Un discurso neutral
Felipe VI parece perfectamente consciente de cuál debe ser su papel
Lo mejor de las monarquías parlamentarias, lo que les da sentido en las democracias occidentales, es que se trata de una institución neutralizada políticamente. Un rey constitucional no puede, ni debe, inclinarse por ninguna de las partes o alternativas que se oponen en una confrontación y ese es precisamente su mayor valor, porque se convierte automáticamente en un buen promotor de diálogo, en un interlocutor especial capaz de hacer que circulen los argumentos y de lograr que los que sí forman parte de esa confrontación política encuentren espacios compartidos. Por eso, los discursos de un rey, jefe de Estado de una Monarquía parlamentaria, deben ser neutrales. Cuando suenan demasiado emocionantes es momento de echarse a temblar, porque suele ser señal de que algo no funciona demasiado bien.
El discurso de Felipe VI en el acto de su proclamación fue exquisitamente neutral, ignorando las presiones de quienes, en un sentido o en otro, hubieran querido encontrar signos de simpatía por una u otra de las alternativas en discusión en este preciso momento.
No tiene sentido que se le reproche falta de contenido o impulso político en el tema del ordenamiento territorial o, más específicamente, en el contencioso catalán, porque de eso precisamente se trata. El Rey puede consultar, aconsejar y advertir, puede ofrecer la institución que encarna como instrumento útil, si así lo desean las fuerzas políticas, pero nada más. Y en sus discursos, exactamente lo mismo. Quizás pudo acentuar el uso del catalán, gallego o euskera, en lugar de limitarse a una breve despedida, pero poco más le estaba permitido.
El Rey puede consultar, aconsejar y advertir, pero nada más
La única simpatía que quedó clara en el discurso de proclamación de Felipe VI fue la que mostró hacia “la generación de ciudadanos que abrió el camino a la democracia, el entendimiento y la convivencia en libertad”. Una generación a la que pertenece su padre, don Juan Carlos, y que construyó, dijo Felipe VI, “los cimientos de un edificio político capaz de superar diferencias que parecían insalvables y reconocer a España en su pluralidad”. Un edificio en el que se basa también la propia Monarquía, como el nuevo rey expresó con toda claridad.
Felipe VI detalló minuciosamente cuáles son sus obligaciones constitucionales como jefe del Estado, algo que resultaría extraño en una ceremonia similar en Gran Bretaña o en cualquiera de las monarquías europeas, pero que en nuestro entorno no resulta superfluo, dado el gran desconocimiento que existe sobre ese particular. No recordó, pero podría haberlo hecho también, que incluso sus discursos, incluido este primero ante las Cortes Generales, deben ser supervisados por el Gobierno.
Felipe VI inicia su reinado en un momento complejo, pero parece perfectamente consciente de cuál debe ser su papel y de la ejemplaridad que se exige a la institución. Se comprometió a exigirse a sí mismo y a su entorno una conducta “íntegra, honesta y transparente”, lo que debería traducirse en breve en nuevas normas de funcionamiento de la Casa Real, que le impriman mayor agilidad y, sobre todo, que permitan un control mucho más efectivo de su presupuesto y finanzas. El nuevo Rey es consciente de que una buena parte del prestigio de la institución monárquica gira en torno a conductas y que en sociedades tan abiertas como las actuales la transparencia es la mejor garantía para defender los comportamientos.
Un rey “parlamentario” no tiene la menor capacidad de decisión, pero sí conserva la competencia de “advertir y aconsejar” y Felipe VI se refirió a ello, ofreciéndose no sólo como interlocutor, alguien dispuesto a escuchar, sino también como intérprete de los anhelos y necesidades de la ciudadanía. En ese sentido, enumeró un conjunto de problemas sobre los que reclamó la atención de los poderes públicos. El paro es el primero de ellos, sin duda, pero el Rey recordó también que las instituciones están languideciendo y que es necesario revitalizarlas, fortaleciendo la cultura democrática.
Ninguno de estos elementos del discurso tenía carga política, sino institucional, y es muy oportuno que exista alguien en la cúpula del Estado, no sectario, que recuerde la diferencia entre las dos cosas. En eso consiste la principal utilidad de un rey, en su capacidad de observar el funcionamiento de las instituciones y de advertir a los poderes políticos sobre su deterioro. Y sobre eso se centró, con buen criterio, gran parte de la primera intervención pública de Felipe VI.
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