, no en el sistema de precios.

Otro argumento frecuente es el de considerar que, puesto que a la universidad acceden mayoritariamente jóvenes de clases medias y altas, no es justo que los contribuyentes les paguen los estudios. Efectivamente, sabemos que a nuestras universidades acceden mucho más los hijos de directivos, profesionales y, en general, trabajadores de oficina, servicios y administración, mientras que los hijos de trabajadores obreros están infrarrepresentados, ya que sólo son un 27% de la población universitaria mientras que sus padres conforman el 48% de la población de 40 a 60 años. Pero esto no debería inducirnos a una aceptación resignada de los hechos, sino a actuar para que la situación cambie. Un motivo que explica la baja presencia de estudiantes de origen humilde en nuestras universidades es su necesidad de trabajar y aportar ingresos a sus familias. En estas condiciones, el aumento del precio de la matrícula es un elemento disuasorio añadido.

La redistribución de la riqueza conviene hacerla mediante el sistema impositivo, no en el sistema de precios.

Por último hay quien piensa que la respuesta a todas estas cuestiones está en mantener precios elevados como los actuales y ofrecer becas o créditos a quienes no puedan permitirse pagarlos. Las becas o, peor aún, los créditos, no resuelven el problema. Aparte de la escasez de sus importes y número, las becas generan incertidumbre ya que un estudiante no sabe a priori si la obtendrá. De los créditos, para qué hablar, en un país en el que las hipotecas son causa de problemas tan graves. ¿En qué condiciones entraría en el mercado de trabajo un recién titulado obligado a devolver un crédito por los estudios cursados? ¿Cómo afrontaría el inicio de una vida personal y familiar independiente? Conocemos demasiado bien las dificultades generadas por el sistema de créditos al estudio en los países que los han implantado, especialmente Estados Unidos y el Reino Unido: endeudamiento no sostenible, disminución drástica de la movilidad estudiantil, retracción de la demanda universitaria por parte de sectores específicos (mujeres y adultos), burbuja crediticia y, finalmente, abandono de los estudios al producirse la crisis financiera y reducirse la concesión de créditos y las expectativas laborales.

Debemos, en cambio, preguntarnos por qué los países de nuestro entorno están optando por una política tan distinta: financiación pública de la universidad, matrículas gratuitas o simbólicas, y ayudas en forma de becas-salario, desgravaciones fiscales y subsidios. Este es el modelo mayoritario en Europa porque promueve la igualdad de oportunidades en el acceso a la universidad. Y la igualdad no es sólo una cuestión de justicia social sino también de eficacia, ya que permite que los mejores accedan a los estudios, y que el país no desperdicie su talento por causas económicas. En otras palabras, frente al beneficio personal que se extrae del estudio, la mayoría de países valoran el beneficio colectivo que obtiene el conjunto de la sociedad. Un beneficio cultural, científico, técnico y profesional que ayuda al bienestar y al progreso del país. Un beneficio económico gracias a quienes, tras haber pasado por la universidad, desarrollan actividades útiles y rentables para empresas e instituciones, tanto privadas como públicas. Y, finalmente, un retorno de la inversión pública a través de los impuestos.

No es posible tratar de financiación universitaria sin mencionar la investigación, puesto que en nuestro país las universidades públicas son su agente principal. La disminución de la financiación de la investigación en España ha sido drástica en estos últimos años (superior al 40%) y nos aleja todavía más de los objetivos declarados en solemnes reuniones de ministros de la UE. Se está hipotecando el futuro de la investigación española y con ello las posibilidades de un cambio de modelo económico del país. Para que la investigación revierta positivamente en la sociedad, se suele argumentar que lo mejor es que sean las empresas las que la orienten y las que la financien. ¿Es eso lo que más conviene a la ciudadanía? Que las empresas (y otras instituciones, no necesariamente con ánimo de lucro) financien parte de la investigación puede ser positivo, pero es imprescindible que la administración pública lo haga en una proporción suficiente. Suficiente para garantizar el avance de la investigación básica, sin la cual no hay investigación aplicada posible. Suficiente para garantizar la independencia y la objetividad de la investigación. Suficiente también para asegurar que se obtengan avances científicos que ayuden a resolver los problemas de la población, con independencia de su rentabilidad económica inmediata.

La igualdad no es sólo una cuestión de justicia social sino también de eficacia, ya que permite que los mejores accedan a los estudios, y que el país no desperdicie su talento por causas económicas.

En conclusión, la actividad docente e investigadora de las universidades públicas beneficia al conjunto de la sociedad. Es un bien común y, por ello, corresponde al poder público garantizar su financiación.

Vera Sacristán es profesora de Matemática Aplicada de la Universidad Politécnica de Cataluña

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