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Proclamación Felipe VI
Columna
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Señales de intensidad variable

En su discurso no ha nombrado a las viejas naciones, ni Cataluña ni Euskadi. Solo España.

Lluís Bassets

Felipe VI es el primer rey de España que puede empezar su reinado afirmándose como rey constitucional. Nadie antes pudo hacer tal cosa: ser entero rey constitucional y afirmarse como tal desde el primer momento. Esta es una de las señales de fuerte intensidad emitidas en su primer discurso. No es la única, aunque sí la más destacada. Es la Monarquía nueva para un tiempo nuevo, subrayada por dos veces. Su reafirmación pasará sus pruebas el día en que este país presencie el primer relevo de un entero rey constitucional por otro entero rey constitucional, que deberá ser reina si se cumplen todas las pautas previstas. Hay todo un reinado por delante para culminarla.

Las señales fuertes corresponden a las cuestiones de fondo. La Monarquía está identificada, de un lado, con la Constitución y por tanto con el sistema parlamentario y, del otro, con la idea de una España que es a la vez unión y diversidad. No era razonable esperar del Rey una aproximación delicuescente a ambas cuestiones, a la Constitución y a la unión de los españoles, para complacer a los soberanistas y facilitar algún tipo de diálogo.

Otra cosa son las señales débiles, graves y trascendentes aunque se hallen más pegadas a las necesidades del momento. Las ha habido, muchas y en muchas direcciones. Algunas también, aunque minimalistas, en dirección al soberanismo. Son débiles y escasas pero claras, sin ambigüedad interpretativa, aunque con el evidente deseo de evitar la estridencia. En su discurso, se ha referido a su pasado como príncipe de Asturias, de Girona y de Viana, los tres títulos de heredero de los antiguos reinos y actuales nacionalidades. En su referencia a la pluralidad lingüística española ha citado a cuatro poetas, uno por cada una de las cuatro lenguas: Machado, Aresti, Espriu y Castelao. Y al final ha dado las gracias en cada una de ellas. Dos palabras.

Y eso es todo. Ni siquiera las ha nombrado. Dar nombre a la lengua catalana en Valencia y Mallorca tiene efectos políticos, ya sabemos. Tampoco ha nombrado a las viejas naciones. Ni Cataluña ni Euskadi, las más conflictivas. Solo España. La debilidad de las señales no suscitará problemas en un lado, pero tampoco ayudará a resolverlos en el otro. El equilibrio era difícil, pero se ha resuelto de forma más que moderada, conservadora.

Hay más señales dirigidas hacia esos territorios conflictivos. De humo, según quienes están comprometidos con el proceso soberanista. Pero no cierran puertas. Se quedan en meras rendijas por donde asoma un leve resplandor. El Rey está dispuesto a escuchar, a comprender, a advertir y a aconsejar; aspira a una España en la que no se rompan los puentes del entendimiento; todos caben en ella, sean cuales sean los sentimientos y sensibilidades e incluso las distintas formas de sentirse español.

Al rey constitucional le corresponde emitir las señales y a los representantes de la soberanía popular convertirlas en política, con independencia de si eran fuertes o débiles. De las palabras de Felipe VI no se deduce la obligada apertura de un diálogo hasta ahora inexistente, pero tampoco lo excluye ni mucho menos lo cierra. El protagonismo ahora, como es de esperar en un rey constitucional, es todo para los representantes de los ciudadanos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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