Acontecimiento raro
La proclamación es la última exhalación del mito fundacional de la Transición
España cambia de jefe del Estado. Es un acontecimiento raro. No se daba desde hace 39 años. Con la Constitución, España ha tenido seis presidentes del Gobierno. La legitimidad aristocrática busca la continuidad; la legitimidad democrática vive en el trasiego del cambio. La Monarquía, legitimada, en su día, en el fundamento divino, representa hoy la pervivencia de lo teológico en la política. La Monarquía ha vivido de la aureola de lo sagrado, es decir, de aquello que se puede admirar o temer, pero sobre lo que no se puede preguntar. Por eso su posición se hace incómoda en la sociedad de la transparencia, en que reina la desconfianza y la sospecha. Como casi todos los poderes, es más vulnerable que antes, en unos tiempos en que hasta el Papa dimite, levantando el velo del tabú que cubría la silla de Pedro. La Monarquía es icónica; la democracia es narrativa. La Monarquía se funda en el vínculo de la sangre familiar; la democracia, en una construcción cultural como es la voluntad del pueblo. Y, como nos recuerda Tzvetan Todorov, “el pueblo, en democracia, no corresponde a ninguna sustancia natural. Es diferente no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamente de la familia, del clan o de la tribu, en que lo que prevalece son los vínculos de parentesco, así como de toda colectividad definida por la presencia de un rasgo como la raza, la religión o la lengua de origen”.
Para los que vivimos la Transición, la elegante ausencia del rey Juan Carlos de la coronación de su hijo es más evocativa que la imagen del nuevo rey Felipe VI. Juan Carlos fue el buen traidor que hizo posible la Transición. Utilizó la legitimidad que a los ojos de algunos sectores de la sociedad le dio Franco para neutralizar el pasado y adoptar la Monarquía constitucional. Ahora da un paso atrás, que de algún modo simboliza el eclipse del régimen de la Transición. Hay que construir una nueva legitimidad para unos nuevos tiempos. Juan Carlos se despide con un gesto paradójico. En democracia, el fusible destinado a ser cambiado cuando una crisis política profunda advierte de un posible apagón es el presidente del Gobierno o primer ministro. Aquí el que ha renunciado ha sido el jefe del Estado. ¿Qué sentido tiene cambiar la cúpula del régimen para que todo siga igual?
La proclamación de Felipe VI es la última emanación del mito fundacional de la Transición. A partir de hora no bastará; es ya el pasado. Pero la urgencia reformista llega cuando ocupa La Moncloa el presidente más conservador (en lo ideológico y en lo vital) que ha conocido la democracia. Y en Madrid se ha puesto de moda la palabra estabilidad, como si el Gobierno quisiera protegerse de la propagación del virus de la indispensable renovación.
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