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Ha muerto una desconocida

En el otoño-invierno de 2010, la duquesa de Alba decidió poner en orden sus recuerdos

Nicolás Aznárez.
Nicolás Aznárez.

“No me consta que durante el bautizo del príncipe Felipe, la reina Ena [Victoria Eugenia], mi madrina, dijera a Franco aquello de ‘General; ahora ya tiene tres Borbones para elegir’, pero le voy a contar una cosa que no he dicho hasta ahora. Cuando salimos del bautizo del príncipe, yo la tuve que esperar, porque ella se quedó mucho tiempo hablando con Franco en un salón, a solas. Cuando subió al coche y arrancamos hacía Liria, me dijo: ‘Será Juanito’. Se refería a que sería don Juan Carlos, su nieto, el elegido por Franco para restaurar la Monarquía y no don Juan, su hijo”.

En la salita privada del palacio de Liria se produjo un silencio. Quienes la escuchábamos, la miramos perplejas. Una mano paró el magnetofón que grababa los recuerdos de Cayetana Stuart y Silva. “Pero ese detalle es importante ¿por qué no lo ha contado antes?”. “Bueno”, respondió la duquesa, encogiéndose de hombros, “era una confidencia de la reina Ena, la abuela de don Juan Carlos I y mi madrina. Y la verdad es que tampoco nadie me lo ha preguntado”.

Era el otoño-invierno de 2010 y la duquesa de Alba había recuperado su energía tras levantarse de la silla de ruedas, que la tuvo atada durante muchos meses. Peleaba en todos los frentes para casarse por tercera vez. En ese contexto, decidió que ya era el momento de poner en orden sus recuerdos, a los que no quiso llamar memorias. La duquesa llevaba un riguroso orden de todo, absolutamente todo, lo que se publicaba sobre ella desde hacía décadas y décadas. Lo encuadernaba en tomos rojos, azules y los últimos, en verde.

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“La noche en que nací, aquí, en Liria, mi padre estaba cenando con Marañón, Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala. Un doctor, un filósofo y un escritor. Cuando Marañón le dijo que era una niña y que todo estaba en orden, se fumó un puro e invitó a todos a brandy. Era la 1.45 de la mañana y dijo que no le importaba que fuera una chica. Lo importante es que estuviera bien. Yo no había nacido cuando mi padre trajo a España a Keynes, pero sí me acuerdo de Howard Carter, otro gran amigo de él, que descubrió la tumba de Tutankamón”. Churchill, que era primo de su padre, la impresionaba mucho cuando iba a cenar a la Embajada de España en Londres, donde el duque de Alba ejerció de embajador de Franco: “Tenía un vozarrón y un carisma tan impresionante que todo el mundo se callaba en cuanto abría la boca. Durante los bombardeos de Londres, en la II Guerra Mundial, me felicitaba por lo valiente que era y por no tener miedo”.

De ahí desplazaba sus recuerdos a EE UU, para hablar de los hijos de Joseph y Rose Kennedy, entre los que se encontraba el futuro presidente de los EE UU: “Entonces ninguno de nosotros podía imaginar que muchos años después, ya muerto John Kennedy, su mujer Jackie y yo nos hicieramos amigas. En Dueñas tengo un cuadro que pintó en los días que estuvo conmigo. Tonteó con Joaquín Garrigues. Eran dos viudos magníficos. Hubieran hecho una buena pareja, pero no cuajó”.

Pese a tanto glamour, la vida british que le trató de imponer su padre no funcionó con ella. La historia volvió a echarle una mano cuando Franco y Jacobo Stuart se pelearon (“Mi padre comprendió que el general no tenía intención de restaurar la Monarquía y dejó la embajada de Londres”). Y regresó al sol de Sevilla, los toros y los toreros, para acabar en boda con un tipo serio, del gusto de su adorado padre, Luis Martínez de Irujo.

Cayetana de Alba desgranaba recuerdos, unas veces en Liria, otras en Dueñas y siempre hablaba con normalidad, como si lo habitual fuese organizar el primer desfile de Dior en España en Liria, en aquel Madrid gris y triste de los años sesenta. O dejar mudo a su hijo Carlos, el mayor, cuando se encontró a Audrey Hepburn desayunando en el comedor del palacio madrileño, por donde desfilaron desde Charlton Heston hasta Sofía Loren. “Era normal, pero más importante para mí resultaba aún que viniera mi gran amigo, Arthur Rubinstein”.

La muerte de Irujo, jefe de la casa real de la reina Victoria Eugenia, fue un golpe que abrió lo que los Alba conocen como El interregno, el periodo hasta su boda con Jesús Aguirre, excura, progresista, amigo de los socialistas, “culto, divertido, inteligente y que estudió con Ratzinger”. No había suficientes palabras en la boca de Cayetana para poner en valor a Aguirre.

Se abrió otro mundo para ella, volvieron los intelectuales y escritores a pasear por Liria, como en los tiempos de juventud de su padre, sin importar los colores o las ideas. Hasta que se aburrió. “He levantado Liria. Es mi obra y he preservado el patrimonio de esta casa, que comenzó a fraguarse hace 600 años. He cumplido con el legado, el encargo que me dejo mi padre; no soy una intelectual, pero amo la música, la pintura, la lectura. Todas las artes. Sólo he fracasado en el canto, aunque lo intenté de muy pequeña”.

Tres cosas torturaban los últimos años de la 18ª duquesa de Alba: no haber sido buena madre, “aunque he hecho lo que sabía o podía”; saber si Dios la perdonaría sus pecados, aunque tenía una bula papal de Pio XII guardada en su mesilla; y no estar segura de que su legado, la Casa de Alba, sobrevivirá con sus hijos.

Ana R. Cañil es periodista. Redactó los dos tomos de recuerdos de la duquesa de Alba.

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