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El arsenal secreto de Alfredo Irusta

Un exciclista vasco guardaba cientos de armas de las guerras carlistas y de la Guerra Civil La semana pasada un obús estalló y le seccionó la pierna

Patricia Ortega Dolz
Alfredo Irusta muestra un arma antigua encontrada en el campo.
Alfredo Irusta muestra un arma antigua encontrada en el campo.

En la habitación 314 del Hospital de Cruces, en Bilbao, hay un hombre al que acaban de cortarle la pierna. Tiene 45 años y se llama Alfredo Irusta, como su padre. Es un conocido ciclista vasco, como su padre. Tiene cuatro hermanos, como su padre. Pero lleva toda la vida haciendo algo solo, sin llamar la atención, sin decir nada a casi nadie. Hace unos días la explosión de un obús en su casa le delató y se llevó su extremidad izquierda por delante.

En un caserío a los pies de la Nacional 634, que une el pueblo vizcaíno de Muskiz con Santander, tenía Alfredo Irusta su “tesoro”: “La historia de la artillería española desde mediados del XIX a la Guerra Civil”, como él la define, recogida pieza a pieza, durante décadas, monte arriba y abajo. Proyectiles, granadas de mano, espoletas… Todo un arsenal acumulado desde que era un niño curioso y se subía al puente de Montalvo (Valle de Trapaga) a buscar las huellas de las balas, donde su abuelo Doroteo le contaba que se hacían las pruebas de tiro en la guerra.

Los artificieros de la Ertzaintza encontraron la semana pasada en su cobertizo “casi medio millar de artefactos”. “La mitad, aproximadamente, con su carga explosiva intacta”, señala el informe de la policía vasca del 21 de junio. “345 proyectiles de artillería, 100 de mortero, 40 granadas de mano, 5 bombas de aviación, 6 proyectiles antiaéreos, espoletas, cartuchos de fusil… La mayor parte procedía de la Guerra Civil, pero también había proyectiles de artillería de las guerras carlistas, cuyo explosivo se encontraba en condiciones de detonar. El material está siendo destruido estos últimos días en las instalaciones de la Ertzaintza en Berrozi”.

Este es el relato de un hombre que quiso descubrir su propia historia y encontrar el muro en el que fue fusilado su abuelo paterno, Domingo. Pero también el de un padre que tendrá que explicarle a su hijo de 14 años que se enfrenta a un delito penal por posesión de armas. “He crecido en un campo de batalla llamado valle de Somorrostro, donde se decidieron las guerras carlistas”, explica desde la penumbra de la habitación del hospital con el aspecto de un herido de guerra. “Es como vivir en Waterloo. Cómo no te vas a interesar por saber qué pasó”. Y sin querer entrar en detalles por temor a acusaciones legales, agrega: “Una simple bala te puede dar una historia rocambolesca sobre el tráfico de armas”.

El accidente desveló la existencia del “tesoro” almacenado en un viejo establo

Irusta manipuló, con la habilidad del electricista técnico industrial en el que se convirtió, centenares de armas hasta que una le estalló: “Mala suerte”, dice. Guardaba en un viejo establo su armería, completada con perseverancia desde su juventud. Desde que cambió los pedales por los libros de historia de las guerras carlistas y el maillot rosa de la montaña del País Vasco por los cuentos del historiador y ex combatiente vasco Pablo Bellarrain Olalde. “En cualquier colina de por aquí hay trincheras. Esta ha sido tierra de grandes contiendas, tanto en las guerras carlistas como en la Guerra Civil y está llena de héroes anónimos de uno y otro bando”.

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Irusta se baja de la cama y se sienta en una silla. Tiene la pierna izquierda cortada por encima de la rodilla con un espeso vendaje blanco. Dice que le ha costado ponerse los pantalones cortos porque aún siente ese pie que le falta. Son visibles las heridas leves en sus manos y las vías abiertas en los brazos para el suero y los calmantes. Pero hay algo mucho más impactante que nunca se vería en la fotografía que no quiere hacerse —“Así, no”—. Es su actitud. No se le quiebra la voz cuando habla de su situación y de las dificultades laborales y personales a las que se enfrenta ahora, tullido: “Ya veremos qué prótesis me pongo”. Sin embargo, se le saltan las lágrimas cuando piensa en lo que le han quitado: años de investigaciones, de archivos, bibliotecas, hemerotecas, batidas de monte con detector de metales, conversaciones con pastores y milicianos.

Mala suerte”, dice Irusta, que recopila piezas históricas desde niño

Un reducido círculo de personas conocía la afición de Irusta, aunque no las dimensiones de su arsenal. Entre ellos el alcalde de Muskiz (7.620 habitantes), Borja Liaño (PNV), su predecesor en el cargo, Gonzalo Riancho (EA) y Jimy Jiménez, historiador y antropólogo de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, que colabora desde 2003 con el Gobierno vasco en investigaciones de memoria histórica, en las que habitualmente trabajaba también Irusta. Incluso reconocen que había un proyecto de “un museo de armas” que finalmente no podrá hacerse realidad.

“Alfredo nos daba muchas más claves de las que podía darnos un informe balístico”, asegura Jimy Jiménez. “Cuando aparecía un proyectil al lado de una fosa, con sólo ver una foto, él nos decía de dónde procedía, quién utilizaba esa munición, si eran falangistas, republicanos, o la Guardia Civil, quién era el proveedor del armamento, quién lo fabricaba, si era italiano o alemán... Podíamos establecer una relación entre fabricante, suministrador y usuario, saber desde dónde había sido disparado, quién era el verdugo y quién la víctima”.

Solo un círculo reducido sabía de la existencia del arsenal

Irusta comenzó a colaborar con Aranzadi cuando recurrió a ellos para recabar información sobre su abuelo Domingo, sentenciado en octubre de 1937 a la pena de muerte, acusado de “adhesión a la rebelión” y ejecutado el 17 de diciembre junto a casi una veintena de personas en un muro del cementerio de Derio (Bilbao).

“Hasta entonces investigaba por mi cuenta, pensé que estaba solo en esto”, cuenta. Después, ya no paró. Fue familia por familia, fotografía por fotografía, copiando a mano durante dos años todo lo referente a Muskiz del archivo de Bilbao. “Mi investigación se ha centrado en todas las víctimas, nacionales o republicanas”, aclara. El resultado de su indagación puede verse en un documental que proyectó en 2003 en la casa de la cultura del pueblo. Ante un auditorio sobrecogido —y en su mayor parte ignorante del arsenal que guardaba en su caserío—, leyó la lista de los 134 caídos musquenses. Hoy, mutilado por su propia historia, es capaz de nombrarlos de memoria desde la habitación del hospital: “Juan Alonso Landera, 22 años, muerto en Barazar (6-04-1937); Domingo Alonso Zubillaga, 18 años, muerto en el frente de Asturias (23-02-1937)...”.

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Sobre la firma

Patricia Ortega Dolz
Es reportera de EL PAÍS desde 2001, especializada en Interior (Seguridad, Sucesos y Terrorismo). Ha desarrollado su carrera en este diario en distintas secciones: Local, Nacional, Domingo, o Revista, cultivando principalmente el género del Reportaje, ahora también audiovisual. Ha vivido en Nueva York y Shanghai y es autora de "Madrid en 20 vinos".

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