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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Seguir igual, acabar fatal

El empeño en legitimar al Príncipe con una mayoría parlamentaria del 90% que, por irreal, se distancia más de la opinión ciudadana, genera desconfianza

Josep Ramoneda

En la sociedad de la información los acontecimientos desaparecen por salto de pantalla. La renuncia de Rubalcaba sirvió de tapadera para que el PP pudiera minimizar su desastre electoral, y ahora la abdicación del Rey saca la crisis socialista de las portadas y deja en el olvido el incidente del juez López, que ha tenido que renunciar al Constitucional. Los problemas siembran. Y tarde o temprano rebrotan. La crisis política existía ayer y existirá mañana, aunque sea con nuevo Rey.

Unas instituciones viejas y desgastadas necesitan un baldeo, que pasa sin duda por la sustitución de personas y por las reformas legales, pero sobre todo por un cambio de actitud. El Rey ha dado el primer paso. Al deterioro manifiesto de la Corona ha respondido con la abdicación. ¿Y el resto? El fervor reformista que ha seguido a la abdicación del Rey, tiene una clamorosa ausencia: el PP y ciertos medios de la derecha. Parece que las señales del 25-M no han sido suficientes para despertar a Rajoy. Necesita mayor castigo.

Se impone la sospecha
de que los dos grandes partidos siempre se pondrán de acuerdo para mantener la situación

El desdén del presidente, “el que quiera la República que intente cambiar la Constitución”; el cierre de filas del PSOE con la Monarquía; el empeño en legitimar al Príncipe con una mayoría parlamentaria del 90% que, por irreal, se distancia más de la opinión ciudadana, generan desconfianza. Se impone la sospecha de que los dos grandes partidos siempre se pondrán de acuerdo para poner barreras al crecimiento de otros competidores, para defender el modelo de Estado (la Monarquía frente a la República) y la organización territorial (nacional frente a plurinacional), para que el poder ejecutivo prevalezca sobre los otros poderes, para banalizar la cuestión de la corrupción.

La agenda reformista debería empezar por abrir el juego —es decir, el espacio y los mecanismos de representación—, sin miedo a pasar del bipartidismo imperfecto al pluripartidismo real; por garantizar la separación de poderes; por asumir el carácter plurinacional de España; por redistribuir el poder de manera más eficiente, resolviendo el desajuste de un sistema muy descentralizado en el gasto y muy poco en la decisión política; por desarrollar la cultura de la función pública y la defensa de un Estado de bienestar en riesgo; por romper la promiscuidad entre política y dinero (no hay corrupto sin corruptor); en suma, por volver a la política. Escudarse en el fatalismo económico —no hay alternativa— y evitar el debate y la negociación convirtiendo en jurídicos problemas que son políticos, deslegitima a los gobernantes y lesiona a la justicia. Toda reforma de verdad afecta al reparto del poder. Los que lo tienen se resisten. “Todo va a seguir igual”, ha dicho la reina Sofía, que quizás capte mejor que otros las inercias del sistema. Sólo que si todo sigue igual, acabará fatal.

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