El placer de asesinar
El celador de Olot se sentía una mujer atrapado en un cuerpo de hombre. Con sus crímenes de ancianos buscaba una satisfacción personal que nunca tuvo en su vida
Joan Vila se sentía mujer pero nunca lo dijo. “De pequeño jugaba con muñecas y a las cocinitas, saltaba a la cuerda con las niñas, hacía de mamá... En casa no ha entrado una pelota”, contó a los psiquiatras que le visitaron en prisión. De adolescente, solía peinar a sus amigas al estilo del grupo de música de Mecano. Y ya de adulto, cuando era celador de la residencia geriátrica La Caritat, en Olot (Girona), compraba lacas de uñas para acicalar a las ancianas. “En mi fantasía siempre me he visto como una mujer, formando una familia, cuidándola”. Un secreto que el conocido como celador de Olot, de 49 años, mantuvo consigo hasta que fue detenido por matar a 11 ancianos de la residencia con cócteles de barbitúricos, insulina y productos cáusticos.
Acomplejado, confundido por su orientación sexual, poco adaptado en su pueblo, Castellfollit de la Roca, en el interior de Girona, y con la obsesión de agradar a los demás, Vila se convirtió en un asiduo del diván durante más de dos décadas. En ese tiempo, ninguno de los especialistas que le trató detectó que tenía delante a un asesino en serie. Y es que ni es un psicópata, ni tiene problemas para distinguir lo que está bien de lo que está mal ni sufre ningún tipo de desdoblamiento de personalidad que le haya servido como atenuante para explicar por qué envenenó a los ancianos (nueve mujeres y dos hombres). Con sus crímenes buscaba la satisfacción que le daba controlar el tránsito de la vida a la muerte, según los peritos psiquiátricos y psicológicos que le examinaron.
Durante 20 años visitó psicólogos y psiquiatras. Ninguno detectó a un futuro asesino en serie
“A los 10 años, me veía una mujer, una mujer que va a la escuela. A los 13 o 14, me ponía los tacones o la ropa de mi madre en casa. A los 14 años, me veía como una niña. Las miraba con sus novios y soñaba que yo tenía uno con moto, que me llevaba a la discoteca, bailaba con él...”, relató a los dos psiquiatras forenses Miguel Ángel Soria y Lluís Borràs, contratados para su defensa, que alegó que Vila quería “ayudar a morir a sus víctimas” sin ser consciente del mal que causaba, y pidió para él 20 años de libertad vigilada. La tesis que peleó el abogado Carles Monguilod no cuajó y Vila fue condenado a 127 años de prisión, con el agravante de ensañamiento y alevosía en sus asesinatos.
Los psiquiatras sostienen que su identificación con una mujer le causó un “elevado sufrimiento”, una “agonía vital” debido a su “incapacidad para estructurar su sexualidad femenina”. Su primer enamoramiento llegó a los 18 años, pero “basado en una fuerte fantasía”, como si fuese una joven. “Me veía guapa, deseada... Cuando nadie miraba, ponía los pies sobre la moto, como si fuese una chica”, refirió el celador. Todavía tardaría 10 años en mantener su primera relación sexual con un hombre (jamás mantuvo relaciones con mujeres). En aquella época salía por la noche, acudía a bares de ambiente gay y se refugiaba en un diminuto piso familiar, de 20 metros cuadrados, que poseían en Castelló d‘Empúries, una zona muy turística, que en verano garantizaba el anonimato. Pero no logró nunca mantener una relación sentimental larga; la que más, duró tres meses.
Lo que le llevó por primera vez al psiquiatra no fue el amor, sino el cierre de la peluquería Tons Cabell-Moda, que había montado dos años antes en Figueres, y la sensación de fracaso y angustia. Vila sufrió un torbellino de cambios de trabajo (empresa de plásticos, sector textil, hostelería...) y de cursos (quiromasaje, cocina, modisto, masajes, reflexología podal...) y una obsesión que le acompañaría casi para siempre: un temblor de manos, imperceptible para las personas que le conocían. Cambió varias veces de psiquiatra, probó con ir únicamente a psicólogos, o una combinación de ambos en los 15 años que tardó en encontrar una profesión estable: el cuidado de ancianos.
Cuando mataba se sentía como un dios que decide sobre la vida y la muerte, según los especialistas
Empezó en Banyoles, en la clínica El Mirador, en mayo de 2005 y ocho meses después dio el salto a La Caritat, que dirigía precisamente uno de sus psicólogos, Joan Sala, que jamás le vio como un peligro para nadie. Su perfil responde al de un “inmaduro emocional” que “carece de empatía”, “introvertido, obsesivo con pocas habilidades sociales e interpersonales”, según los informes que constan en el sumario. Era un maniático del orden, consumía muchas bebidas energizantes, en ocasiones mezcladas con alcohol y ansiolíticos, comía compulsivamente y tenía una leve depresión.
Vila empezó matando a los ancianos en agosto de 2009 con barbitúricos e insulina para “sentirse bien”, como un “dios” que decide sobre la vida y la muerte, según los especialistas que le trataron en prisión por orden del juez. Primero los asesinatos eran espaciados (cada dos o tres meses). Pero el ritmo se fue acelerando hasta que cometió sus tres últimos asesinatos en una semana (entre el 12 y el 17 de octubre de 2010) y con un método mucho más cruel: quemó a las ancianas por dentro obligándolas a beber lejía o ácido desincrustante. Al inicio buscaba “tener el control”, pero cuando ya no le llenaba “hubo una segunda etapa en la que buscaba la sensación de infligir sufrimiento”, explicó Álvaro Muro, el coordinador de la Unidad de Hospitalización Psiquiátrica de Cataluña. Lo comparó con “tener hambre y buscar comida”. “La subida de endorfinas que produce la sensación de tener poder sobre la vida y la muerte cada vez se busca más y con la repetición se produce menos, por lo que hay que buscar otros métodos para que esa sensación se produzca”, explicó el especialista, para quien La Caritat se convirtió en “el laboratorio de la muerte” de Vila.
Una visión muy distinta a la del celador, que calificó su etapa en el geriátrico como la “más feliz de su vida”. “Me sentía muy querido y valorado”, dijo durante el juicio, en el que no pudo reprimir un “¡pobre!” cada vez que el fiscal Enrique Barata le preguntaba por sus víctimas. “Formaban parte de mi vida, los necesitaba... Eran más que personas, eran mi familia”, dijo. Al verlas “agonizar” quiso “ahorrarles sufrimiento y darles paz”, sostuvo el celador, en contra del testimonio de muchos de los familiares de los ancianos, que destacaban su buen estado de salud. “No pensé que estaba cometiendo un asesinato”, insistió Vila, que incluso asistió al entierro de algunas de sus víctimas, mostrándose afectado.
“Es bondadoso y buena persona con la gente, pero dentro de su privacidad va volviéndose más peligroso hacia los demás”, aseguró Muro. Tras conocer sus asesinatos, algunas de las palabras de Vila cobraron especial importancia para sus compañeros en la residencia. “Qué mala suerte, se me mueren todas a mí”, les dijo tras las últimas muertes. “Se está despidiendo de todo el mundo. Es como si oliera a muerte”, comentó sobre Joan Canal, otra de sus víctimas. Después de ver cómo Sabina Masllorens, a la que abrasó por dentro con cáusticos, se retorcía y expulsaba sangre por la boca, contó a los psicólogos que se fue a casa, se duchó y se puso a ver la tele. “No me sentía culpable”, admitió. Y aseguró que lo volvería a hacer.
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