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El primer crimen de portada

El asesinato de la calle Fuencarral acabó con tintes corruptos y desató juicios paralelos

María Fabra
Imágenes de los procesados y del juicio oral que ilustran el capítulo del libro del Tribunal Supremo.
Imágenes de los procesados y del juicio oral que ilustran el capítulo del libro del Tribunal Supremo. biblioteca nacional

Madrid se convirtió, en 1888, en escenario de un crimen que provocó altercados en las calles, el seguimiento diario por parte de la prensa, la implicación de corruptos, el brote de juicios paralelos, las dimisiones del director de la cárcel y del presidente del Tribunal Supremo y la traslación del juicio a la lucha de clases. El caso acabó en ejecución, la última que se hizo en público con garrote vil. A estos ingredientes se unieron otros que lo convirtieron en uno de los más destacados de los que ha tenido el Tribunal Supremo y, por ello, ha merecido un capítulo del recién editado libro Los procesos célebres seguidos ante el Tribunal Supremo en sus 200 años de historia, editado por el Boletín Oficial del Estado.

Un perro narcotizado, la vida del Pollo Varela, una prueba de hipnosis que no fue admitida como tal, un expresidente como abogado defensor, unas colillas de las que nunca se descubrió al usuario, un indulto que no se concedió y una acusada que cambió hasta cinco veces su versión hicieron del asunto merecedor de la atención de Benito Pérez Galdós y, un siglo después, de un capítulo de la serie televisiva, La huella del crimen: “La historia de un país es también la historia de sus crímenes, de aquellos crímenes que dejaron huella”, tal como anunciaba al inicio de cada programa.

El crimen de la calle Fuencarral hizo que “a partir de ese momento, todos los periódicos dedicaran una columna a los sucesos de la época”, tal como señala el libro que detalla lo ocurrido entre el 1 de julio de 1888 y las cuatro de la madrugada del 29 de julio de 1890, cuando la condenada por el crimen, Higinia Balaguer fue ejecutada con garrote vil en un patíbulo instalado en el patio de la cárcel modelo de Madrid. “¡Dolores, catorce mil duros!”, fueron sus últimas palabras.

Los periódicos se unieron para presentarse como acusación en el juicio

Jurídicamente, el caso fue pionero en otro ámbito. Por primera vez se ejerció una acusación con la llamada acción popular, que representaba a los directores de los periódicos más importantes de la época. Se personaron al considerar que la investigación estaba atestada de irregularidades y por llegar al trasfondo del caso, en el que intuían implicaciones políticas. Su participación activa les sirvió para, además, tener acceso al sumario que, en algunos casos, fue reproducido por capítulos en las páginas locales. Antes de esto, los jueces tuvieron que batallar con las filtraciones y, dada la implicación de la prensa, con la aparición de juicios paralelos que incitaron a la celebración de manifestaciones y altercados, incluso con el apedreamiento del Ministerio de Justicia. Todo, a finales del XIX.

El caso se desató con la muerte de una mujer, Luciana Borcino, una viuda de 50 años de edad que, aunque vivía una vida austera, contaba con una gran fortuna. Luciana tenía un solo hijo, José Váquez Varela Borcino, de 23 años, que, en el momento de la muerte, cumplía condena por el robo de una capa. Luciana contrató para su servicio a Higinia que, antes, había trabajado en casa de José Millán Astray, director de la cárcel Modelo madrileña.

La noche del “horroroso crimen”, tal como lo titularon os periódicos de la época, Luciana fue encontrada muerta en su casa, con varios navajazos en el abdomen y medio calcinada. Los vecinos, que acudieron alertados por el humo que salía del segundo piso del número 109 de la calle Fuencarral, encontraron, en la cocina, a la sirvienta, Higinia, desmayada y junto al perro de su señora, un fiero bulldog que yacía anestesiado.

La sociedad se dividió tras la muerte de una mujer a manos de su criada

Higinia fue detenida e interrogada. En su primera comparecencia ante el juez aseguró que “su señora” había recibido la visita de un señor y que ella se había retirado a dormir. También fue interrogado el hijo de la difunta, que negó cualquier implicación con la coartada de su estancia en prisión como base de su testimonio.

Pero todo cambió cuando se le permitió a Millán Astray, sin que se supiera en concepto de qué y por la relación laboral que habían mantenido, romper con la incomunicación a la que había sido sometida Higinia y conversar con ella para que esta se confesara culpable del crimen con la única intención de robar.

La siguiente de sus versiones cambió totalmente el rumbo de la investigación ya que la criada aseguró que el autor del asesinato había sido el hijo de la fallecida, el Pollo Varela, que había obtenido uno de los muchos permisos que Millán Astray le concedía, de manera irregular, para salir de la cárcel. El juez la creyó y decretó el procesamiento del director de la prisión madrileña, así como del hijo de Luciana.

La sociedad comenzó a dividirse. En las tertulias de café se empezaron a diferenciar los higinistas, partidarios de la criada, de los varelistas. Se interpretó, además, como el juicio al proletariado frente a la burguesía y la capacidad de influencia del dinero hasta culpabilizar a una pobre sirvienta. La prensa comenzó a hacerse eco y a inclinar la balanza.

Con tres tomos de sumario, que recogían el testimonio de 165 personas, 22 careos, 11 diligencias de registro, y 126 testigos declarados impertinentes, se cerró la investigación. El 26 de marzo de 1889 una muchedumbre se agolpó ante la sede del tribunal para intentar ocupar uno de los pocos puestos de la sala en la que se iba a celebrar el juicio, tal como describe el libro editado por el Supremo. Como abogado defensor de la principal acusada, Nicolás Salmerón, que 15 años antes presidió el Gobierno republicano.

Tras 36 sesiones, en el que Higinia volvió a cambiar su versión de los hechos, fue declarada culpable y condenada a muerte. El hijo de la fallecida fue absuelto, igual que Millán Astray que, no obstante, no solo acabó con su carrera al frente de la cárcel, sino también con la de Eugenio Montero Ríos, presidente del Tribunal Supremo, su protector, que también tuvo que dimitir.

Quedaron por resolver importantes dudas, como la de quién dejó las cinco colillas que se encontraron en el lugar del crimen pese a que Higinia no fumaba. Tampoco se supo qué quiso decir con su último grito. Lo que sí quedó claro fue el interés por los sucesos salpicados de corruptelas y por el posicionamiento social ante un caso con tantos ingredientes que lo hicieron merecedor de muchas portadas.

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