Saber aprender a saber
Celebraba el viejo Arcesio la visita de Telémaco a los Campos Elíseos, tras comprobar que el joven hijo de Ulises había completado un viaje diseñado para adquirir capacidades y fortalezas pero que, sobre todo, le había sido provechoso para saber aprender a saber. Los que nos dedicamos a tareas docentes sea en la Universidad o en otros niveles formativos, comprobamos día a día - como lo reflejaba Fenelón en su Telémaco-, que la naturaleza de las personas puede facilitar los aprendizajes pero no los determina, aunque cuando se unen naturaleza y voluntad los resultados suelen ser óptimos.
Como profesional dedicada a las humanidades, oriento buena parte de mis energías a explicar sus utilidades en las sociedades contemporáneas y a trasmitir la necesidad de no desterrarlas de nuestras vidas, como una primordial defensa de la esencia humana. La recepción de este mensaje traza un arco de receptores que en su centro, está poblado de una amplia gama de sensibilidades más o menos tibias, pero en sus extremos, ubica de un lado a los que son completamente indiferentes y del otro, a los que sostienen, desde una auténtica convicción, que las humanidades son fundamentales para formar personas con criterio, libres, iguales en derechos y responsables en obligaciones.
Afortunadamente para todos, Don Felipe se encuentra en este último lado. Su aprecio por los conocimientos de literatura, arte, historia, filosofía o música no son superfluos. Conoce y, sobre todo, ha aprendido a conocer. Su formación en humanidades es un saber útil, renovado y de aplicación práctica, que se refleja en su carácter, en su modo de estar y de hacer. Ese conocimiento le ha proporcionado una vacuna inestimable para poder afrontar buena parte de las dificultades de nuestro tiempo. Una de ellas, el presentismo, sustentado en la ignorancia del pasado -remoto o reciente-, y en el que los fenómenos sociales o políticos que preocupan a los ciudadanos de hoy, se afrontan con frecuencia desde el desconocimiento de sus contextos y de sus precedentes. Con el peligro de caer en el espejismo de promesas barnizadas de falsa modernidad capaces de retrotraernos, en realidad, a las peores pesadillas del siglo XX.
Esos mismos conocimientos son los que le han permitido apreciar con nitidez el compromiso simbólico que asume y que incluye su herencia dinástica y también el valor institucional que atesora una monarquía joven y moderna que los españoles adoptamos como forma de Estado, en un momento trascendental de nuestro devenir histórico. Joven, porque el tiempo de las instituciones no es el tiempo biológico de las personas, si bien éstas imprimen su particular sello cuando las gestionan. Moderna, en su sentido más positivo y renovador, porque su seña de identidad ha sido la de haber sabido dar respuesta desde la estabilidad, al afán de libertades de los españoles, hasta lograr ofrecernos el periodo más largo y de mayor calidad democrática de todos los tiempos.
El humanismo práctico de Don Felipe ofrece, con sello nuevo y nuevas energías, la continuidad institucional entendida desde la utilidad básica de quien sabe que trabaja con total responsabilidad en el servicio a los ciudadanos. Hijo de su tiempo, ciudadano de una España sin complejos, como buena parte de los españoles de su generación, representa la función moderadora de una joven Monarquía Constitucional, entendida como el instrumento más útil para servir a nuestra comunidad de ciudadanos. Capaz de facilitar los medios que fortalezcan el contrato social que perfeccione nuestro sistema democrático con una renovada estabilidad. El saber aprender a saber de Don Felipe, que es aptitud y actitud a un tiempo, es una garantía de ilusión renovada. Es para todos, el inicio de un esperanzador camino de regreso a Ítaca.
Carmen Sanz Ayán es catedrática de Historia Moderna de la Universidad Complutense de Madrid y vicesecretaria de la Real Academia de la Historia
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